10
Cubierta 1
Beatriz, a la cabeza, se paró en seco en cuanto vio la bruma. A su espalda, el grupo se detuvo inmediatamente. A la altura de su vientre flotaban unos retazos de neblina amarillenta. Retrocedieron porque los largos jirones de vapor se movían perezosos y amenazadores en su dirección como si fueran los guardianes de la gran compuerta abierta de par en par al final del pasillo, cuatro o cinco pasos más allá.
—Yo no pienso pasar por ahí —anunció Baxter—. Parece gas venenoso.
—¿Y ese color? —preguntó Schlecker—. Debe de ser gas venenoso, como dice Baxter.
—¡No seáis acojonados! Es gas de sellado y por eso es amarillo. Se habrá salido del estanque —exclamó Nazaret—. ¿Cómo creéis que se conserva el aire en el faro a pesar de los tubos que perforan este asteroide hasta el núcleo?
—¿Y tú qué sabes? —le replicó Schlecker.
—Yo sé de qué hablo, mariquita. No como tú —le retrucó Nazaret al momento.
Nicolás avanzó hasta ponerse junto a Beatriz. Unos pocos metros más allá, al otro lado de la compuerta, se adivinaba a través de la bruma un confuso paisaje de tuberías y máquinas gigantescas.
Intentó tragar pero tenía la boca seca. «Es inofensivo», se dijo para darse ánimos. El temor de parecer un cobarde ante el grupo y, en particular ante Beatriz, le obligó a decidirse. Se adentró un par de zancadas cortas y cautelosas en la niebla y se dejó envolver por ella.
—¿Lo ven? Es lo que dice Nazaret. No hay peligro —les dijo—. Sigamos adelante.
Beatriz fue la primera en seguirle y tras ella se movieron los demás. Con el comandante al frente desembocaron en una sala de dimensiones colosales envuelta en niebla.
Olía fuertemente a óxido y el aliento se les condensaba en pequeñas nubes. El ambiente estaba tan saturado de humedad que todo estaba cubierto de gotas brillantes que daban un aspecto fantasmagórico y abandonado al brumoso bosque de maquinaria, cuyo orden interno parecía realmente un desorden.
Apenas unos pasos dentro de la sala, Guillermo tuvo la sensación de entrar en un lugar hostil. Los viejos conductos oxidados y corroídos se agrupaban como arboledas enormes que empequeñecían la escala humana. Sus copas desaparecían entre las nubes de lo alto, detrás de cruces de mangueras, colectores, cables, pasarelas y escaleras colgantes desplegadas en todas direcciones formando un laberinto inabarcable de lianas y hojas artificiales y absurdas.
Al pie de los árboles de metal y plástico había unas máquinas enormes semejantes a roquedales, de las que surgían gruesos cables como maromas que envolvían los troncos metálicos o bien se repartían por el suelo al igual que raíces.
La tristeza y la soledad del bosque frío y colosal evocó en Nicolás la grandeza de la poesía. El brillo de las gotas de agua condensada, el olor decadente a viejo y a herrumbre, y la majestuosidad catedralicia del espacio compuso en su mente un poema de corte romántico que le recordó la insignificancia y la soledad del ser humano en el Universo. En esos momentos sintió la necesidad, antigua y siempre apartada por su sentido del deber, de componer un poema sensolírico inspirado en ese lugar, como los que tanto había compartido con la Comunidad Común en su juventud.
Schlecker y Cobián, entretenidos en evitar el contacto con los retazos de gas, se habían separado considerablemente del grupo, que había avanzado por los vericuetos hasta quedar oculto detrás de unas máquinas. El veterano se lo advirtió a Schlecker y le apremió para que se reuniera con ellos. Gustavo, lívido al verse aislado, puso rumbo hacia sus compañeros con las manos en alto para no tocar el directamente el gas con la piel. Cobián le siguió de cerca aprovechándose de la senda despejada de bruma que el joven abría a su paso.
Al fondo, las suaves curvas de las paredes de hielo destellaban a la luz blanca y fría de la estrella. La belleza de la miríada de brillos que producía el resplandor en el muro dejó a Nicolás sin aliento. Le dijo a Guillermo, que estaba a su lado:
—¡Qué hermosura! Parecen cascadas de agua congelada tapizada de brillantes diminutos, ¿no le parece, sargento?
