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Cubierta 3
Guillermo y Ferreira salieron a la carrera del almacén en respuesta a los gritos de Cobián, con sus luces perforando la oscuridad. Cuando le alcanzaron, el veterano apuntaba con su arma a la boca alta del pozo, temblando de nervios y excitación. Les explicó con contundencia:
—Un ser extraño, ¡diabólico!, se asomó. Le ahuyenté y ¡me chilló como un histérico el muy hijoeputa!
—¿De veras? —le preguntó Guillermo escéptico. Levantó la cabeza hacia el cero g sin ver nada dentro y luego miró a Ferreira con una mueca de interrogación.
El cabo, iluminado por Cobián como un espectro, le devolvió la mirada. «Es un viejo y está cagado de miedo, ¿qué otra cosa puedes esperar?», dijeron sus ojos. Y a continuación se encogió de hombros.
Un nuevo rayo de luz se abrió paso desde las profundidades del pozo de cero g y tras él apareció Beatriz. La Viuda pasó de la ingravidez del tubo al peso de la cubierta con un gesto elegante y natural y apenas inspiró el aire de la cubierta volvió de nuevo al pozo. Tras varias entradas y salidas logró salir. Después de retener una arcada les dijo que Grissom la había enviado a ver qué pasaba, inquieto porque tardaban mucho. El grupo estaba impaciente y muy asustado. Añadió:
—Eva capturó algunos insectos. Son artificiales. Dice se utilizan para polinizar en sustitución de los naturales. En su opinión aquí tiene que haber cultivos, por imposible que pueda parecer.
Guillermo cruzó una mirada de extrañeza con el cabo y se volvió hacia ella. Le dijo:
—Aún nos queda mucho que explorar. Según Cobián, tenemos un monstruo dentro del cero g. ¿Lo comprobamos? —les dijo.
Ferreira metió la boca del fusil en el hueco superior y después echó un vistazo precavido hacia arriba. Momentos después confirmó que había algo en el interior del conducto.
—Un pirata más muerto que mi bisabuela —les dijo al cabo de un instante—. Con este hacemos siete.
—Solo nos falta uno —observó Guillermo.
Beatriz les miró de hito en hito, con un gesto de interrogación. Guillermo le explicó lo que habían descubierto hasta el momento. A medida que se iba enterando, la expresión de la Viuda se fue ensombreciendo. Mientras, Ferreira entró en el pozo y sacó el cuerpo de un hombre con el cráneo cortado limpiamente justo por encima de las orejas.
El cadáver había quedado flotando boca abajo a merced de las corrientes del tubo y su olor era terrible. Lo que Cobián había visto asomar era la cabeza del muerto con medio cerebro al aire. La otra mitad no parecía estar en el pozo.
Sacaron el cuerpo entre los dos y lo llevaron a rastras hasta la barricada de la cocina. Allí, mientras Guillermo examinaba el corte, Ferreira se chanceaba cruelmente de Cobián a lo que este le respondía de malos modos.
Después, venciendo su asco hacia los insectos, Guillermo inspeccionó los otros cadáveres. En todos vio lo mismo: cortes limpios en vértebras, cráneos y órganos. Todas las incisiones eran de bordes perfectos e imposibles de conseguir con las armas que conocía. Tuvo un escalofrío: ni rastro de tejido nervioso.
—Viuda, nosotros nos vamos a explorar la siguiente cubierta, la de hibernación —le dijo Guillermo, señalándose a sí mismo y a Ferreira—. Este nivel está limpio.
Beatriz asintió y volvió a la cubierta inferior para comunicar la novedad al comandante Grissom. Cobián la siguió inmediatamente pozo abajo sin esperar ninguna autorización.
Guillermo y Ferreira ascendieron en silencio hacia el tercer nivel. Conforme subían, el aire perdía la pestilencia y se volvía más húmedo. El resplandor en el interior del tubo permitía ver los detalles de su interior pintado de color gris, incluso el enorme número 3 pintado en blanco un metro antes de la salida.
Asomaron la cabeza por el borde del pozo y quedaron atónitos. Dondequiera que miraran era igual. Estaban en el centro de una rueda cuyos radios eran los blancos cofres de hibernación, perfectamente alineados hasta donde alcanzaba la vista. Cada cofre estaba alumbrado por grupos de luces suspendidas del techo que iluminaban plantas. La sala de hibernación ya no criogenizaba personas sino que servía para producir cultivos hidropónicos.
