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Nazaret

Llevaban horas registrando sin éxito el nivel más bajo del faro, la cubierta uno. Era enorme y con una gran cantidad de escondites potenciales. Ferreira miró su reloj. Habían pasado los quince minutos convenidos y silbó alto y fuerte en dirección a Guillermo. Este levantó el brazo y silbó a su vez en respuesta. Esa era la señal convenida de que todo iba bien. Beatriz silbó a su vez su confirmación.

Nazaret estaba agotado pero solo pensaba descansar cuando mataran al Ahrrimán. Apretó las manos con fuerza en torno al pasamano de la barandilla y se dejó hipnotizar por el dibujo barroco y perezoso que trazaban las volutas del gas contenedor sobre la superficie del estanque.

Ferreira, a su lado, escudriñaba la maquinaria y las tuberías con el arma a punto, dispuesto a abatir a la bestia en cuanto la viera. El cabo juró que creería en la justicia divina si podía dar muerte a la alimaña en el mismo lugar donde habían encontrado el cadáver de Eva.

Nazaret se apartó de allí y se acercó a las paredes de hielo, que desde lejos parecían un salto de agua congelado. Ferreira le siguió para cubrirle.

Algunos tramos del muro eran inmensos, lisos y homogéneos como si fueran de piel blanca. En cambio, en otros lugares la lisura del hielo se alternaba con grandes grietas que se abrían hasta su pie desde lo más alto y por las que asomaban, como los pliegues de una cortina, las paredes grises y negras del asteroide con su claroscuro de aristas afiladas.

Al principio examinaron con detenimiento todas las grutas y cavernas a la vista, pero su búsqueda dejó de tener sentido ante la enorme cantidad de oquedades y lugares donde podía esconderse un animal con el tamaño del Ahrrimán.

Dieron media vuelta y regresaron al estanque. Allí, cubierto en todo momento por Ferreira, Nazaret se agachó para echar un vistazo por debajo de unos depósitos elevados. Solo había tuberías, llaves de maniobra, cables y cuadros eléctricos. Ni rastro del monstruo.

A lo lejos se distinguía en la bruma la pareja formada por Guillermo y Suirilidam, cerca de la zona de almacenes. A mitad de camino estaban Beatriz e Irdili, buscando también, la humana armada con un fusil, el nam desarmado. En su opinión, las tres parejas se habían separado demasiado, pero el lugar era demasiado grande para mantenerse juntos. Se consoló pensando que, al menos, mantenían el contacto visual.

—El sargento se equivoca —rezongó Ferreira mirando hacia Guillermo—. Tendríamos que poner una trampa. Nos va a llevar media vida registrar este sitio y, para cuando nos demos cuenta, esa fiera nos estará atacando por la espalda.

Nazaret no respondió. Halló una escalera en el borde del estanque y bajó unos peldaños hasta tener las volutas de vapor amarillento a la altura de los ojos. Intentó inspeccionar el espacio entre los conductos y el nivel de la cubierta, pero las olas de gas denso y perlino le tapaban la visión.

Salió apresuradamente del estanque al darse cuenta de que el animal podía estar a centímetros de ella camuflado en la bruma, que era espesa y del mismo color amarillento que su piel.

—No te alejes tanto —le advirtió Ferreira. Luego le preguntó—. ¿Tú crees que a ese bicho le puede gustar un sitio tan frío?

—Yo creo que no —Nazaret se alejó del gas como si temiera que el Ahrrimán fuera a saltar de repente por encima de las olas para ensartarle por el pecho con su sable—. Vámonos. Ya hemos visto bastante.

Ferreira asintió:

—Seguro que no está por aquí. No tenía pinta de que le gustara el frío sino más bien al contrario, me da la impresión.

Un silbido les hizo mirar hacia atrás.

—El sargento se ha adelantado —dijo Ferreira—. Aún no han pasado los quince minutos. No les veo.

—¡Mira! —exclamó Nazaret, señalando un punto sobre sus cabezas.

