47
Arturo
Arturo había aparecido en el comedor tres días antes, poco después de la muerte del Ahrrimán. Nada más verle pensaron que podía ser peligroso u hostil, pero demostró ser totalmente inofensivo. Aquel primer día, Arturo decidió instalarse bajo una de las mesas del fondo, de donde salía únicamente a la hora de comer.
Guillermo decía que no era un insecto a pesar de su número de patas porque obedecía a sus silbidos; sin embargo, a Beatriz le parecía que sí lo era, pero raro. Ninguno de ellos había visto nunca antes algo semejante e Irdili decía que era desconocido para los nam.
Su cuerpo tenía el tamaño de un perro pequeño y su cabeza era como un puño. Sus seis patas cortas no eran de artejos sino que eran gruesas y de carne y hueso, cubiertas con una piel de color pardo y aspecto suave. Su tórax era brillante y de bandas duras y tornasoladas como si fuera el resultado de cruzar un armadillo con un escarabajo.
Lo que más destacaba de él eran sus grandes ojos marrón claro multifacetados. Eran dos medias esferas perfectas incrustadas en unas formaciones planas oblicuas a cada lado del morro, lo que daba a su mirar una tremenda mezcla de ingenuidad y asombro infantil.
De lo alto de su cabeza nacían unas largas, delicadas y multicolores antenas emplumadas que se movían en todas direcciones cada vez que salía en busca de alimento.
En esta ocasión, quedó a la espera de que Guillermo acabara de comer las cerezas antes de coger los huesos que le ofrecía y que luego comería triturándolos con unas mandíbulas poderosas. Otros días se paraba delante de Beatriz o de cualquiera de los nam mientras comían. Entonces se quedaba inmóvil, agitando las antenas como si olisqueara el aire para decidir si le apetecía el menú que le esperaba, mientras los observaba con sus grandes ojos semiesféricos, como si los raros y especiales del lugar fueran ellos.
Guillermo masticó la última cereza y dejó el hueso y el rabito en el plato, y este en el suelo. Silbó y Arturo salió de debajo de la mesa directo hacia él.
Mientras observaba el ritual del supuesto insecto, Guillermo se llevó la mano al pecho, donde Irdili le había tatuado el símbolo que le distinguía como matador del Ahrrimán o algo así. Beatriz le había explicado que el tatuaje tenía un significado profético pero él no lo había acabado de entender, como tampoco había comprendido que el dibujo tuviera relación con haber golpeado un par de veces al nam.
Aún le ardía la piel y el grabado parecía cicatrizar bien. Era el dibujo estilizado de la cimera del Ahrrimán hecho con una pericia que le pareció admirable, sobre todo porque Irdili se lo había tatuado utilizando únicamente el sable de la fiera.
No sabía bien por qué había aceptado que el nam le grabara el pecho, pero sospechaba que era porque, aunque no lo quisiera reconocer, estaba harto de ser un Anónimo, un sin nombre, un sin honores. Muchas obligaciones y ningún reconocimiento.
Irdili le había hecho un símbolo similar a Suirilidam en el brazo izquierdo y este lo llevaba al aire continuamente. Guillermo imaginaba, al verle siempre con uno de sus ojos clavado en el tatuaje, que estaba orgulloso como nadie de haber sido distinguido de esa manera.
Más tarde, Beatriz le explicó que Suirilidam luciría con mucho orgullo entre los suyos la cicatriz que le había dejado el Ahrrimán junto con el tatuaje en el brazo, porque significaba que había sobrevivido al Gran Sagrado.
—Los nam presumen mucho de sus hazañas —le dijo Beatriz.
—O sea, que son muy vanidosos. Eso es lo que quieres decir.
Ella vaciló un momento. Luego repuso un poco a regañadientes:
—Bueno, sí.
El faro era frío e inhóspito, y cuando pensaba en los compañeros desaparecidos se le hacía todavía más lúgubre. Muchas noches cerraba los ojos y repasaba su lucha con el Ahrrimán agradeciendo que el Destino hubiera hecho que la fiera matara a aquella abeja Pyon-Lai que casualmente había aparecido por allí.
