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No tiene importancia: en el peor de los casos, me habría divertido. Verá, he vivido bastantes experiencias desde que nos perdimos de vista en París: por entonces yo trabajaba en una agencia de publicidad, di la vuelta al mundo, después escribí un libro para que me despidieran, incluso estuve un tiempo en chirona por complicidad en un asesinato, una sórdida historia que me ocurrió en Florida, una noche de borrachera… Después trabajé en la tele en Francia durante noventa y nueve días, no valía nada, me buscaba a mí mismo… Desde que vivo aquí tengo la impresión de haberme encontrado. Es sospechoso: nunca me he deprimido en Moscú. Creí que estaba protegido, rodeado de jóvenes con push-ups y el pelo ondulado que yo llevaba a cenar al Pushkin o al Prado, antes de que saltaran sobre mis rodillas en el First, cerca del río lento… Les decía:

—Bésame el reloj, es lo más caro que llevo encima.

Algunas lo lamían, lo mordisqueaban, lo absorbían. Yo no les mentía lo suficiente para enamoriscarlas. Las llevaba siempre a su casa antes de rastrear los burdeles en solitario. Había también un restaurante genial: la Cigüeña (Aist), donde te disparaban periódicamente unos gángsters. Evitar las balas en un tiroteo es un deporte moscovita muy apreciado: el equivalente del slalom gigante en nuestros Alpes. Los días de resaca, iba a los baños Sandunov a que me azotaran con ramas de boj, en un hamán sobrecalentado, gruesos luchadores con la espalda peluda. Cuando ya tenía el cuerpo morado, me zambullían en una cuba de madera y me tiraban a la cara cubos de agua hirviendo, y entonces yo tenía que reírme a carcajadas mientras me flagelaba con ramas de abedul para demostrar que era un hombre. La resaca desaparecía de mi organismo gradualmente, suplantada por el dolor puro y simple. En Rusia, el sufrimiento físico sirve para olvidar el sufrimiento moral.

Para las chicas más coriáceas, las que se niegan en serio a considerar mi existencia, tenía una artimaña secreta: después de mi operación de miopía, el cirujano me había recetado unas gotas para hidratar la córnea. Iba a los baños y me las aplicaba hasta que desbordaban de mis ojos. Mis falsas lágrimas enternecían hasta a las más recalcitrantes; algunas incluso se enamoraban al instante (los chicos rusos no lloran nunca, salvo en el servicio militar). No vacilaba en citar a Turguéniev: «¿Dónde estáis, sentimientos tímidos, dulce melodía, franqueza y bondad de un alma que se encariña, alegría lánguida de los primeros enternecimientos del amor?» No conocían este truco. Un francés que gimotea declamando un párrafo de Primer amor: picaban todas. En Moscú los tíos no adornan el ligue. Son más bien directos: beben como esponjas y se perforan los tabiques nasales porque tienen miedo, son mozos embutidos en un traje ajustado Roberto Cavalli de color antracita que se cagan de miedo como gallinas delante de las hadas gráciles a las que no se atreven a abordar. Cuando por fin se deciden están borrachos, se vuelven brutales y las agreden tirándoles del brazo con su aliento fermentado; a veces les dejan morados. A algunas les gusta; se han acostumbrado. Lo único que puedo decirle es que mi método representaba un contraste. Era el llorón endeble que cita a poetas muertos al tiempo que propone un contrato fabuloso con el líder mundial de la industria cosmética. Causaba estragos, le digo. Nunca podría habituarme a una vida distinta. No sé cómo se las arreglan los tíos normales, esos que se conforman con una única mujer durante decenios. ¿Quedan todavía, padre?

Mi romanticismo profesional no me impedía considerar ganado a las jóvenes modelos; era incapaz de sentir algo por aquellas chicas cuando las llevaba en mi coche al son de la Danza de los adolescentes de Stravinsky (al cabo de cinco horas de tecno en el Diaghilev, ¡las gacelas no sabían siquiera que el club llevaba el nombre del inventor de los ballets rusos!). Las veía como a cervatillas que capturar en mi zoo humano. ¡Perdón, mi metropolitano! Me aliviaba encontrar niñas más obedientes que en mi país natal, bellezas que no me iban a castrar enseguida. ¿Es un azar que en inglés esclava se diga slave?[2]

A decir verdad, me había olvidado de que existían mujeres que podían ser magníficas sin emascular a los hombres. Descubría la condición masculina de antes de la condición femenina. Probablemente existió una época en que todas las mujeres bajaban los ojos como pequeñas rusas: muñecas idílicas que ponían cara de abnegadas para dirigir mejor las operaciones. No soy misógino, pero compruebo que el feminismo ha suprimido el humor que permitía que mujeres y hombres no combatieran entre sí. Alguien ha señalado el final del recreo. Ahora que somos iguales ya no nos divertimos. En adelante somos competidores en una carrera solitaria.

Me gustaba también su pobreza, la excesiva rapidez con que se entregaban a cambio de un room Service en el Marriott, sus vestidos de imitación, sus pieles falsas, sus baratijas, su colonia barata que apestaba a rosa sintética…, todo lo que me recordaba su miseria me excitaba hasta el grado más extremo. Una vez, una de ellas me pidió un billete de metro para volver a su casa. ¡Risa tonta por dentro! Una llamada telefónica a Serguéi y ella sólo se desplazará a bordo de un Hummer: los industriales saben recompensar un trabajo bien hecho.