En una de las pasarelas, a unos quince metros de altura, alcanzaron a ver la mancha blanca de la cabellera albina de Beatriz desapareciendo detrás de una maraña de conductos.

—¡Era Beatriz! ¿La viste? —exclamó Nazaret—. Si que han subido alto ella y el nam.

—Los que parece que no la vieron son ellos —respondió Ferreira señalando hacia donde debían estar Guillermo y Suirilidam.

—¿Qué demonios estarán haciendo ahí arriba?

—Tenemos que ir a buscarla —replicó el cabo con preocupación—. Irdili hará cualquier cosa para evitar que matemos a esa fiera. ¡Ahora entiendo por qué insistió en hacer pareja con Beatriz! ¡Para separarla de nosotros y que fuera más fácil eliminarla!

Nazaret palideció:

—¿Tú crees?

—¡Viéndolos allá arriba, estoy seguro! No creí una sola palabra de lo que dijo y no entiendo cómo Gitzi le pudo creer. ¿Y tú?

—No sé, pero vamos a buscarla. Ahora mismo por si tienes razón —dijo con su voz masculina—. ¿Por dónde se debe llegar antes allá arriba?

Guillermo, mucho más lejos, también había oído el silbido. Él y Suirilidam salieron de detrás de unos contenedores. Vio a Ferreira y Nazaret a lo lejos y les hizo señas, pero parecían discutir y no le vieron. Se encogió de hombros pensado que Ferreira había adelantado su señal por equivocación y entró en uno de los hangares con el nam pegado a la espalda.

Los restos de una pequeña nave espacial en un rincón les indicaron que estaban en lo que había sido una cubierta de estacionamiento para las lanzaderas del faro. Sin palabras y casi sin gestos, se entendieron para repartirse el registro del almacén.

Al fondo, detrás del esqueleto de la cosmonave, había otro navío antiguo medio desmontado, apartado para dejar un amplio espacio de carga delante de la gran compuerta que daba a la esclusa de aterrizaje.

En un lateral de esa gran playa había aparcadas ordenadamente varias carretillas elevadoras, lo que le hizo suponer que la esclusa era operativa y que los piratas utilizaban esa cubierta como muelle de carga de sus propias lanzaderas.

Guillermo estaba seguro de que otros faros situados en lugares también alejados, como los de la zona de Puerto Ron o de Roca Luna, tendrían el mismo uso. Se preguntó si los nam tendrían un pirata tan listo como El Mudo entre ellos. Imaginó que sí.

Sintió el peligro con una intensidad inusitada al salir del hangar. Suirilidam le tomó del brazo y le señaló un punto en lo alto. Muy por encima de ellos, Ferreira y Nazaret andaban por una de las pasarelas más elevadas y se aproximaban a una encrucijada de la que partían dos escaleras, de manera que estaban obligados a desviarse o bien a la derecha o bien a la izquierda. La visión hacia adelante les quedaba obstruida por un enorme depósito esférico del que salían unas tuberías descomunales por debajo.

En las alturas sonó un silbido idéntico a los de Guillermo. El sargento, que no había abierto la boca, sintió un sudor frío presintiendo el drama que estaba por presenciar.

Suirilidam trinó hacia Irdili y este entonó como respuesta un canto agudo y sostenido que llenó de notas absurdamente musicales la cubierta. Guillermo vio cómo Beatriz empujaba apresuradamente al nam hacia el estanque buscando la escalera por la que habían subido su ex marido y Ferreira. Irdili se desplazaba con cierta lentitud y dificultad. «Como un anciano o como quien no tiene prisa», pensó Guillermo.

Suirilidam entonó un silbido grave, similar al que Guillermo conocía de amenaza. El nam no miraba hacia los humanos sino que escudriñaba los alrededores con una tensión contagiosa. Un instante después soltó un trino seco y fuerte. Señaló el depósito esférico frente a la pasarela en la que estaban Ferreira y Nazaret.