La quietud, el orden radial exacto y homogéneo, el silencio roto aquí y allá por el siseo ocasional de la nebulización del agua y los insectos volando pacíficamente de un lado a otro convertían la cubierta en un lugar completamente opuesto a la cubierta inferior.
Allí estaba la plantación que había predicho Eva, de donde habían surgido los insectos artificiales necesarios para la polinización. Guillermo pensó que la idea del El Mudo había sido simple y perfecta: convertir el faro en una granja para aprovisionar sus naves de comida fresca y hacer la aguada en un lugar suficientemente remoto y abandonado, lejos de cualquier curioso. El pirata se las había ingeniado muy bien y muy barato para aprovechar en su propio beneficio el equipamiento de sus enemigos.
Si en los niveles superiores sucedía lo mismo, en ese faro se producían agua y alimentos naturales para mantener durante varios meses la tripulación de una nave de combate de tamaño mediano con una alimentación mucho mejor que la de cualquier nave de la Armada y que la de muchos transestelares de pasajeros. Nadie tenía algo así.
Ferreira le señaló una tomatera cercana y ambos se precipitaron a devorar los frutos con avidez, sin preocuparse de que el jugo de los tomates les chorreara. Guillermo identificó una rabanera a su lado y, más allá, unas zanahorias. Entre los dos, riendo como niños, improvisaron la ensalada más sabrosa de su vida.
Cuando se hartaron de comer comenzaron a deambular entre los cofres, sin importarles otra cosa que picotear y disfrutar de su descubrimiento aunque fuera lo último hicieran antes de morir por el disparo del octavo pirata, si estaba oculto entre los cofres y aprovechaba la ocasión para abatirles.
Acariciaban las hojas de las plantas para disfrutar de su tacto y sentir su vitalidad, algo imposible viviendo de astronave militar en astronave militar. Y ante el recuerdo de la hambruna pasada a bordo de la Tomahawk y aún estando saciados, la boca se les hacía agua pensando en la inmensa cantidad de sabrosa comida que albergaba la instalación.
Al fondo de uno de los pasillos, divisaron una escotilla. Al abrirla, un potente chorro de luz les hirió los ojos y les envolvió una vaharada de aire cálido con un fuerte olor a tierra húmeda. Tras un largo y abundante lagrimeo y mucho pestañear para acostumbrar la vista a la intensa luminosidad, lograron ver que unos proyectores instalados en el techo de la sala iluminaban con fuerza el mayor sueño de cualquier astronauta: un jardín de plantas exóticas de mil colores cargadas con frutos de aspecto delicioso. Había naranjas, fresas, limones, papayas, manzanas, nísperos y melocotones todos ellos grandes y jugosos, en su punto de maduración y listos para ser recolectados.
—Si nos han de matar… ¡que sea comiendo! —exclamó Guillermo echándose el fusil al hombro y llevándose a la boca unas moras grandes como ciruelas.
Ferreira sonrió de oreja a oreja y le contestó exageradamente formal:
—Si me lo permite, sargento, creo que nunca en su vida tendrá más razón que ahora. Quiero probarlo todo.
El cabo se detuvo ante unas ramas de las que colgaban a pares y a tríos unos frutos rojos. Preguntó señalándolos:
—¿Sabes qué son?
—Son cerezas, si no recuerdo mal. Nunca las he probado. Creo que tienen hueso.
—¿Y cómo sabes lo que son?
—Lo tuve que estudiar —Guillermo prefirió callarse que pudo comer todas las cerezas que quiso mientras fue uno de los candidatos a Guardián del Estilo.
—¿Tienes estudios?
—Fui médico antes de entrar en el Anónimo.
Ferreira sonrió:
—Algo muy malo debiste de hacer, doctor. ¿Te cargaste a alguien como hizo Baxter?
—No. Lo mío fue mala suerte, solo mala suerte. Mira, ¿ves esas frutas amarillas? Eso son limones. Se comen sin piel. Su zumo es muy ácido y a veces se exprimen sobre la comida para sazonarla. Aquello son naranjas. También hay que pelarlas y, por el contrario, son dulces.
Varias cerezas después, Ferreira le dijo:
—Después de esto, su puta madre va a volver a la Tomahawk. Solo por esto merece la pena hacerse pirata.
