8
El finger
Ante ellos se extendía un corredor flexible de plástico blanquecino, rigidizado con cuadernas metálicas rectangulares repartidas a intervalos iguales, que serpenteaba suavemente como si les esperara amable. Cada cuaderna tenía dos lámparas y así las luces llegaban, como en el corredor de una mina, hasta la escotilla del faro al final del pasillo.
Contra el blanco lechoso del tejido plástico de las paredes resaltaban numerosos y fúnebres crespones negros que no eran otra cosa que los retales de parche utilizados para arreglar las rasgaduras y los agujeros de los muchos años de servicio. En las cuadernas podían verse algunas esquinas y lados reforzados mediante enormes cordones de soldadura aplicados para reparar las roturas de los últimos accidentes.
Guillermo empujó adentro a un remiso Schlecker, que vaciló en el umbral al ver el alarmante aspecto precario de las cicatrices del finger. La escotilla se cerró a su espalda con un sonoro siseo. Incluso con la máscara y las gafas de protección sentía los pinchazos del frío como pellizcos minúsculos y dolorosos en la piel. Su aliento se convertía en escarcha sobre las pestañas y le dolía la poca superficie de frente que la capucha y la máscara dejaban al descubierto.
El campo magnético de sus botas reglamentarias mil veces utilizadas por otros tantos tripulantes antes que él apenas tenía potencia y era difícil andar con seguridad porque las suelas patinaban sobre pavimento, helado al congelarse la humedad del aire.
Esperaron hasta que Grissom dio la orden y entonces avanzaron todos la pierna derecha para dar el primer paso y así sucesivamente. Con la marcha, el finger inició un serpenteo más o menos sincronizado con el avance del destacamento, pero acompañado de siniestros y sonoros crujidos. A cada paso, Schlecker temía oír el ¡crack!, de una cuaderna al romperse o el insidioso silbido del aire que le habían dicho que anunciaba la inminencia de una descompresión explosiva. Nicolás, al frente, no se atrevía a volverse e inspeccionar el paso de la fila para que no se le viera el miedo en la cara.
Schlecker no dejaba de corregir a voces la cadencia con la que caminaban los demás porque el ritmo de la marcha no le parecía suficientemente perfecto. Baxter, harto de oírle, decidió fastidiarle. Sin advertir a nadie de lo que iba a hacer, se dio impulso y comenzó a avanzar flotando por encima de las cabezas de sus compañeros apoyándose en las paredes del finger con la seguridad que da la práctica.
Eva le gritó:
—¿Qué haces, Jack? ¡Vuelve a la fila, idiota!
El ritmo de la marcha se desbarató algo al paso siguiente y por completo tres pasos después. El conducto se retorció como un ciempiés que se desperezara de un sueño y ante el horror general, las paredes de plástico iniciaron unos chasquidos como agitadas por un vendaval, con los parches a punto de despegarse.
Se agarraron con fuerza para no caer y un poco más tarde, el zarandeo pasó a ser rápido y brusco con lo que el finger se convirtió en un gusano que se sacudía en todas direcciones tal que si hubiera sido mal atravesado por un anzuelo. Las cuadernas rechinaban y algunas de ellas se doblaron al lado de Nicolás de una manera tan inverosímil que parecía imposible que no se hubieran roto.
—¡Capullo! —le gritó Ferreira a Baxter—. ¡Tienes que avisar antes de volar, hijoeputa!
Y luego se dirigió al resto:
—¡Sois unos inútiles! ¿No sabéis cómo calmar un finger encabritado?
—¿Oís cómo cruje? ¡Se va a romper! —chilló Schlecker, histérico—. ¡Se va a romper!
—¡No os mováis, ya me encargo! —gritó Ferreira con urgencia en la voz.
Por su parte, y aunque estaba aterrado, como sabía que les estaban observando desde el puente de mando de la nave, Nicolás no quiso perder la dignidad de sus últimos momentos antes de que se rompiera el conducto y decidió flotar en ingravidez hasta la escotilla del faro. Guillermo le imitó.
