17
Lavaléndula
La luz del amanecer entró por los tragaluces de la cubierta y con ello la selva se hizo más simple y más sencilla de explorar. Alumbrado por esa nueva luminosidad, la jungla dejó de ser insidiosa para Baxter pero ni siquiera entonces dejó de odiar a los insectos que, por alguna razón desconocida, preferían picarle a él antes que a Nazaret.
—Debe ser que les gusta el vinagre que llevas en la sangre —le dijo esta en respuesta a su queja.
—Llevamos demasiado tiempo despiertos —le contestó Baxter, como si no hubiera oído su comentario. Nazaret se encogió de hombros.
Se detuvieron ante un área circular extrañamente despejada de plantas que cortaba el sendero. El círculo estaba cubierto por un extraño manto similar a una piel grisácea de pelo corto, como un césped áspero del color de la ceniza. Más o menos en el centro de ese lugar inesperado crecían unos tallos delgados, la mayoría de ellos tan altos como un hombre, cubiertos de filamentos blancos. Estaban agrupados en ramos esbeltos y apretados de cinco o de seis, separados entre sí poco más de un metro. Ante el aspecto que el claro tenía de trampa, Nazaret buscó una forma de rodearlo.
Baxter no prestaba atención. Tenía el pensamiento obsesionado con dos cuestiones. Una de ellas la turgencia del pecho de Beatriz. La otra era encontrar la mejor manera de acabar con Ferreira sin que le cargaran el asesinato.
En ese momento decidió que un envenenamiento con la solanina contenida en las hojas de la patata que se cultivaba allí sería lo más adecuado ya que no tenían nada con qué analizar la bebida o la comida y a nadie le extrañaría que hubiera una baja por problemas digestivos después de una alarma biológica.
Estaba convencido de que las risas que había escuchado de Ferreira mientras hablaba con Eva eran la prueba irrefutable de que el cabo era un tipo indigno, traidor e irrespetuoso. Sabía que Ferreira estaba dispuesto a robarle la novia y él estaba dispuesto a evitarlo. Eva nunca había dejado de ser suya, y su alejamiento actual no era otra cosa que el típico descanso de cualquier relación de pareja.
Lo eliminaría preparándole un té pero le faltaba con qué disimular su sabor amargo. Rio para sus adentros: la propia Eva le explicaría con qué planta podría endulzar la muerte de su nuevo amigo.
A veces pensaba que ella había besado al cabo, engañada por sus palabras dulces o sus promesas. Ante esa imagen le temblaban las manos de rabia y tenía la necesidad de estar junto a Eva y ver con sus propios ojos que todo iba bien.
Miró a Nazaret, que oteaba el lugar. En lugar de una mujer él veía un monstruo. Se sintió avergonzado por los pensamientos sexuales que le producía y los apartó de su imaginación junto con el recuerdo de las veces que tuvo sexo con ella, como si hubiera sido algo que nunca hubiera pasado y como si nunca hubiera tenido su cuerpo entre las manos y nunca la hubiera deseado. «Eso», se dijo después de cada vez y se repitió ahora, «nunca ha sucedido. Solo fue una fantasía».
La luz del amanecer, el suave dolor de cabeza y el temblor de sus manos le recordaron el peligro al que estaban sometidos. Aprovechó que Nazaret escudriñaba el lugar para tomarse a escondidas otra cápsula de reforzador inmunitario junto con un antibiótico y un antipirético para mantener la fiebre a raya. Pensó en Beatriz y apartó dos pastillas para dárselas, «pero solo si se porta bien», pensó.
—Baxter, ¿has visto alguna vez algo así? —le preguntó Nazaret después de un buen rato de inspeccionar desde lejos las sombras y cada uno de los ramos de espigas que crecían en el calvero—. ¿No tienes hambre? Tengo ganas de volver abajo. Estoy que me muero por unas frutas.
—Ya es la hora de cenar. Eso parecen cactus muy crecidos y muy delgados. ¿Esperas a alguien o vamos a atravesar este jardín? —le preguntó con cinismo.
—Esto no me gusta. Aquí hay algo que no está bien.
—Los que no están bien son nuestro comandante, que está muerto de miedo, y Ferreira, que le viene grande la misión.
Nazaret no le hizo caso. Dio un paso al frente y algo crujió bajo su bota. Era el caparazón de un insecto muerto. A su lado había otro y otro más.
Se agachó en el borde del claro, medio cuerpo fuera y medio cuerpo dentro, y examinó el suelo con detenimiento.
La sombra de unas líneas se movió rápida hacia él.
Baxter, de espaldas, pensaba en cómo hacer que Ferreira se bebiera el té sin desconfiar.
Nazaret levantó la vista.
Los tallos más cercanos estaban prácticamente sobre él.
Se echó atrás de golpe, asustado, y las plantas volvieron a su posición original.
Entonces se dio cuenta de que lo que parecía un césped ralo era en realidad una superficie cubierta de caparazones vacíos.
Un escarabajo volador comenzó a atravesar el claro en dirección a unas plantas del otro lado. Al momento, el ramo más cercano se agitó con un latigazo y el insecto quedó pegado a las hebras del tallo. Unos segundos después, el tallo se inclinó hacia el borde del claro y dejó caer el caparazón allí. En ese escaso tiempo, la planta había vaciado al infortunado escarabajo por completo. Sin embargo, instantes después, el insecto se movió y despegó desde el suelo, esta vez rodeando el claro. Era mecánico.
—¿No lo viste? ¡Esa planta me estaba atacando! —le reprochó Nazaret—. Me podías haber avisado.
—¿Plantas asesinas? —le replicó Baxter, que se dio la vuelta y le encaró—. Estás mucho más loca de lo que pensaba.
Nazaret no quiso discutir.
—Evitemos este sitio. Por cierto, ¿tienes en tu botiquín algo para este dolor de cabeza que me está matando?
—No tengo nada para eso —le mintió pensando: «A ti te voy a curar, monstruo»—. Solo llevo vendas, cuatro pastillas y sal de frutas para las digestiones pesadas. Luego, si quieres, te hago un masaje e igual se te pasa.
—No hará falta, gracias —le replicó Nazaret, reprimiendo un escalofrío ante la posibilidad de volver a ser tocada por él—. Creo que me duele tanto por culpa de este aire tan cálido y tan denso.
Llegaron a un puente. Al otro lado se veían unos árboles de los que colgaban unos frutos de color naranja. El estómago de Baxter rugió de hambre. Exclamó:
—¡Por fin árboles normales! ¡Son mandarinos como los de Vieja Tierra!
—¿Tú crees? No parecen mandarinas y son demasiado pequeñas. Creo que tampoco tienen la piel tan rugosa.
—¿Qué sabrás tú, que no las has comido nunca? ¡Yo soy nacido allí! ¡Las comía de pequeño!
El médico cruzó el puente corriendo e intentó arrancar uno de los frutos. En cuanto estiró de él sonó un chillido agudo de mujer que se dejó oír en toda la cubierta, y el árbol se agitó entero como movido por un vendaval.
Baxter agarraba el ojo de un insecto enorme y estaba a punto de ser ensartado por su aguijón. Ese momento, Nazaret disparó su fusil eléctrico y la criatura, una especie de libélula enorme, cayó muerta justo antes de taladrar el cuerpo del médico.
Ambos dieron media vuelta y se fueron a toda prisa por donde habían venido para volver al pozo de cero g. Nazaret pensó que ojalá hubiera errado el tiro.