15
Cubierta 4

El suelo de hojas era blando y pastoso, y el silencio inquietante para ser un lugar tan desmedido. Una vez estuvieron todos fuera del tubo de cero g en la cubierta 4, se agruparon en torno a Nicolás a la espera de instrucciones, sin dejar de mirar a su alrededor con una mezcla de asombro y respeto.

De súbito les envolvió un zumbido creciente. Pareció que los insectos de los alrededores hubieran echado a volar hacia todas partes como si fueran mensajeros informando que había extraños invadiendo su paraíso. Schlecker se acercó un poco más a Cobián, y Baxter a Ferreira. Luego se separó al verse demasiado cerca de él.

El mosconeo cesó abruptamente. Entonces percibieron un murmullo lejano, similar al de un salto de agua.

—¿Una catarata? ¿Aquí? —preguntó Nazaret en voz alta.

Nadie le respondió. Eva, a la que no le importaba el registro porque estaba segura de que estaban solos en el faro, deambuló por los alrededores sin salir de su asombro porque en aquella cubierta había especies vegetales de casi todos los mundos, la mayoría mucho más grandes que en su hábitat natural. Beatriz tuvo que cogerla del brazo para apartarla de un aloe vera descomunal y llevarla de nuevo al corro que se había formado para oír las órdenes.

Nicolás señaló a cada grupo el sector que debían cubrir. Mientras hablaba sonó una bofetada. Era Baxter que había matado de una palmada el mosquito que se le había posado en la mejilla. El insecto resultó ser natural a juzgar por la mancha de sangre que le dejó en la piel.

—¿No dijiste que eran artificiales? —le espetó a Eva.

Ella se encogió de hombros:

—Algunos sí y otros no. En este ecosistema, a medida que aumente el número de insectos naturales, los artificiales se irán desconectando. ¿Qué pasa? ¿Ahora te asustan los mosquitos?

Baxter la miró, molesto.

—Es por las enfermedades que contagian, estúpida. No me dan miedo —le contestó, desabrido.

—¡Ah! —replicó ella.

—Mierda de selva —murmuró él a su vez—. Llena de bichos, coño.

—… No se sorprendan —intervino Grissom, que iba a decir asusten pero se corrigió a tiempo— si aparece luz. Dentro de tres horas, a las dos mil cien, amanecerá. Recuerden que este lugar tiene un día de siete horas, más o menos.

Ferreira cruzó una mirada de resignación con Eva ante lo inútil del anuncio porque todos en el grupo sabían lo que duraba el día allí.

El comandante y Guillermo fueron los primeros en iniciar la exploración para dar ejemplo. Nicolás le había tomado de pareja por la seguridad que le infundía y porque en aquellos momentos necesitaba un brazo fuerte en el que apoyarse y alguien a quien pedir la opinión.

Avanzaron apartando la maleza que caía desde los estantes en cataratas de hojas grandes como orejas de elefante y enredaderas tan gruesas como maromas, que colgaban desde las alturas hasta el suelo formando dibujos y relieves caprichosos. Cada paso les obligaba a tronchar la maleza y los tallos, de manera que resultaba imposible avanzar sin hacer ruido.

De lleno en el interior de la espesura, Guillermo se sintió observado. Casi al tiempo de notar esa sensación, Nicolás se detuvo sin avisar para enjugarse el sudor de la frente. Guillermo se paró para no chocar con él. Entonces, ambos oyeron un ¡chas!, casi imperceptible justo a su izquierda tras las hojas, como si la rotura de un tallo se hubiera detenido a mitad porque quien lo estaba partiendo se hubiera dado cuenta ligeramente tarde de que se habían parado y ya no hacían ruido.

Un escarabajo del tamaño de un pulgar y antenas emplumadas, que había aparecido encima de una hoja se quedó inmóvil con el sonido.

Guillermo se volvió al instante pero no vio nada salvo un muro de vegetación. Grissom le miró interrogante, la mirada asustada y los ojos brillantes.

Le hizo una seña con la mano y ambos se quedaron totalmente quietos y en silencio.

Escudriñaron la selva.

Solo vieron sombras caprichosamente cambiantes según el movimiento de las hojas entre luces amarillentas.