Guillermo asintió vigorosamente con la cabeza. Mientras mordía unas fresas y se deleitaba en su jugosa dulzura y su sabor, comprendió que ninguno saldría vivo de allí. Quizá esas frutas fueran su último placer. Ni El Mudo ni sus competidores les dejarían con vida después de haber descubierto su despensa.
Acalló su lado reflexivo para dejar sitio al Guillermo Gitzi pragmático y se llenó los bolsillos con toda la fruta que cupo en ellos.
—¿Habrán sido los de Owens y Merryl? —le preguntó Ferreira—. Los que mataron a los de El Mudo, me refiero.
—¿Quién si no?
—Habrán vuelto para informar. Este lugar —tragó e hizo un gesto para abarcar el faro—, está desierto.
—Eso creo yo también, pero debemos continuar. Al menos saldremos de dudas con el estómago lleno. Quién sabe qué más encontraremos en este faro para comer, ¿no te parece? Seguro que encontramos más cultivos o incluso animales.
—Eso sí que sería un milagro —replicó Ferreira cerrando los ojos y pasándose la lengua por los labios—. Me muero por comerme un pollo. Entero. Al horno. En una bandeja con su jugo. ¡Ufff! Solo lo comí una vez, hace años, y aún sueño con su sabor.
Guillermo le señaló unos sacos:
—Usemos un par para llevar comida a los demás, ¿de acuerdo? —le dijo—. Luego seguimos, ¿de acuerdo?
Ferreira asintió. Dejaron los sacos llenos de fruta flotando en el interior del cero g para recogerlos a la vuelta y continuaron la ascensión con toda clase de precauciones, uno junto al otro como si lo hubieran hecho juntos desde reclutas.
Desde el borde del pozo se veía todo oscuro. Saltaron a la cubierta y se encontraron rodeados por una jungla de vegetación del color de las esmeraldas, desmesurada y desconocida.
Nunca habían visto con tanta abundancia unas plantas tan grandes y tan inquietantemente llenas de vida cuando la brisa de los acondicionadores de aire agitaba caprichosamente sus hojas.
El techo de la cubierta era tan elevado y el aire era tan húmedo que la bruma lo ocultaba. Llegaba a entreverse en ocasiones, cuando se formaba un remolino y la niebla se apartaba en jirones tenues y elegantes.
Guillermo distinguió doce corredores ordenados radialmente como en la cubierta inferior. Entre pasillo y pasillo se levantaban las estructuras de acero desnudas de unos edificios semejantes a estanterías gigantescas de tres y cuatro pisos de altura en cuyos forjados crecía la selva de plantas enormes que estaban contemplando. Se sintió tan pequeño como de niño, cuando en la inclusa le llevaron a su primera inmersión completa en un tanque erreuve para conocer los legendarios jardines colgantes de Vieja Tierra en la desaparecida y no menos mítica ciudad de Babilonia.
El pobre resplandor de los últimos minutos del día terminó de desaparecer tras las paredes del cráter y la selva quedó sumida en una profunda oscuridad. Antes de que la luz desapareciera del todo, alcanzaron a distinguir entre los edificios un barroco y siniestro laberinto de puentes y escaleras a diversas alturas.
La sensación de peligro que tuvo Guillermo entonces fue casi física. Un instante después llegó el sobresalto porque, como obedeciendo a una programación del período nocturno y con un sonoro chasquido, se encendieron en el techo unas lámparas amarillentas como estrellas brumosas creando en la selva una penumbra de sombras inquietantes. Un segundo después echaron a revolotear insectos desde minúsculos hasta del tamaño de un pulgar, que parecían haberse animado a volar al ver la luz de esos pequeños soles.
Guillermo escrutó a su alrededor en busca de enemigos pero no vio otra cosa que una selva impenetrable cayendo sobre pasillos alfombrados de hojas y raíces. De súbito, su sensación de peligro se desvaneció como si la fuente del mal se alejara de él. Se adentró unos pasos en el pasillo más cercano seguido de Ferreira y tuvo la sensación de romper algo con su presencia. De súbito se levantó el zumbido pesado y grave de un enjambre que calló un momento después.
Ferreira no quiso avanzar un paso más. Le susurró:
—Tengo un mal fario de cojones. ¿Tú no?
—Yo igual.
—Lo mejor será replegarnos, ¿no te parece? —le sugirió—. Esto es demasiado grande para nosotros dos.
Guillermo le respondió con un gesto afirmativo de la cabeza y Ferreira no necesitó más para desaparecer hacia abajo por el conducto.