23
Amor
El traslado de los cuerpos y lo que encontraron junto a ellos, dos pesados trajes espaciales no muy diferentes en cuanto a aspecto de los que utilizaban los seres humanos, tres mochilas y una caja grande extrañamente luminosa, se hizo bajo la vigilancia de Nicolás después de unas grandes discusiones acerca de quién debía encargarse de los alienígenas.
Nazaret trajo las camillas cero g que Guillermo había visto en la sala de espera. Después de limpiarlas hasta el último grano de tierra, y tras una meticulosa inspección de Nicolás, transportaron a los extraños y sus pertenencias hasta la cubierta inferior.
Una vez fuera del cero g se produjo una nueva discusión: dónde alojarlos. Nicolás quería lograr que, cuando se recuperaran, les resultara evidente que se les trataba como si fueran otros seres humanos.
Su primera intención fue separar una zona para ellos en el dormitorio común. Sin embargo cambió inmediatamente de idea al oír que el parecer mayoritario de la tropa era matarlos a la menor oportunidad, sobre todo después de que Nicolás ordenara hacer un sorteo para ver quienes debían ceder su colchón a los intrusos.
En vista de la actitud del grueso del destacamento, Nicolás decidió alojarlos en el dormitorio de al lado y emplear al sargento y a Beatriz para custodiarlo.
Mientras limpiaban el lugar y lo amueblaban con las sillas y las mesas del comedor, Nicolás pensaba que era una lástima que el diseño del mobiliario fuera de metal con un aspecto tan robusto y tan basto. Lo hubiera preferido hecho con mejores acabados y de un material más cálido para que las sensaciones fueran más suaves. Pero eran muebles de grueso acero inoxidable con casi un siglo de edad, a prueba de casi todo, hechos para que duraran hasta el fin de los tiempos y con eso se tenía que arreglar.
Un instante después le pareció una tontería pensar de esa manera. En esos momentos era inimaginable saber cuáles podían ser las relaciones de los extraños con los objetos y los colores de su entorno. Igual, pensó, lo que para él era una falta de gusto para ellos era una delicadeza.
El propio Nicolás se puso a limpiar para dar ejemplo. Manejaba la escoba y el recogedor que Nazaret había encontrado en la cocina junto a una aspicoba antigua y fuera de servicio, con una habilidad y una rapidez impresionantes, pero hubiera podido ir mucho más rápido si su mente hubiera dejado de pensar en cómo lograr que los extraños comprendieran que no tenían nada que temer de ellos, los humanos.
Recordó que la capa del alienígena grande tenía un desgarro. Se lo había señalado el sargento mientras ayudaba a ponerlo en la camilla. ¿Sería importante para ellos esa rotura en la ropa? Se detuvo un momento a pensar en sus atuendos y en las combinaciones de colores buscando una posible referencia estética, pero no fue capaz de hallarla.
Un rato después dejó la escoba y comenzó a distribuir el mobiliario para crear ambientes diferentes: una zona de dormitorio, una parte destinada a sala de reuniones, una zona de descanso y un lugar para comer.
Guillermo le observaba a distancia mientras movía los muebles. Desde su punto de vista era una grave equivocación tratar a los alienígenas como si fueran humanos después de las huellas de la terrible batalla que se había librado en el faro. El comandante ni siquiera se había atrevido a registrarlos en busca de armas. Sopesó gravemente la posibilidad de apear del mando a Nicolás, encerrar a los extraños y esperar la vuelta de la Tomahawk. La idea de acabar frente a un pelotón de ejecución por promover un motín le produjo ardor de estómago.
Una vez lograron acomodar a los extraños en las camas, Nicolás ordenó a Guillermo la primera vigilancia, tanto para evitar que los intrusos escaparan como para evitar que alguien los asesinara. Le confió:
—Quiero tenerlos encerrados, pero no prisioneros, ¿entiende?
Guillermo no respondió sino que levantó una ceja escéptica por toda respuesta. Le respondió:
—No. Comandante, no le entiendo. ¿Me permite hablarle con franqueza?
Nicolás le miró con gravedad, presintiendo lo que iba a oír.