El insecto movió ligeramente las plumas de sus antenas como para verificar el estado de la alarma. Las dejó quietas al cabo de un momento.

Un minuto después, Nicolás se movió pero, a pesar de su cautela, el suelo bajo su bota crujió ligeramente.

El chasquido en la espesura se repitió casi a la vez.

Ambos hombres cruzaron un nuevo gesto de muda interrogación, el comandante con los ojos muy afiebrados.

El escarabajo agitó sus antenas y debió de decidir que el peligro había pasado porque siguió tranquilamente su camino. Ellos también continuaron y el roce no se repitió.

Grissom temblaba escalofriado.

—Comandante, ¿se encuentra usted bien?

—Perfectamente, sargento —le respondió él—. Perfectamente.

Subieron por una escalera que había en el pasillo. Se detuvieron en el rellano frente al primer piso de selva con la intención inicial de adentrarse en ella, pero la vegetación era una pared tupida e infranqueable. Siguieron hasta el segundo piso, donde una estrecha senda se abría con timidez.

El camino desaparecía unos pasos más allá al pie de dos troncos gruesos y blanquecinos, juntos y arrollados uno en torno al otro como amantes formando una columna salomónica. Detrás, sobre unas mesas, había una docena de cajas de color púrpura con el frente agujereado. Guillermo avanzó para acercarse, pero Nicolás le detuvo cogiéndole por el hombro.

—¡No se acerque! Son panales de Pyon-Lai.

—¿Abejas?

—Sí. Su miel es tan apreciada como dolorosa es su picadura. Con cuatro picaduras puedes darte por muerto.

—Eso dicen, pero no lo creo. ¿De verdad son tan peligrosas?

Grissom asintió:

—Créaselo. Oí que un bracero de la granja de mi tío Worsel en Velantia, un planeta agrícola, murió por sus picaduras.

—Apuesto a que no es cierto. Quizá venga luego a mirar cómo son de verdad.

—Como quiera, pero antes de venir, pregúntele a Eva. Ella sabe manejarlas; eso dice su expediente.

De repente, el comandante dio un respingo y retrocedió un par de pasos. Luego, cautamente, dio otros dos. Le advirtió:

—Sargento, no se mueva porque se le ha posado una Pyon-Lai en el brazo. Su aguijón traspasa la ropa con facilidad.

Guillermo miró su antebrazo derecho y tragó saliva. La abeja tenía la cabeza y el tórax pequeños pero su abdomen era enorme. El órgano acababa en un aguijón afilado que no dejaba de moverse nervioso como si el insecto estuviera impaciente por utilizarlo.

En otra ocasión, la abeja le hubiera parecido a Guillermo un animal hermoso por la vistosa mancha carmesí estampada sobre su tórax a rayas amarillas y negras, pero ahora que el animal parecía decidido a picarle sin que él le hubiera hecho nada, le parecía una criatura traidora y perversa. Levantó la mano para aplastarla de un golpe.

—¡Ni se le ocurra o se nos vendrán todas encima!

—¿Qué? —exclamó Guillermo, con la mano alzada en el aire a punto de darle un manotazo para matarla.

—Las Pyon-Lai se comunican entre sí a distancia. Tienen una inteligencia gregaria muy desarrollada y muy social. Si escapa a su golpe, que le aseguro que lo hará, le atacará y las otras la ayudarán. Si la mata, las otras vendrán a investigar, la olerán en su ropa, y le picarán. Mejor déjela tranquila y se irá sola.

Como si le hubiera oído, la abeja levantó el vuelo, pero en lugar de irse a otra parte comenzó a revolotear ante la ingle de Guillermo, en apariencia buscando un lugar donde posarse. El sargento se puso visiblemente nervioso y alzó de nuevo la mano.

—¿Y ahora, qué? Como me pique…

—Calma, calma. No le picará. Solo tiene curiosidad.

—¿Y usted qué sabe? Y si le parece que no pasa nada y que solo es curiosidad, ¿por qué se ha alejado dos pasos más?

La abeja desapareció.

—¿Lo ve, Guillermo? Se fue. Así de sencillo, con el pulso firme. Como con los candados explosivos, ¿me sigue? —le preguntó con una sonrisa cínica.

