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No estoy seguro de tener un corazón pero sí de que tengo un cuerpo que late. No estoy convencido de merecer el perdón de vuestro Señor, pero mi relato me ayudará sin duda tanto como un psicoanálisis, y me costará mucho menos. Su iglesia inmensa, cargada de iconos, a pesar de sus corrientes de aire, es el más lujoso de los divanes. Lo descubrí una noche de mucho frío en que, empujado por el orgullo de la embriaguez, opté por desobedecer a mis amigos y volver a mi casa andando. «A cincuenta metros, gire a la izquierda», me decía mi amiga robótica, secuestrada en el bolsillo de mi abrigo. La luna llena cegadora estaba empalada en su campanario como una puta sobre un cliente. Me detuve para contemplar aquel merengue gigante, improvisado al borde del río de hielo. La sombra de las grúas cuadriculaba la nieve; yo caminaba sobre una cuadrícula de crucigrama. ¿La luna me subió la marea al cerebro? No podía despegar la mirada de su catedral maciza, que me recordaba la cúpula de los Inválidos, donde Napoleón quiso que le enterraran cuando renunció a conquistar este país. A pesar de las súplicas de la señorita GPS, di la vuelta a la explanada hasta quedarme congelado (¿se acuerda? Estábamos a treinta y nueve bajo cero). Cuando por fin me acerqué tímidamente a este edificio sagrado, ¡cuál no sería mi sorpresa al verle salir, padre Ierojpromandrita, envuelto en un gran abrigo cubierto de escarcha! Sólo era un pope auxiliar, un pope becario que chapurreaba francés, cuando le conocí en la rue Daru, en la época en que yo colaboraba en Voici. ¡Ignoraba que se pudiese ir de la rue Daru a Moscú sin pasar por la casilla de Constantinopla! Usted no había cambiado pero yo sí: mi barba algodonosa le impidió reconocerme enseguida. Luego soltó una carcajada y fuimos a guarecernos bajo el pórtico, antes de concertar la cita para esta confesión. ¿Se acuerda de nuestros festines en Daru, del ultramarinos ruso, hace ya por lo menos diez años? Era en el siglo XX, cuando su Iglesia era perseguida… ¿Cómo se llamaba la bonita camarera que nos llenaba los vasos de vodka cereza…? ¿Olga? Ah, sí, Olga, eso es, tiene usted buena memoria… ¡Confiese que tenía una debilidad por la pequeña! Una de las primeras rubias de mi vida. Me acuerdo de sus pechos redondos y calientes como brioches salidos de un horno. Era capaz de gozar sólo con las tetas, sin tocarse abajo, bastaba con pellizcarlas muy fuerte y desfallecía. Sí, mi metropolitano, yo había tenido con ella una aventurilla que estremecía las paredes de su pequeño estudio bajo los tejados… Besaba como una esquimal, frotándome la nariz con la suya. A usted le quería mucho. ¡Debería haber pedido su mano, ya que los curas ortodoxos no lo tienen prohibido! Ah, vaya, ¿sigue soltero? ¡Ja, ja, ja, no está loco el pope! Perdón, le tomo el pelo. ¡Qué alegría verle, padre, al cabo de tantos años! Las coincidencias no existen: teníamos una cita. Creí que me iba a morir de frío, la noche en que juré volver a verle. Desde entonces hago como todo el mundo: llevo un gorro de piel ridículo y un anorak verde de Goretex. Ser friolero remedia el dandismo.