Tenía ganas de volver a su nave para estar rodeado de su gente y sus amigos, otros anónimos como él. Sin embargo, sabía que le iba a costar una barbaridad renunciar a comer como un rey cada día.
La relación entre Beatriz e Irdili era cada día más intensa y las pocas veces que Guillermo intentaba entablar una charla, ella le contestaba con monosílabos. Tampoco sabía de qué hablaba con el nam porque nunca le invitaron a sus conversaciones y siempre callaban en cuanto él estaba cerca. Guillermo estaba seguro de que el brog había cambiado la personalidad de Beatriz haciéndola más distante y más fría.
Él no tenía un simbionte o un parásito, todavía no tenía claro en qué categoría estaba el brog, que le permitiera comunicarse con un ser de otro mundo, de modo que pasaba las horas en silencio, sin poder conversar con nadie.
Por añadidura, le resultaba imposible entenderse con Suirilidam, que a su vez no parecía tener ningún interés en comunicarse con él, ni siquiera cuando vio a su amo caer redondo al suelo como fulminado por un rayo, apenas apareció Guillermo en el comedor con la cabeza y el sable del Ahrrimán en las manos.
En aquella ocasión, a pesar de su gran herida, Suirilidam recogió a su amo del suelo y lo llevó en brazos a su litera silbando agudo sin descanso una y otra vez y sin dirigirse a nadie en particular como no fuera a sus dioses, pensó entonces Guillermo. El nam dejó de lamentarse una hora después, cuando Irdili recobró el sentido. Fue entonces cuando dejó que Guillermo le curara el terrible desgarro que tenía en la cara.
En el botiquín había abundante plasma orgánico para suturar así como gel de cicatrización pero prefirió no utilizarlos al desconocer la naturaleza de la carne y la piel del nam. Por esta razón tampoco se atrevió aplicarle anestesia local y tuvo que recurrir a la sutura manual.
Le cosió con la máxima rapidez de que fue capaz y Suirilidam no se quejó en ningún momento de la cura, que forzosamente tuvo que ser muy dolorosa. Cuando terminó, antes de taparle la herida, se apartó para contemplar su obra. Irdili, que estaba junto a él trinó y Beatriz le dijo:
—Estoy de acuerdo —dijo refiriéndose a un trino de Irdili—. No está nada mal para ser la primera vez en un nam.
—Y la primera en muchos años —añadió él.
Suirilidam no le dio las gracias ni esa vez ni las otras en las que le cambió el vendaje. A Guillermo le parecía que estaba deprimido o muy aburrido al estilo nam, porque apenas se movía de su litera y se pasaba las horas mirándose el tatuaje del brazo.
En una ocasión quiso que apostara contra él a que la nave humana llegaría antes que la nave nam, pero no supo hacerlo o no le entendió o a Suirilidam no le interesó el concepto de apostar o quizá lo tenía prohibido, Guillermo no lo supo entonces; el caso es que no demostró el más mínimo interés y le dio la espalda con un sonoro cloqueo.
En vista del nulo éxito para relacionarse y del monótono paso de los días, Guillermo se asignó varias tareas para mantenerse ocupado; entre ellas la de suministrar al grupo la comida diaria. Después de comer, si no dormía una siesta, se distraía explorando el faro.
Durante el cada vez menor tiempo que compartía con sus compañeros a las horas de comer, le llamó la atención que Suirilidam se mantuviera en silencio y apartado. Se fijó con más atención y se corrigió: el nam procuraba estar lejos de Beatriz. Su sorpresa fue comprobar que los nuevos amigos también callaban cuando Suirilidam estaba cerca. Llegó a la conclusión de que, en realidad, el comportamiento huraño del nam se debía a una depresión provocada porque su amo prefería a la humana.
En una de sus excursiones Guillermo encontró la zona de camarotes destinada a la oficialidad del faro. Allí no parecía que hubieran pasado cien años sino que todo estaba muy limpio y arreglado.