Guillermo se encogió de hombros, más concentrado en escrutar la niebla buscando la amenaza que advertía su sentido del peligro que en atender las impresiones estéticas de su superior.
En el centro de la cubierta había un grueso cilindro hueco de color gris oscuro dentro del cual podían caber sin problemas hasta tres personas a la vez. Era el pozo de cero g, el conducto sin gravedad que servía para llegar a las diferentes cubiertas del faro.
A su lado, una barandilla rodeaba una especie de estanque con forma circular que en lugar de agua contenía un fluido mitad gas y mitad líquido, de color amarillo y brillo perlino. De la superficie líquida se desprendían columnas de gas amarillento que ascendían lentamente en altos remolinos vistosos como explosiones solares, mostrando ocasionalmente que el fondo del estanque estaba sobre un abismo repleto de tuberías que penetraban en las profundidades del asteroide.
Nazaret les explicó al ver su extrañeza:
—El líquido es casi gas o a la inversa, es gas casi líquido. Sirve para mantener el campo de contención que impide que el aire escape por ese agujero enorme —y les señaló el estanque— por el que pasan los tubos que llegan al núcleo helado del asteroide.
—¿Y las tuberías? —preguntó Schlecker.
—Unas sirven para llevar el calor necesario para fundir el hielo del núcleo y otras suben el agua —le contestó. Y añadió con orgullo mal disimulado, señalando con el dedo—: Los tubos altos y gruesos son las vainas con las brocas de perforación en su interior; los delgados llevan anticongelante y los medianos son las bombas de extracción. Además —observó—, es increíble. Parece que la instalación está en funcionamiento. ¡Eso sí que es un milagro!
—¿Cómo sabes todo eso? —le preguntó Schlecker, sarcástico y a la vez desafiante—. Te lo estás inventando.
—Lo sé porque el suelo vibra ligeramente, estúpido, y porque he estudiado mis documentos. Algunas trabajamos bien, no como otros que se dedican a engordar a cambio de poner su culito.
Schlecker le replicó con un gesto obsceno. Ferreira se asomó al estanque. Se volvió hacia Nazaret:
—¿A qué profundidad llegan las tuberías? —le preguntó.
—700 metros, más o menos. El faro mide 64 metros por encima de nuestras cabezas. ¿Quieres bajar? En los planos hay una escalera, pero lo tendrías difícil porque abajo no hay aire.
—No, gracias. Prefiero quedarme aquí.
Schlecker le preguntó a Beatriz para cambiar de tema:
—¿Cuándo volverán a buscarnos?
—Dentro de nueve o diez días. Quizá algo más —le respondió ella.
—Estamos en una tumba de los Antiguos, como decía Abd-El-Talleh —terció Baxter que se acercó a ellos con la mirada puesta en Eva y Ferreira. El médico, tras su expresión grave y su intención de estimular el miedo en los demás para obligar al comandante a abortar la misión, se preguntaba de qué habrían estado hablando su ex novia y el cabo con tantas sonrisas.
—¡Tonterías! —le replicó Grissom—. Baxter, le ordeno que deje de decir esas bobadas.
Baxter se encogió de hombros y respondió de mala gana sin apartar la vista de la pareja:
—Como quiera, señor.
Mientras, Guillermo exploraba los alrededores. La sensación de una amenaza estaba continuamente presente en su interior. Extremó sus precauciones moviéndose en completo silencio y fue entonces cuando oyó el primer roce. En ese momento pensó que sería de la maquinaria suspendida sobre su cabeza.
Unos pasos más allá dobló una esquina y se detuvo estupefacto al iluminar el suelo. Luego miró a su alrededor con recelo esperando recibir un disparo. Ni un alma. Solo penumbra y oscuridad.
Volvió al grupo y apartó al comandante con disimulo aprovechando una nueva discusión entre Nazaret y Schlecker. Le llevó al lugar de su descubrimiento y le dijo en un susurro, iluminando el piso con su linterna:
—No estamos solos, señor.
