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Órdenes

Al llegar a su destino, se cuadró con un saludo perfecto ante el oficial de guardia en el centro de mando, el teniente Steve Morales. Este correspondió con la cabeza, señalándole la pantalla con las tareas previstas para las doce horas siguientes.

Nicolás se llevó una sorpresa desagradable. En lugar de estar anotado su nombre en el relevo como oficial de guardia en Intendencia, estaba el de Tomás Mumm, otro capitán degradado.

Repasó con incredulidad el tablero de tareas y enrojeció todavía más. Le habían puesto al mando de un desembarco en el siguiente faro estelar a pesar del agua de ducha y del dinero contante y sonante que pagaba cada semana a Nascalo, el primer oficial de la Tomahawk, para que eso no sucediera.

—Lo siento Nicolás —le dijo Morales, que tuvo que mirarle dos veces porque le parecía imposible ver una mancha blanco amarillenta en el uniforme siempre impecable de Grissom.

—¿Quién lo ha ordenado? —le preguntó.

—Nascalo con una orden directa —al verle como una pavesa y con la expresión desolada, se compadeció—: No te pongas así. Estamos en el fin del universo y más allá de aquí no hay nada y tampoco ha pasado nada en estos cuatro meses, salvo el acciden… —Morales corrigió—: Sería mucho peor que estuviéramos en una zona inestable o de piratas.

No le contestó. Una misión en el exterior de la nave le daba miedo por varios motivos y, además, estaba indignado porque Nascalo le había estafado. Que la orden fuera directa indicaba que alguien le había pagado más, seguro que a causa del miedo a otro accidente como los sucedidos en los dos últimos desembarcos.

Se disculpó ante Morales y salió del centro de mando para llamar a Nascalo y hacerle una oferta muy generosa, pero el primer oficial rechazó sus llamadas. Estuvo a punto de ir a pedirle explicaciones y negociar una nueva cantidad de dinero o de agua de ducha, pero no se atrevió por temor a las represalias y al efecto que podía tener su actitud en el recurso contra su condena.

El miedo le produjo unas náuseas repentinas. Nunca antes había dirigido algo así y jamás había sentido curiosidad hacia los faros estelares, unas reliquias del pasado más rancio de la navegación espacial, de cuando las rutas entre las estrellas se sembraban de islas artificiales que hacían de guía en el Cosmos para la navegación y a la vez eran lugares donde refugiarse a la espera de un rescate en caso de naufragio, de problemas o de ataques piratas. Y, recordó que, en ocasiones, esos sanguinarios habían llegado a mover los faros hasta lugares apartados para asaltar las naves con toda tranquilidad abandonándolas luego allí, lejos de cualquier ayuda.

La misión significaba permanecer entre siete y diez días en un lugar oscuro, frío y húmedo intentando reparar algo que nadie necesitaba porque la ruta en la que estaban, conocida como La Abandonada, era la más alejada de la Periferia y nunca había entrado en servicio. Como le había dicho Steve Morales, allí estaba todo por explorar y cartografiar. Estarían completamente solos, lejos de cualquier ayuda y dependientes únicamente de sus recursos. Le temblaron las piernas de solo pensarlo.

La realidad del momento le hizo recriminarse que aún era un estúpido inmaduro al seguir fantaseando con convertirse en explorador. Se avergonzó ante sí mismo al comprobar que ante la oportunidad real de una aventura comenzaba a arderle el estómago como si el miedo le hubiera encendido un horno en las tripas.

Podía morir al pasar de la nave al faro por el desastrado finger de la Tomahawk, como le había sucedido al grupo de mantenedores en el último desembarco o, durante la misión, podía acabar envenenado al respirar aire contaminado con el cianuro de bario desprendido por las células de los reguladores de flujo, como le había sucedido a otro grupo dos meses antes, nada más abrir la compuerta del faro estelar.

Buscó donde sentarse porque no se sostenía de pie.