Parecía que la cabina destinada al capitán estaba reservada al descanso del mismísimo Mudo porque su colchón era cómodo como ningún otro, su frigorífico estaba muy bien avituallado de bebidas no alcohólicas, abundante ropa que le venía pequeña, erreuves lúdicos y un sofisticadísimo tanque holográfico de inmersión total.
—¡Serás hijoeputa, Mudo! —exclamó al ver que la programación del tanque no incluía nada sexual o erótico—. ¡Pirata y puritano! ¡Canijo y abstemio! ¿No te jode, cabronazo? ¡Maldita suerte la mía!
Trasladó a ese lugar privilegiado las pocas botellas de licor que quedaban de los piratas y pasó las horas entre las comidas allí, bebiendo trago tras trago, harto de sus compañeros y de los programas de entretenimiento de El Mudo. De vez en cuando se distraía con la lectura de su adorado libro de las Mil noches y una noches, pero siempre acababa la velada con una botella. En medio de sus borracheras le daba por pensar en el ejemplo de valentía e inteligencia que le había dado Nicolás y en los arrestos de Ferreira que, medio muerto y con unos terribles dolores, aún tuvo el ánimo de advertirles de la trampa.
—Nunca te olvidaré, Ferreira. Esta copa es por ti —brindaba al aire con la botella—. Y este otro trago por usted, comandante Grissom.
Al final de una larga exploración unos días más tarde, dio con el alambique que habían montado los piratas para destilar el alcohol de la fruta. Limpió la instalación, la puso en marcha y se dedicó a rellenar todas las botellas vacías que tenía a mano y unos cuantos garrafones, con lo que cada día pasaba más tiempo sumido en una modorra alcohólica.
Comunicó su descubrimiento a Beatriz pensando que le gustaría saberlo y que quizá podrían compartir algunos tragos, pero ella no le hizo el menor caso ni pareció que le importara lo más mínimo.
En otra exploración, paseando cerca del lago descubrió en la vereda los restos de la trampa junto a los pedazos de vidrio del tarro de miel Pyon-Lai. Entonces comprendió que le debía la vida tanto a Eva, que había sido la que consiguió la miel de las abejas, como a Ferreira que había montado la trampa que manchó al Ahrrimán provocando el ataque de las abejas.
Esa misma noche se emborrachó de tal manera a base de brindar una y otra vez en memoria de sus compañeros, Baxter incluido porque se sintió generoso, que tardó dos días en aparecer de nuevo por el comedor.
Su sorpresa fue que Beatriz no solo no le había echado en falta sino que le recriminó duramente que pasara los días ebrio.
—Que te jodan, mamita —le dijo por toda respuesta, y dio definitivamente por perdida su relación con ella.
Unas horas después invitó a beber a Suirilidam en un nuevo intento desesperado de crear vida social. El nam rechazó la bebida en cuanto la olió y se alejó de él cloqueando como una gallina ofendida.
—¡Que soso eres, hijoeputa! —le dijo entonces Guillermo—. Como todos los nam sean como tú…
Guillermo volvió a la destilería. Mientras estaba rellenando la última botella oyó un ruido a su espalda. Se volvió. En el umbral de la puerta estaba Suirilidam. Guillermo le preguntó con desconfianza:
—¿Te envía Beatriz? ¿O ha sido tu amo?
El nam silbó y emitió a continuación una serie de tres ruidos secos y seguidos, como golpes huecos.
—¿Eso qué quiere decir? ¡Vete de aquí! ¡Fuera!
La respuesta fue un nuevo silbido y nueva serie de tres golpes, esta vez espaciados como para que se notara bien su número. Luego le repitió el gesto que le había hecho por primera vez en la cocina, cuando le pidió la manzana.
Guillermo dudó un instante y luego le tendió la botella que tenía en la mano. Suirilidam la cogió sin prisas, pareció mirarla y olfatearla con detenimiento y se la bebió de una sola vez, sin pausas ni para respirar. Luego, a botella vacía, soltó un sonoro y cavernoso eructo. Un momento después le señaló el garrafón más grande.
—Creo que por fin nos vamos a entender —le dijo Guillermo con una sonrisa, entregándoselo.