Tras varios minutos de esfuerzos titánicos, Ferreira logró que el finger dejara de agitarse como un animal herido. Cuando finalmente lograron agruparse junto a la escotilla del hito estelar, Nicolás ordenó que la abrieran pero nadie se movió, sino que cada uno se aferró a la guía del finger lo más lejos posible.
A ninguno se le ocultaba que ese era otro de los momentos más peligrosos del abordaje. Si la presión interior del hito era menor que la del pasillo, en cuanto se abriera la más mínima rendija, el tripulante más cercano a ella sería aspirado con violencia hacia el interior y lo mismo sucedería al revés: si la presión del hito era mayor, entonces el desgraciado que estuviera delante de la rendija se vería escupido hacia la nave igual que un dardo en el interior de una cerbatana. Nicolás, sujeto por el brazo a una de las guías del finger, le hizo una seña a Eva para que se adelantara y abriera.
Eva tardó en reaccionar a propósito para que se impacientara y lo hiciera él mismo, pero no tuvo suerte porque el comandante conocía el truco por haberlo utilizado él también.
—¡Vamos! ¡Vamos! —la apremió él, con un gesto de la mano.
La mujer se aproximó a la escotilla con lentitud de muerta en vida. Bajó la palanca que la abriría, pero la barra no se movió.
Intentó con más fuerza.
Nada.
Guillermo temió que la falta de presión interior fuera lo que inmovilizaba la escotilla y se agarró con más fuerza a la guía.
—Quizá se ha atrancado —sugirió Schlecker sin mucha convicción. Nadie le respondió. Añadió—: ¿Qué pasa si no podemos entrar? ¿Nos volvemos?
Eva hizo aún más fuerza.
La palanca bajó y su recorrido se cumplió con un sonoro ¡clang! Cogió el asa de la escotilla para correrla hacia la izquierda.
Comenzó a estirar.
La escotilla pareció moverse y todos retuvieron la respiración. Podía pasar cualquier cosa.
Se abrió una rendija mínima.
Al momento se disparó una alarma repetida, aguda y atronadora como los gemidos de una bestia herida.
Tras un instante de estupor, Baxter salió de estampida hacia la escotilla de la Tomahawk. Al verle, el grueso del grupo le siguió como un rebaño apresurado entre maldiciones, patinazos y golpes a las cuadernas y las paredes del finger, que volvió a encabritarse como antes.
Los crujidos que había tenido el pasillo flexible a la ida se transformaron en sonoros chasquidos y en chirridos, y las paredes se agitaron como si estuvieran vivas. Gitzi pensó en un destello que acabar con una descompresión en el finger era el final lógico después de su mala suerte de las últimas horas.
Una de las cuadernas se quebró con un sonoro quejido y un ¡chas!, final. Sus extremos rotos comenzaron a rozar peligrosamente el plástico de la pared, amenazando con rasgarlo, pero eso no detuvo a nadie sino que Eva se apresuró aún más, adelantó a su ex novio y fue la primera en alcanzar la escotilla de la Tomahawk. Tras ella llegaron Baxter, Schlecker y Ferreira. Los cuatro comenzaron a golpear el casco de la nave exigiendo a gritos que les sacaran de allí. Luego se les unieron Cobián y Nazaret.
El cabo Ferreira retrocedió y preparó la granada de su arma, advirtiendo:
—¡Atentos! ¡Voy a volar la escotilla!
Ninguno pensó en el efecto de la metralla en las paredes de plástico, sino que corrieron a colocarse detrás del cabo. Se agarraron a la guía y volvieron la espalda para protegerse.
De repente, una voz de «¡Alto!» restalló incontestable en el pasillo y en los intercomunicadores como un latigazo por encima del estruendo de la alarma.
El dedo de Ferreira se congeló antes de tocar el gatillo como si lo hubiera detenido una orden divina.
Como si obedeciera al genio de la voz, la alarma calló tan bruscamente como había empezado a sonar.
En el otro extremo del finger, junto al faro, Beatriz y Guillermo se miraron, asombrados de la extraordinaria eficacia que había tenido en sus compañeros aquella orden de su comandante.