El Ahrrimán estaba sobre el tanque, asomado por encima apenas lo justo para ver dónde estaban sus víctimas. Ofrecía poco blanco. Se volvió hacia ellos como si supiera que no iban a dispararle por temor a perforar la cisterna o las tuberías y provocar un desastre en el que también morirían sus presas. Con una agilidad y una velocidad pasmosas, el animal rodeó el depósito y acabó debajo de la pasarela.

Les gritaron para advertirles del peligro una y otra vez. Suirilidam y él apuntaron al Ahrrimán con sus armas pero este aprovechaba la forma curva para no ofrecer blanco.

—¡Ese bicho es demasiado inteligente! ¡No puede ser un animal! —exclamó Guillermo en voz alta, desesperado.

La bestia esperó a que Ferreira y Nazaret llegaran al cruce de escaleras para seguir adelante con su trampa. Por un momento, Guillermo creyó que el Ahrrimán había decapitado a Beatriz y que mostraba su cabellera como un triunfo. Pero no era nada de eso sino el penacho blanco de su cola agitado a un lado y a otro de la pasarela. La inteligencia depredadora de la bestia le produjo un escalofrío que le erizó el vello del cuerpo.

Ferreira, ajeno por completo a lo que sucedía debajo de él, miró a su derecha y alcanzó a ver un destello de cabello blanco. Oyó un chillido femenino y, sin dudar un instante, pensó que Beatriz necesitaba ayuda y subió a toda prisa por la escalera de su derecha.

Nazaret distinguió perfectamente a su izquierda la cabellera blanca de su ex mujer ondeando en el aire al saltar de una pasarela a la inferior. La cabellera quedó inmóvil sobre esa última, apenas visible desde donde se encontraba.

—¡La he visto! ¡Está allí! —dijo Ferreira desde la escalera derecha.

—¡Te equivocas! ¡Beatriz se ha caído y está malherida en esa pasarela! —le replicó Nazaret, muy agitada, indicando su izquierda.

—¡No lo ves bien! ¡La bruma es muy espesa! ¡Está aquí arriba, te digo!

Antes de moverse, como si el tiempo no importara, el Ahrrimán se asomó para mirar a Suirilidam y a Guillermo como si quisiera asegurarse de que no le perdían de vista.

La bestia se desplazó rápidamente y en silencio por debajo de la pasarela, arrolló su cola a una tubería cercana y se balanceó con gracia siniestra hasta caer sin ruido en un conducto sobre la cabeza de Nazaret sin que esta se diera cuenta.

Beatriz le gritó una y otra vez desde abajo. Impotente, vio cómo la cola de la bestia descendía lenta y segura hacia el humano, igual que una serpiente en busca de alimento.

La cola del monstruo se arrolló con un solo gesto en torno al cuello de Nazaret.

Beatriz disparó al Ahrrimán, pero ya era tarde y su tiro acabó acertando en una tubería de la que comenzó a salir una nube de gas.

La bestia levantó en vilo a su víctima, que pataleaba e intentaba separar la cola de su cuello, y apartó a Nazaret de la pasarela hasta dejarla colgando del cuello en el vacío.

El blanco que ofrecía el Ahrrimán era fácil, pero si alguien disparaba y lo hería, Nazaret no sobreviviría a la caída. Guillermo, que también había levantado su fusil, lo bajó. Sin embargo. Suirilidam mantuvo la puntería y disparó.

El Ahrrimán se dejó caer al vacío justo antes de que sonara el disparo. Beatriz y Guillermo gritaron al unísono al verles caer. Mientras se precipitaban hacia el suelo, el Ahrrimán tuvo tiempo de soltar el cuello de Nazaret y cortarle la cabeza con el sable de su cola.

Antes de que el cuerpo mutilado tocara el suelo, el monstruo había desaparecido de la vista llevándose una de las manos.

La cabeza no había acabado de rodar dejando un rastro de sangre, que la bestia ya se la había llevado.