18
La presencia

A la tenue luz del amanecer, Cobián distinguió el resplandor blanco de una escotilla al fondo de uno de los tres pasillos del sector que quedaba por revisar. Al veterano le pareció que explorar ese descubrimiento podría ser una buena baza para redimirse ante Ferreira y sus bromas, y se internó unos metros en el corredor para intentar ver más. Schlecker le suplicó que no le dejara solo.

—Voy a echar un vistazo en ese pasillo —le dijo, haciendo un gesto con el arma hacia el corredor—. No tardaré nada.

El joven le miró inquieto.

—Nuestras órdenes son esperar aquí —objetó casi sin voz.

—Claro, pero si adelantamos un poco la exploración, será mejor. ¿No te parece?

—Pues entonces te acompañaré. No quiero quedarme solo.

—No. No podemos abandonar la posición. Además, será solo un momento. De todas maneras no me pierdas de vista. Yo también estaré pendiente de ti.

Cobián se despidió sin más y se adentró en el pasillo. Una docena de metros después no tardó en lamentar su iniciativa. A pesar de la claridad del amanecer apenas se veía nada.

El suelo cubierto de hojas muertas se volvió blando como arena de playa. Las ramas cedían y crujían bajo sus botas hasta quebrarse con traquidos apagados. Un instante después estaba seguro de que alguien oculto en la espesura le estaba acechando porque oía roces y chasquidos acompañando su avance. Se detuvo y preguntó tímidamente hacia la selva:

—¿Ferreira? ¿Eres tú?

No obtuvo respuesta.

—¡Por favor! ¡No juegues conmigo! —suplicó a la oscuridad.

Le respondió el zumbido agudo de un insecto al pasar por su lado a toda velocidad y perderse en la fronda.

Se volvió y vio a Schlecker en un extremo del pasillo, pendiente de él. En el otro lado estaba la escotilla, a unos veinte o treinta pasos. Tragó saliva con esfuerzo. Para no quedar como un cobarde ante el novato, siguió adelante. Más allá, la vegetación se hizo más tupida y los insectos más abundantes y atrevidos. Aplastó uno que se le había posado en el cuello de una palmada y exclamó entre dientes:

—¡Maldita sea!

Cada paso le resultaba más difícil. Se volvió y allí continuaba Schlecker con la mirada fija en él. No dejaba de observar sus movimientos, lo que le obligaba a continuar adelante.

La escotilla se distinguía con claridad. Le pareció que ya había llegado suficientemente lejos y quiso volver; sin embargo se vio obligado a seguir un poco más porque el joven no le quitaba la vista de encima. Quiso asegurarse de que le veía. Hizo una seña levantando el brazo y Schlecker le respondió.

De nuevo se dejó oír el ¡clac!, de una rama al romperse. Cualquier cosa perversa parecía posible en aquel lugar. Iluminó a su alrededor pero el estrecho haz de su linterna no logró penetrar en el follaje tupido. Hacía muchísimo calor, le dolía la cabeza una barbaridad y sudaba a mares.

Una rama fue tronchada a su lado y se escondió torpemente tras unas hojas. El zumbido de una colmena se dejó oír de repente, agudo y amenazador, y luego se apagó. Sondeó las tinieblas con la vista, atemorizado. Nada. No había nada pero la quietud era amenazadora. Apagó la linterna y los ruidos destacaron mucho más. Tantos sonidos extraños le desorientaban.

El tiempo y el espacio parecieron congelarse durante largos segundos. Durante ese rato no percibió ningún ruido, no notó ningún movimiento y no vio ningún insecto en el aire. Aferró con fuerza su arma, resbaladiza debido al sudor de sus manos. Tuvo el temor de estar pasando por alto algo fundamental para su supervivencia.

Un insecto con una mancha roja en el lomo se posó en su mano derecha y extrajo de su abdomen un tremendo aguijón. Al verlo y comprender que se trataba de una abeja Pyon-Lai, el veterano estuvo a punto de salir chillando de su escondite.

Con los palpos a lado y lado de su cabeza, la Pyon-Lai le exploró la piel y luego bebió su sudor atraída por su sabor salado y haciéndole cosquillas. Cobián creyó que el animal se estaba preparando para picarle y se creyó morir de la angustia que le produjo la situación, pero el insecto, una vez saciada su curiosidad y su sed emprendió el vuelo.

Algo grande y claro se movió con sigilo tras el follaje, a su derecha. El veterano contuvo la respiración unos segundos en un intento por pasar desapercibido pero no tardó en iniciar un ruidoso jadeo y, por mucho que intentó controlarse, no pudo controlarlo.

Escrutó con atención. A la luz incierta de la amanecida creyó ver algo emboscado tras unos matorrales junto a él.

Miró de nuevo hacia el pozo. Schlecker estaba de espaldas. Parecía apuntar hacia la espesura como si enfrentara una amenaza. El sonido de una ligera fricción le hizo volverse de golpe otra vez hacia las hojas a su lado. Algo había cambiado. Ahora podía ver el brillo maligno de unos ojos que le miraban fijamente a menos de un metro de distancia.

La mirada diabólica le clavaba en el alma la certeza de que estaba condenado a una muerte segura y horrible, y que no la podría evitar de ninguna manera por mucho que se defendiera. Retrocedió aterrorizado. La mirada siniestra continuó fija sobre él.

No pudo aguantar más la tensión. Salió de su escondite precipitadamente y retrocedió a grandes pasos, de espaldas por el pasillo hacia el pozo de cero g, sin quitar la vista del fondo del corredor y con el dedo engarfiado en el gatillo. Tropezó y cayó al suelo. El fusil no se disparó porque llevaba puesto el seguro.

Cobián se levantó y corrió a toda prisa hacia la seguridad que le daba estar junto a otra persona. Disimuló su inquietud y el miedo que había pasado y le preguntó al joven con aplomo muy bien fingido:

—¿Qué pasa? He venido corriendo al ver que apuntabas a algo. ¿Qué era?

—Creo que alguien… o algo me estaba mirando. Estaba allí —y le señaló el pasillo por el que se habían ido Ferreira y Baxter—. Le di el alto y le apunté, pero desapareció antes de que pudiera disparar.

—Bien hecho.

—Y tú, ¿qué encontraste?

—Un almacén vacío. Nada más.