Junto a ellos, Nicolás estaba aún más sorprendido porque por fin había logado imprimir a su voz la fuerza le había aconsejado su padre: «Cuando mandes acuérdate: palabras amables y órdenes contundentes». A continuación se dirigió al destacamento ordenando con esa firmeza recién aprendida que volvieran para acabar la misión cuanto antes. Añadió en voz bien alta, con un tono sereno y calmado, muy convincente:
—Si dispara, cabo, ninguno lo podremos contar. Se cargará el finger.
El silencio se hizo pesado y el grupo se apartó lentamente de la compuerta como si salieran de un estado de shock.
—¡Eres un bobo, Ferreira! —le espetó Schlecker alejándose de él.
Guillermo había reconocido la alarma. Era una alerta por microorganismos desconocidos y maldijo por lo bajo porque eso sí que era el colmo de la mala suerte que le había acompañado desde que perdió con Abd-El-Talleh. A partir de ese momento tendrían que pasar una cuarentena en el faro y no podría dar clases a los Guardias de Asalto en el gimnasio para recuperar los méritos que le había dado a Landström y tampoco podría volver a los brazos de María Dulce, la mujer más hermosa y más cara a bordo de la Tomahawk.
Sin embargo, lo que más le desagradaba era que ya no podría hacer como en las misiones anteriores y darse el placer de comer a su gusto las raciones ganadas a los otros jugando al balgale o al niupoquer en las horas muertas. En esta ocasión se tendría que administrar la comida desde la primera hasta la última de las raciones y, además, tendría que dormir amarrado a ellas para evitar que sus compañeros se las robaran durante el sueño.
Miró de soslayo al interior oscuro de la esclusa del hito. Se dijo que, definitivamente, estaba salao: metido de lleno en una racha de mala suerte. «¡Perder con el idiota de Abd! ¡Qué vergüenza! Si al menos le hubiera ganado un pastel».
Nazaret dio media vuelta y cruzó flotando hasta el hito. El resto, como un racimo que se desgrana, le siguió a regañadientes.
De la escotilla abierta comenzó a salir un hedor penetrante y nauseabundo. Guillermo identificó de inmediato el olor de los cadáveres descompuestos.
—¡Huele a muerto y a azufre! —exclamó Cobián—. ¡Abd-El-Talleh tenía razón! ¡Es el hito del Diablo!
Schlecker les maldijo a todos y a todo. A continuación les culpó sin excepción de lo que le había sucedido desde que llegó a Isla Soledad:
—¡Nada bueno, todo malo! —les gritó. Luego condenó el día en que se le había ocurrido enrolarse para vengar la desaparición de sus hermanos a manos de los piratas y renegó una y otra vez de la mala hora en que quiso convertirse en astronauta. Terminó chillando—: ¡Este lugar está maldito! ¡Lo dicen todos a bordo! ¡Estamos muertos! ¡Muertos!
Baxter, que no había abierto la boca hasta el momento, señaló la rendija con el dedo y dijo con voz fúnebre:
—Ese olor es una advertencia evidente. Mejor no entrar.
—¿Desde cuándo eres supersticioso, Jack? —le preguntó Eva.
—¡No soy supersticioso! —le replicó airado—. ¡Es porque el aire está contaminado y… !
Schlecker anunció, interrumpiéndoles:
—¡Yo me vuelvo! ¿Quién se viene conmigo?
—¿Estás loco? —le replicó Cobián—. ¡Elvira te puede oír aquí!
—¡Silencio! —cortó Nicolás—. ¡Todos adentro! ¡Linternas!
Schlecker respondió cruzándose de brazos. Ferreira, pálido como un muerto, optó por desafiar abiertamente la orden. Avanzó un paso y apuntó a Nicolás con el fusil:
—Jódase usted y que se joda Elvira. Yo no voy a entrar.
Se hizo un silencio absoluto. En esa quietud, el crujido de las cuadernas parecía contar los segundos de tensión entre los dos hombres al compás de las serenas oscilaciones del finger.