En ese momento se repitió cerca el sonido de una cascada y Guillermo se calló la respuesta que tenía en los labios.

—¿Lo ha oído? —le preguntó Grissom—. Suena arriba y al otro lado. No me explico cómo puede haber un salto de agua aquí pero, a estas alturas, no me extraña nada de este lugar.

Volvieron a la escalera y desde allí divisaron a lo lejos y más arriba un puente metálico colgante muy oxidado y envuelto en enredaderas. Tras examinarlo detenidamente decidieron cruzarlo primero uno y después el otro, porque estaba en un estado tan lamentable que amenazaba romperse con el peso simultáneo de los dos.

El ruido de la cascada se repitió cerca y por encima de ellos. Luego calló otra vez. Subieron por una escalera de acero tan corroída y rota como el puente, cuyos peldaños rechinaban amenazadores bajo su peso.

A medida que ascendían, el aire se volvía tan húmedo y cálido que la bruma parecía sólida. La escala era larga y cuando terminaron el ascenso empapados en sudor, con Grissom jadeando en los últimos peldaños, estaban tan cerca del techo de la cubierta que casi lo podían tocar con la mano.

Fue entonces cuando tomaron conciencia de la enorme dimensión del faro estelar, pues no alcanzaron a distinguir con nitidez a través de la bruma los ventanales que se adivinaban en el lado opuesto, más allá incluso de las luces más alejadas.

—Me siento como una pulga en el interior de un tambor —dijo Grissom.

En el aire se percibía un aroma ácido y agradable. El ruido del agua les llevó hasta un abundante chorro de agua que caía sobre un pequeño lago desde una manguera gruesa. En un lateral de la lámina de agua, a lo lejos, se apelotonaban unos nenúfares de flores níveas, tan juntos unos con otros que parecía que solo podían crecer allí. De entre ellos surgían unos tallos altos y elegantes, como espigas de color verde claro, rematadas con unas bellas y grandes flores rojas y amarillas.

—Esas flores huelen bien, ¿no le parece, comandante? —le dijo Guillermo señalando las flores. Y añadió con mucha seguridad y contundencia—: Huelen a mujer. Eso es, huelen a mujer.

—Sí, sargento —contestó Nicolás un tanto confundido por lo rotundo del comentario y pensando que, realmente, el olor le recordaba a Beatriz—. Desde luego huelen a fémina… pero perfumada, claro.

—¡Por supuesto! Perfumada —confirmó Guillermo sin darse cuenta de la otra lectura. Un momento después advirtió con un tono de alarma en su voz—: ¡El piso se está inclinando, ¿no lo nota?!

—¿Usted cree? —le contestó Grissom.

El suelo se inclinó unos pocos grados y el agua de la pequeña laguna desbordó por el lado de los nenúfares. Más tarde comprobarían que la viga metálica del borde exterior del lago se había oxidado hasta romperse de tal forma que el piso se había convertido en un balancín. Entonces, a medida que la manguera lo llenaba de agua, el suelo se desnivelaba y, a partir de determinada inclinación, el lago comenzaba a rebosar hasta que perdía agua en cantidad suficiente como para recuperar la posición horizontal. Entonces comenzaba de nuevo el ciclo.

—¡Increíble! ¡Impresionante! ¿No le parece, sargento? —le dijo Grissom, entusiasmado, como si fuera el descubridor del lago Victoria hablándole a uno de sus porteadores.

—Sí, señor. Desde luego que sí.

Guillermo se masajeó las sienes en un intento de aliviar su dolor de cabeza. Luego le señaló a Grissom el lago y le dijo:

—Creo que por aquí vienen animales. A beber, seguramente.

—¿Qué clase de animales? —replicó, mirándole con prevención. Su sosiego desaparecía a ojos vistas.

—No lo sé, señor. No sé de huellas y seguro que me equivoco, pero para mí que estas —y le señaló la orilla del lago— son de un bicho grande.

Como si le hubiera oído, la tranquilidad de la jungla se quebró con un grito prolongado y agudo de mujer. Luego la selva quedó de nuevo en absoluto silencio.