—Adelante, sargento. Hable con toda confianza.
—Creo que nos está poniendo inútilmente en peligro, señor. Deberíamos protegernos de esos seres. Deberíamos encerrarlos. Al menos hasta que sepamos quién fue el responsable de la masacre.
—Ellos no son los responsables de la matanza, sargento. Créame.
—¿Y cómo lo sabe?
Nicolás tomo aire y le explicó:
—Por cómo reaccionaron al vernos y porque seguro que todos los seres inteligentes compartimos el mismo concepto de amor.
Guillermo le miró, estupefacto como pocas veces en su vida. «Se ha vuelto loco —pensó—. Este hombre no está en sus cabales».
—¿Amor? —le preguntó para asegurarse de que había oído bien.
—Sí, sargento. Amor —le contestó él, muy tranquilo.
—Creo que no le entiendo, señor. ¿Qué clase de amor hizo que el alienígena grande me amenazara o quizá, que abriera en canal a siete piratas que se defendieron de él hasta acabar partidos en dos y sin cerebro?
—¡No sea tan corto, Guillermo! ¡Parece mentira! No olvide que la ciencia ha demostrado que recordamos porque los recuerdos se asocian a las emociones y la inteligencia se basa en el uso de los recuerdos. Por lo tanto, todas las inteligencias deberíamos tener en común las emociones en sentido amplio. Dicho de otra manera, compartimos un concepto amplio de amor.
Guillermo enarcó las cejas, completamente escéptico.
—Mucho condicional, ¿no? ¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra?
Nicolás continuó como si no le hubiera oído:
—No ponga esa cara. Amor es un concepto tan amplio que incluye ideas como respeto, prudencia o la capacidad de compartir, de amar y de odiar; o sea, los sentimientos. Por eso no es posible que ellos hayan sido los autores de esa matanza porque esa barbarie que vimos no es cosa de seres inteligentes. Seguro que hay otra explicación. Y recuerde: la bondad es un signo de inteligencia.
Guillermo respiró hondo.
—Comandante, le ruego que me haga caso y que los encierre.
—Gracias por su sinceridad, sargento, pero no pienso hacerlo. Es preciso que evitemos cualquier señal que pueda parecer hostil así que, además de dejarles espacio para su intimidad, la muestra más lógica e inteligente de confianza y de buena voluntad que les podemos ofrecer será devolverles sus objetos —le explicó con apasionamiento. Y concluyó—: Escuche, Gitzi. Este no es momento de las intenciones sino que es el momento de los hechos. Y cuanto más claros, mejor.
—Comandante… —objetó Guillermo, pero Nicolás le interrumpió:
—Usted es una persona inteligente y con estudios, Guillermo, no como esa panda de tarados —le dijo bajando la voz y señalando fuera—. ¿No se da cuenta? Esos alienígenas reaccionaron a nuestra presencia con el miedo y la prudencia que era de esperar de seres inteligentes metidos en un ambiente totalmente desconocido frente a unos individuos completamente diferentes pero también inteligentes. ¡Era la primera vez que nos veían! Estoy seguro de que, cuando despierten y comprueben que les estamos ayudando, serán suficientemente listos como para no hacernos daño.
—¿Y si se equivoca, señor? —le preguntó pensado en la reacción del alienígena frente a Nazaret cuando este mostró curiosidad por su colgante.
Nicolás se encogió de hombros e hizo un gesto de resignación:
—Si me equivoco, sin duda nos destriparán como a esos siete desgraciados —le respondió, resignado y sin vacilación—. Pero eso no va a suceder. Y aunque los encerremos creo que, si quisieran, nos matarían igualmente. Parecen muy poderosos. Después de lo que hemos visto, está claro que no los podrá detener nadie, ni siquiera un candidato a Guardián del Estilo como usted, ¿no cree? Creo que lo más inteligente que podemos hacer en esta situación es tratarlos como personas de acuerdo a nuestras costumbres, es decir, como seres tan razonadores como nosotros y no como animales.
Guillermo les echó un nuevo vistazo. No le parecieron menos animales después del discurso de su comandante. Se quedó pensativo y, antes de tomar una decisión sobre el comandante, decidió esperar a ver lo que hacían una vez despiertos.