En el polvo del pavimento estaba perfectamente marcada la huella de una pisada. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Nicolás y a la vez sintió la desagradable y familiar sensación de que se le encendía el horno de la angustia en la boca del estómago. Guillermo iluminó más allá un abundante rastro de pisadas yendo y viniendo del tubo de cero g.
—Tampoco son nuestras, señor.
—¿Seguro? —y luego murmuró—: ¿Dónde nos hemos metido?
En ese momento, Guillermo percibió un movimiento rápido y fugaz por el rabillo del ojo y se volvió al instante, sobresaltando al comandante, pero no logró ver nada.
—¿Me decía, señor?
—Nada, nada.
Nicolás no quiso saber en esos momentos qué era lo que había logrado asustar a un candidato a Guardián del Estilo. En cambio, sintió que debía decir algo y le preguntó con voz apagada e insegura:
—¿Cree usted apropiado investigar el origen de estas pisadas? —En cuanto terminó de hablar se sintió estúpido y ridículo. Tuvo un momento de gran debilidad y se sintió con la necesidad de confesarle al sargento que la situación le superaba y estuvo a punto de entregarle el mando de la misión. Sin embargo, se dio cuenta del resultado que podía tener su cobardía y se calló.
—Creo que es necesario, señor —le contestó Guillermo, mirándole extrañado—. Le sugiero que aguarden aquí en silencio, comandante.
Grissom asintió, le indicó con un gesto «adelante» y volvió con el grupo.
Al oír la orden de guardar silencio, Schlecker dejó caer de nuevo la caja de herramientas al suelo. El golpe reverberó en la sala y, de nuevo, el sobresalto fue general.
—¿Es usted idiota? —le abroncó Grissom con un susurro asesino, la linterna a menos de un palmo de su cara—. ¿No me ha oído? ¡He dicho silencio!
—¿Está loco? ¡Si aquí no hay nadie! —le respondió Schlecker con la voz normal, parpadeando deslumbrado—. ¡No puede haber nadie!
—¡Silencio he dicho, cojones!
Ferreira se acercó y puso el cañón de su arma bajo la mandíbula del joven. Este levantó los brazos y murmuró:
—¡Vale, vale!
Luego, Grissom se dirigió al tubo de gravedad cero para alejarse e intentar calmar sus nervios. Comprobó que el tubo funcionaba. Iluminó en su interior los travesaños de una escala de gato. Al verlos, Cobián, que le había seguido, le comentó en susurros señalándola:
—Espero que haya energía para el cero g. No tengo edad para subir a pie por ahí.
—No se preocupe —le respondió Grissom—. El tubo funciona.
Beatriz vio a Guillermo alejarse solo en la penumbra hasta que la traza de su linterna fue solo un resplandor mínimo a lo lejos entre las máquinas, lo que le dio una idea del enorme tamaño de la cubierta. Se dio media vuelta y su pecho tropezó con la mano de Baxter. Le sonrió a modo de disculpa y le empujó suavemente para apartarle.
—¿Me permites? Gracias.
Baxter se apartó y la siguió evaluativamente con la mirada, complacido.
Guillermo, con el arma a punto, siguió las huellas hasta un portón cerrado. Lo abrió ligeramente y entró sin hacer ruido en un almacén.
Su luz destelló magnificada en todas direcciones, reflejada en las curvas de acero bruñido de centenares de contenedores cilíndricos apilados hasta el techo. Se acercó a uno de ellos; para su sorpresa leyó en su etiqueta: «para mercancía tipo AAA». Eran contenedores modernos para comida fresca con autorregulación de humedad, atmósfera de conservación y temperatura interna.
Abrió el más cercano con la ilusión de encontrar algo de comer, pero estaba completamente vacío. Desconcertado por el descubrimiento, cruzó el hangar y pasó junto a un par de carretillas elevadoras aparcadas frente a una pila de tres pisos de contenedores, donde quedaba el sitio exacto para uno más en lo alto.
Una de las carretillas aún cargaba el contenedor que faltaba, como si la hubieran abandonado antes de acabar la faena. Su batería aún tenía carga.
El silencio era sólido y la sensación de peligro, abrumadora. De nuevo roces, pero esta vez en el techo, y allí no había ninguna máquina que los pudiera producir.
