3
Gitzi
El sargento Guillermo Gitzi llegó al almacén con las tartas intactas. Al verlas, apetitosas y recién hechas, Abd-El-Talleh le dirigió una mirada cínica y le dijo:
—¿Sabes? Siempre he tenido ganas de hacer esto —y con movimiento elocuente se untó el índice derecho con la nata inmaculada abriendo un surco irregular y obsceno en la superficie de cada uno de los pasteles—. Bien, deuda pagada. Como no podía ser menos.
El jefe desapareció sin más tras una compuerta con las tartas y poco después volvió con un equipo de policía militar en las manos. Guillermo miró con envidia la línea blanca de nata en su negro y denso bigote «¿No dices en tus sermones que los bienes terrenales se deben compartir, hijoeputa?», pensó.
—Anoche no tuviste suerte a las cartas con el balgale. Espero que la mala racha se te haya pasado y no te suceda lo que a David: aplastado como una cucaracha dentro del finger o envenenado, como la pobre Elisabetha Bien Phu —le dijo al dejar el equipo en el mostrador. El jefe hizo una pausa dramática durante la cual le miró con gravedad, como si quisiera advertirle sin palabras que esa sería la última vez que le vería vivo. Después continuó—: Vas a entrar en el hito del Diablo y te vas a ver cara a cara con los Ángeles de Lucifer. Más allá de ese faro está el infierno, por eso llaman a esta ruta La Abandonada aunque yo creo que es La Maldita. Aún estás a tiempo de convertirte a nuestra fe y salvarte de la maldición que castiga a quienes violan la paz estelar. ¿Qué me dices?
Guillermo le respondió con la misma seriedad:
—Que muy mal debe de estar el diablo para buscarse amigos por aquí. Gracias de todas formas.
El jefe del almacén le miró con mucha seriedad unos segundos.
—¿Estás seguro? Es tu alma lo que está en juego.
—Completamente.
—Imaginaba tu respuesta.
—¿Qué quieres? Soy ateo.
—Eres demasiado ateo, Guillermo. No crees en nada, salvo en ti mismo. ¿Sería mucho pedirte, el Ángel Maldito no lo quiera, que si no volvieras me pudiera quedar con tu libro impreso de las Mil noches y una noche?
Guillermo negó con la cabeza.
—No será necesario, jefe Abd. Volveré y jugaremos la revancha.
—¿Te vas a llevar el libro?
—Nunca lo dejo a bordo —y añadió en tono cómplice y sarcástico—: Dicen que en esta nave hay ladrones, ¿no lo sabías?
Abd-El-Talleh dio media vuelta y volvió al interior del almacén. Guillermo hizo una mueca de disgusto, fastidiado por haber perdido al balgale y por haber usado todos los bonos de redención de pena ganados en el gimnasio para pagar a Landström, el cocinero, como precio por robar los ingredientes de la despensa de Doolittle y hacer las tartas para pagar su deuda. Pero estaba molesto sobre todo porque el jefe Abd no hubiera tenido la gentileza de invitarle a probar ni siquiera un pedazo de pastel.
Cogió el material de mala gana y comprobó la munición. Dos dardos. El arma a media batería y su cañón magnético ligeramente torcido. No le gustaba el papel de policía militar porque significaba convertirse en una extensión de Elvira, pero era un trabajo cómodo y agradecido porque los faros estelares eran los únicos lugares donde ellos controlaban a Elvira y no al revés. Solo se grababa lo que ellos querían.
Además, lo mejor era que a cada uno le daban ración doble de comida.