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Me volví jorobado a fuerza de morderme las uñas capturando chicas. Ligaba con las caras más inmaculadas para evitar desearlas. A veces me las follaba para no besarlas. Tenía entonces la sensación de estar follando con papel cuché. Era divertido arrugar un poco a aquellas muñecas de revista. Tenía el ojo aguerrido de los hombres que han pasado directamente de la frustración a la lasitud. Mi indiferencia estudiada gustaba a las modelos en ciernes. Entre dos veladas con las chicas más bellas que han nacido, yo me embrutecía con medicamentos. ¡Cuando pienso que hubo una época en la que los hombres aceptaban sufrir! Los de mi generación siempre se negaron. Por lo que a mí respecta, nunca he soportado una depre sin tragar al instante una pastilla. Crecí anestesiado, pero eso no es lo más grave; tanto da decírselo ya mismo: no tenía ni idea de qué mujer buscaba ni qué quería de la vida. Nuestra sociedad cree que puede prescindir de voluntad pero, bien mirado, es un problema bastante grave no saber lo que uno quiere. Todo el mundo necesita un objetivo preciso; ahora bien, el nuestro es cada vez más borroso. Sin sueños te transformas en un animal anodino, un paseante extraviado. Estás vacío o perdido. Durante un momento puede resultar agradable, como cuando te equivocas de calle en una ciudad extranjera. Aprovechas la ocasión para vagabundear, retrasar el momento de preguntar el camino, sentarte y mirar las nubes, como un mamífero que pasta en la naturaleza. Pero muy pronto el pánico gana terreno. Te registras los bolsillos en busca de un mapa, de un refugio o de un estuche de GPS. Echas mano de los indígenas. Llamas a taxis. Muy poca gente tiene el valor de perderse de verdad. En todo caso, yo no creo haberlo deseado. La soledad fue el regalo de cumpleaños de mis cuarenta años. Es complicadísimo ser libre. La libertad es un fardo al que te acostumbras, como la muerte. Ustedes, los rusos, lo saben mejor que nadie.

Joder, sigo sin decirle lo que me trae aquí. Vamos allá: soy una víctima de la belleza femenina, del deseo mundializado, de la sociedad sexual, y perdí la chaveta cuando convertí todo esto en mi oficio. Vengo a verle porque quiero cambiar, esto tiene que parar, ya no puedo vivir de esta manera, aunque me considere irresponsable de mis actos. Al balbucirlo, soy lúcido sobre mi cobardía. Bien sé que declararse totalmente extraviado es la comodidad suprema. Así que me viene al pelo, pero seré irrevocable:

—Me obsesionan las chicas porque me bombardearon con imágenes sexuales desde mi nacimiento (me considero víctima de una alienación nueva).

—Estoy loco por culpa de mis padres, heredé su locura, mis problemas no son míos y los de ellos ya no eran suyos, etc.; podemos remontarnos lejos: ¿a las dos primeras guerras mundiales, la guerra de los Cien Años, la guerra del fuego?

—Quiero abandonar a todo el mundo sin que nadie me abandone.

—Nadie es malo voluntariamente, pero aun así hay algunos que lo buscan un poco.

—Parece que mi guasa suena vulnerable.

En cualquier caso, todas mis neurosis son bazas preciosas en la profesión que ejerzo. Es lo que me dijo Daria Veledeeva, redactora jefe del Grazia ruso.

Total, soy un eterno insatisfecho, como todos los niños a los que nunca les negaron nada.

Las mujeres son mi sacerdocio. Quiero conquistarlas como a un continente. Quisiera ser el Cristóbal Colón del top, el Vasco de Gama del canon.

—Disculpa, prekrásnaia («magnífico», en ruso), pero es más fuerte que yo: quiero ser el doctor Livingstone de tu boca, el Neil Armstrong de tu cuello. Cuando te chupe los pechos exclamaré: «It’s a small step for a man, but a great step for mankind.» A continuación, una vez que te haya conquistado, haré como el primer hombre que pisó la luna: plantar mi bandera antes de volver a la tierra.

Hacía clasificaciones de chicas, hit-parades físicos, listas de rostros. (Lo más excitante de una mujer es su cara; no creáis a los hombres que fingen amar sus pechos o su culo: se concentran en el resto porque su tía es fea de careto.) Coleccionaba en camisas de plástico las páginas arrancadas de Max, Mademoiselle y Purple. Tengo en mi habitación una cómoda llena de fotos arrancadas. Llegó un momento en que tuve que afrontar el sufrimiento excesivo, ese dolor del que uno no se recupera. Mi cerebro lo borró pero sigue gobernándome. Si usted es como yo, le compadezco: es un hombre moderno.