El almacén estaba totalmente desierto. Si había alguien en el faro, desde luego no estaba en esa cubierta.
Se acordó de las terribles advertencias de Abd-El-Talleh y el hambre le devolvió a la realidad con un fuerte rugido de su estómago. Echó un último vistazo, maldijo entre dientes que siendo contenedores alimentarios estuvieran vacíos y dio media vuelta para reunirse con el grupo pensado que estaba mucho más salao de lo que pensaba y que, de seguir con esa suerte, acabaría dándose de bruces en el momento menos pensado con el dueño de la huella que había descubierto.
—¿Se le ocurre dónde está la comida para llenar esos contenedores de comida? ¿Seguro que estaban vacíos? —le preguntó Nicolás una vez escuchó su informe. Tenía hambre. La idea de encontrar algo de comer desplazó por un momento el resto de preocupaciones. Luego se corrigió—: ¿Cree que hay alguien más en esta cubierta?
—En absoluto, señor —le contestó Guillermo. Luego le sugirió—: No creo que haya nadie más, sin embargo creo que deberíamos asegurarnos, ¿no le parece?
—¿Y tanto polvo? ¿Qué opina?
—Ni idea, señor. Es la primera vez que veo algo así.
—Es polvo de tierra, no viene del exterior —le respondió Grissom con una seguridad que sorprendió a Guillermo—. Del asteroide, quiero decir. Tiene la textura gruesa del polvo de las tierras de cultivo.
—¡Ah! —Guillermo le miró atónito. Para él, el polvo era polvo sin distinciones de ninguna clase.
—Pasé mucho tiempo en una plantación de Tellus, sargento —le aclaró Grissom al ver su expresión.
El destacamento se había agrupado junto al tubo de cero g. Cobián y Ferreira, sentados en el suelo y con la espalda apoyada en una máquina, cruzaban comentarios en voz baja especulando con el motivo de la alarma.
Cobián pensaba en los Ángeles de Lucifer y los relacionaba con el olor a muerto y a azufre que habían notado justo antes de entrar, afirmándolo atemorizado.
Ferreira, que no creía en espíritus ni en ángeles, asentía por educación sin apartar los ojos de Eva. Luego, ambos contrastaron sus respectivas experiencias en otros faros y otras misiones, y coincidieron: en aquel sitio hacía el mismo frío glacial, la misma oscuridad e idéntica humedad que en el resto de bases estelares vacías que habían visitado a lo largo de su condena a bordo de la Tomahawk.
Baxter, sin hacer caso al silencio ordenado por Grissom, les anunció con gran indignación que les quedaba por pasar una larga cuarentena antes de volver a la nave, pero que ese era el menor de sus problemas.
—¿Y cuál es el mayor? —le preguntó Cobián.
El médico esperó. Cuando todas las caras se volvieron hacia él, anunció:
—El hambre. No tenemos comida suficiente para pasar la cuarentena.
Schlecker palideció al oírle. De repente se vio asesinado y comido por sus compañeros. Les miró de hito en hito. ¿Cuál de ellos intentaría matarle? Se palpó los bolsillos para asegurarse de que aún tenía raciones. Quizá pudiera cambiarlas por su vida llegado el momento si no se las arrebataban antes.
Los murmullos de protesta y las maldiciones fueron generales, pese a la orden de guardar silencio y la mirada de Nicolás, que parecía envolver en llamas al médico. Baxter terminó susurrándoles:
—Tenemos que empezar a racionar desde ahora mismo. No contéis con la nave.
—Eres un cenizo, Jack. Claro que nos darán comida —le espetó Eva en voz baja. Se volvió hacia Ferreira—. ¿No es cierto, Noé?
—¡Claro! La Armada siempre estará a nuestro lado.
—Tu soldadito no tiene ni puta idea de lo que hace la Armada en estos casos —le bisbiseó Baxter a Eva con desdén—. Solo es un cabo de mierda.
Ferreira se levantó al instante con el cuchillo en la mano, dispuesto a degollarle. Eva le detuvo cogiéndole del brazo y Nazaret se interpuso entre ambos pidiéndoles calma con un gesto.
Schlecker comenzó a sollozar con hipidos callados y a murmurar que no quería morir allí. Beatriz le clavó el codo en las costillas y le exigió que se portara como un soldado y que dejara de berrear como una criatura.
