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El equipo
En la penumbra del dormitorio de solteros, el cambio de guardia se hacía en susurros de iglesia para no despertar a los dormidos. Antes de que las sábanas perdieran el calor, las literas de los que tomaban el relevo eran ocupadas por los que habían acabado el turno.
Gustavo Schlecker, sentado en su jergón, lamentaba no tener noticias de sus hermanos. Dos días después de que comenzaran a recorrer La Abandonada perdieron la conexión con Comunidad Común y no la recuperarían hasta volver a la civilización. En los últimos cuatro meses no había habido más noticias que las oficiales de a bordo ni había otra Comunidad que Comunidad Tomahawk y los apocalípticos oficios diarios del capitán Doolittle hablando de Dios, de los pecadores, de la creación y del fuego eterno.
Pensó, como llevaba haciendo desde el primer día, en la mala suerte que apenas iniciada su vida militar le había llevado de la estación espacial Isla Soledad a la nave penitenciaria Tomahawk y lloró unas pocas lágrimas.
Ronnie Henríquez, conocida como Nazaret, se sentó a su lado, conmovido por sus lágrimas. El joven se apartó de él y le miró con asco. Gustavo pensaba que los transexuales como Nazaret eran unos monstruos y no entendía cómo era posible que el reglamento de la Armada permitiera que uno de esos contra natura durmiera con los varones auténticos.
Nazaret no necesitó más. Se levantó y le miró con frialdad:
—Eres tan niño que no sabes ver a una mujer ni cuando la tienes delante —le espetó. Dio media vuelta y fue hasta su taquilla. Allí se desnudó sin pudor de mostrar su vulva, su pene y sus pechos, turgentes como rocas.
Luciano Morespierre, el ayudante del segundo cocinero, que también se estaba cambiando, se atrevió a darle una palmada en la nalga, redonda y perfecta. Tras el ¡plas!, del cachete, el silencio del dormitorio se vio quebrado por una bofetada seca y contundente, y unas palabras:
—Solo es para los que me gustan, bola de sebo.
Nazaret se vistió con el mono pardo de los tripulantes y salió del dormitorio soplándole un beso a su amante de la semana que, como siempre, dormía en una postura extraña. En esa ocasión su cabeza colgaba de la litera como si le hubieran roto el cuello. Nazaret volvió atrás preguntándose si no se lo habían partido de verdad. Echó un vistazo, vio que su hombre aún respiraba, y se dio prisa por el pasillo húmedo y sucio para evitar la bronca de Gel-Gela, el jefe del turno de noche en la sala de máquinas, que le exigía llegar antes de la hora para pasar un rato feliz con él a cambio de darle la faena más descansada.
Las voces y el olor familiar de la multitud la recibieron en cuanto abrió la escotilla al pasillo principal. Al otro lado de la corriente humana estaba su viuda, Beatriz Bohr, antes capitana de la nave de rescate en Isla Soledad y ahora degradada a cabo, cuya cabellera blanca y su tez albina la hacían inconfundible.
Nazaret le gritó un saludo musical por encima del rumor del gentío. Ella se lo devolvió con un gesto de la mano, un beso al aire de sus labios sensuales y le indició por señas que iba hacia el centro de mando. Nazaret negó con la cabeza y se fue en dirección opuesta señalando con la cabeza el cronómetro colgado en lo alto del pasillo, que mostraba la cuenta atrás para el cambio de guardia.
Mientras veía alejarse a su ex marido con un cimbreo de caderas propio de una perdularia incorregible, a Beatriz le pareció un sueño haber estado casada con él. Con su melena negra y rizada, sus penetrantes ojos verdes en un rostro de facciones finas, sus pechos grandes y firmes y su cintura de modelo, le resultaba imposible pensar que años antes semejante hembra hubiera sido un mulato irresistible e incansable, cuya voz de barítono era esperada en todas las fiestas sin excepción y que era capaz de tocar como un maestro consumado cualquier instrumento musical que le pusieran en las manos.
La que fuera primer oficial de Isla Soledad, Gladys Fishburne, apareció de repente en el pasillo y pasó junto a Beatriz aparentando no verla. Gladys, conocida en Isla Soledad como Flis-Flas por el ruido que hacían sus gruesas piernas al andar, había logrado adelgazar hasta perder el apodo y era de nuevo una mujer hermosa que incluso había conseguido el puesto de segunda oficial de a bordo, motivo por el cual se asumía que era la amante preferida del capitán Doolittle.
Beatriz la retuvo del brazo y la llevó a un remanso en el río de tripulantes. Allí le preguntó con voz de pocos amigos:
—¿Cuándo iré a Lingüística?