—Comandante —preguntó Nazaret, esperanzado—. Existe un protocolo para esta situación, ¿verdad? No será como dice Baxter, sino que la Tomahawk no nos dejará y nos dará provisiones mientras dure la cuarentena, ¿no es cierto? Será como unas vacaciones.
Nicolás tardaba en contestar. Parecía estar pensando, pero lo cierto era que no sabía qué decir porque, hasta ese momento, no se le había ocurrido que les faltara comida para aguantar la cuarentena. «Al menos, tenemos el agua del asteroide», se dijo. Durante un instante pensó en responderle con rodeos o en darle largas para no empeorar la situación, pero finalmente optó por decirle la verdad:
—No.
—No, ¿qué? —quiso aclarar Nazaret.
—Que no hay nada previsto para esta situación —le respondió con pesadumbre. Y se disculpó—: Que yo sepa.
—¿Cómo? ¿Nos van a dejar morir aquí? ¿Nos van a abandonar? —la mirada de Nazaret era pura incredulidad.
—El doctor Baxter tiene razón —continuó Nicolás para no contestar la pregunta—. Tenemos que racionar. Beatriz, haga un recuento de nuestras provisiones, por favor.
Tras contar las raciones que le mostraron, Beatriz avisó:
—Tenemos para quince días justos si nadie come más de la cuenta. Pero quizá tengamos para algún día más si Schlecker me enseña lo que guarda.
El joven le mostró un puñado de pequeños paquetes plateados, pero ella no se dio por satisfecha. Señaló a Guillermo:
—Si le pido que te agite boca abajo, seguro que aparecen muchas más —le amenazó.
—¡Son mías! ¡Esas no pienso compartirlas! —le replicó.
—¡Silencio! —le cortó Grissom—. Schlecker, entréguele a la Viuda toda la comida que lleve encima. Desde ahora, las raciones serán de todos y Beatriz será la responsable de repartirlas. Afortunadamente, el asteroide es de hielo, así que no nos faltará agua.
—¡Menuda noticia! —exclamó Cobián—. ¡Ya me siento mejor!
Eva se apartó del grupo para estar sola. Baxter aprovechó para acercarse a Beatriz con la excusa de colaborar en el racionamiento.
—No hace falta, Baxter. Muchas gracias —respondió ella a su oferta, disimulando con una amplia sonrisa el desagrado que le producía tenerle cerca—. Me basto sola.
—Oye Viuda —le dijo él en un susurro—. Entre nosotros. No tienes que andarte con rodeos. Sé que necesitas a un hombre de verdad entre las piernas, ¿verdad? Pues aquí me tienes.
Beatriz se quedó helada y dudó un instante qué responderle al médico que quizá tuviera que atenderla en la cuarentena.
—Gracias, Baxter —le dijo al fin—. De momento estoy bien.
El médico, satisfecho, se despidió y se acercó a Eva y comenzó a charlar con ella.
Un rato después, Ferreira les vio discutir apartados del grupo. El cabo frunció el ceño más preocupado por ella que contrariado por la actitud de él. Eva señalaba con la mano la elipse de luz que dibujaba el haz de una linterna en la curva de un depósito esférico y Baxter negaba enérgicamente con la cabeza. Se acercó y no dio crédito a sus ojos. El cabo hizo señales con su luz al comandante, que se acercó seguido de Guillermo y de Ferreira.
Los tres tuvieron que mirar dos veces para convencerse de que el insecto que andaba tranquilamente siguiendo con precisión el ecuador de un depósito esférico era realmente un insecto. Como si les leyera el pensamiento, Eva afirmó, tan aturdida que olvidó la orden de silencio:
—Es imposible, pero eso es un escarabajo de la patata, un Leptinotarsa decemlineata.
—No podías evitar el latinajo, ¿verdad? —le reprochó Baxter y dijo entre dientes—: Vanidosa…
Cobián, que también se había aproximado al ver que sucedía algo, exclamó una obscenidad y le dijo:
—¡Bobadas! Eso es una mancha, coño.
Sin embargo dio un grito de espanto cuando la mancha echó a volar en su dirección.