—Pronto, Viuda. Pronto —le respondió ella con impaciencia. Gladys se soltó con un gesto brusco y se hundió en la corriente humana que se abrió sin más para recibirla.
A pesar de que hablaba cinco lenguas además del chainís y del común, circunstancia que la hacía ideal para el departamento de Lingüística e Interpretación de a bordo, Beatriz fue asignada a la sección de Prevención y Mantenimiento. Allí la recibió el sargento Johann Waloc que, soñoliento y con los pies sobre el escritorio, le indicó su primera misión señalándose la bragueta. Ella se negó y Waloc la advirtió:
—Si no quieres ser una de mis novias, la aspicoba acabará siendo tu mejor amiga. La única que te aguantará.
Beatriz se rio en su cara con la confianza ciega de que, hablando siete idiomas, su recurso tendría éxito y sería cambiada a Interpretación y Lingüística. El sargento se encogió de hombros y le dijo:
—Tú misma.
Beatriz empuñó con decisión la aspicoba, una mezcla de escoba, aspirador y fregona sin agua. Sin embargo, su determinación comenzó a flaquear al final de la primera semana, cuando le comunicaron que su recurso para cambiar de sección había sido rechazado.
Además, Waloc no se había equivocado: la gente comenzó a evitarla porque a fuerza de deslizarse como un lagarto por los rincones más difíciles, estrechos y apestosos con la aspicoba para que esta registrara el trabajo y se lo comunicara a Elvira, Beatriz acabó oliendo como los lugares que limpiaba.
Como por su graduación de cabo no se podía duchar más que una vez cada quince días, desprendía a distancia un hedor tan repulsivo que hasta sus amigos más cercanos le pidieron que se mantuviera alejada de ellos, sobre todo en el comedor:
—Comer esta mierda es difícil —le decían—, pero contigo al lado es imposible.
Entonces acudió a Grissom para que la sacara de allí, segura de que su antiguo comandante no le pediría a cambio favores sexuales ni de ninguna clase. Él no se los pidió y la mudó a su equipo de mantenimiento. Allí, Beatriz cambió la aspicoba por una mesa y un trabajo administrativo justo enfrente de Grissom, que siempre le sonreía cuando se cruzaban sus miradas.
Sin embargo, el cambio no fue a mejor. Sentía que la vida se le escurría segundo a segundo y día tras día rellenando formularios o, sencillamente, a la espera de que llegara el momento de ir a comer o a cenar. Por otra parte, el propio Nicolás le resultaba cada vez más insoportable porque cada vez que levantaba la vista se tropezaba con sus ojos, como si se dedicara a escrutar el menor de sus pensamientos.
Para distraerse mataba el tiempo leyendo la historia de Vieja Tierra que tenía almacenada la base de datos de Comunidad Tomahawk. A lo largo de las largas horas de lectura y visionado se sorprendió de la curiosidad y el interés creciente que suscitaba en ella conocer el pasado de su propia especie, sobre todo el más antiguo que hacía referencia a Asur, Mesopotamia y Egipto pero un día las crónicas llegaron a su fin y de nuevo volvieron las horas muertas y las sonrisitas del ex comandante.
A pesar del consejo de las veteranas y de la envidia que le producía el nivel de vida de otras mujeres a bordo, que vendían sus favores a cambio de una vida más fácil, limpia y mejor alimentada, Beatriz rechazó merodear por los pasillos cercanos a la cocina en busca de agua de ducha o raciones extra a cambio de besos, sonrisas o sexo con cualquiera en alguna de las alacenas de la despensa. Sin embargo, el hambre acabó rindiéndola y al cabo de varios meses decidió convertirse en una de las amantes de Landström.
Cuando Grissom se enteró de que se prostituía con el cocinero y que traficaba con las raciones de comida que obtenía, apenas logró esconder su contrariedad. Beatriz no se dio cuenta, ilusionada como estaba porque Landström le prometía el traslado a la sección de Navegación donde podría poner en práctica sus conocimientos como piloto. Finalmente le consiguió el favor y el día que le comunicaron su cambio de destino fue el más feliz de los últimos años.
Su estado de gracia duró una semana exactamente, al cabo de la cual la enviaron de nuevo a limpiar los rincones más sucios y difíciles de la Tomahawk sin ninguna explicación. Entonces pensó que quizá Waloc se vengaba de ella por haberle rechazado.
La vuelta a la aspicoba fue deprimente y no le sirvió de nada competir con la nueva pareja de Waloc porque esta sabía muy bien qué hacer para que su novio no cesara de ir a buscarla para venirse con ella.
Durante esos días de limpieza, Beatriz se mantuvo totalmente al margen de lo que sucedía a bordo, se aisló de sus amigos y comenzó a experimentar una sensación continua de fracaso y de estar fuera de lugar.