El destacamento, reunido en el comedor, renegaba de las órdenes y se hacía las preguntas evidentes: cómo habían llegado hasta allí y qué relación había entre los piratas muertos y los extraños. Nadie dudó la respuesta a la segunda cuestión: el convencimiento general era que ellos habían acabado con los piratas y se habían refugiado en la enfermería porque, con su aspecto, solo podían ser unas bestias. Quizá con alguna inteligencia, pero bestias de todos modos.
A continuación cruzaron toda clase de especulaciones acerca de cómo habían llegado allí y dónde podría estar su nave. Cobián afirmaba con mucha convicción que debía de estar escondida en alguna parte del asteroide mientras que Schlecker era de la opinión de que estaban siguiendo a la Tomahawk para destruirla en cuanto saliera del espacio Erre Ene en el que se encontraba de camino a su siguiente destino.
Las únicas voces discordantes eran las de Beatriz y Eva.
—Opino que no representan ningún peligro. Creo que el comandante está haciendo lo correcto —dijo Eva—: Tratarlos bien.
Cobián la miró asustado:
—¿Cómo puedes creer eso? ¡Solo estaban ellos aquí! ¿Quien más podía hacer esa escabechina?
—Otro comando pirata, como pensábamos —sostuvo Beatriz en apoyo de Eva.
—¿Te han sorbido el seso o qué? —le replicó el veterano—. No hemos encontrado rastro de ese pretendido comando.
Ella se encogió de hombros.
Schlecker sentenció:
—Esos bichos te están controlando el cerebro.
El comandante se asomó y llamó a Eva. Nicolás le ordenó que buscara una planta con flores rojas lo más parecidas al color de la capa del alienígena pequeño para que, colocadas en un vaso a modo de jarrón, decorara la mesa de comer que había preparado en el dormitorio de los intrusos.
—Quiero un adorno como muestra de la buena voluntad humana —le explicó.
La experta en hidroponía se negó a volver a la selva o a la sala de cultivo, como la había llamado, ni siquiera acompañada por Ferreira porque se encontraba demasiado mal. Sentía unas fuertes náuseas y apenas le sostenían las piernas.
Nicolás no quiso forzarla. Reunió las pocas fuerzas que le quedaban y fue solo. Recorrió los pasillos estrechos entre el mar de cofres de hibernación convertidos en bancos de cultivo en busca de flores pero las que veía no tenían el color que buscaba.
El ambiente era tan tranquilo y tan sosegado, la luz tan tenue y el agua de los aspersores llenaba el silencio con un siseo tan acogedor que en aquellos momentos se sintió como los religiosos de los que hablaba la historia antigua. Se imaginó paseando por el claustro de un monasterio sin otra preocupación que tener la mente ocupada en pensamientos sobre Dios y la Naturaleza.
De repente, su plácida cadena de pensamientos se congeló cuando oyó el roce de unos pasos a su espalda.
Se volvió al instante.
No había nadie.
No quiso darle importancia al ruido y lo justificó pensando que podía ser el sonido del aire saliendo por las toberas. Continuó su búsqueda.
Instantes después hubo otro ruido furtivo a su espalda.
Dio media vuelta. Los cofres se extendían a su alrededor hasta donde alcanzaba la vista. El sosiego era absoluto.
La paz que había sentido se desvaneció por completo y el agotamiento cayó de golpe sobre él robándole las energías.
Quizá se había equivocado en relación al comando pirata. Si le atacaban allí, nadie podría ayudarle porque el campo del cero g impedía la transmisión del sonido. Aunque hubiera una batalla allí arriba, ni un solo decibelio de su estruendo llegaría a las otras cubiertas.
Captó un movimiento en las sombras del fondo por el rabillo del ojo y sintió el súbito calor de los nervios en la boca del estómago. Se sintió idiota al estar allí sin escolta y con una pistola sin munición.
Sacó el arma de todos modos. Le reconfortó sentirla en la mano. Miró a su alrededor. Por casualidad, estaba al lado de unas las flores de color amarillo.
—Bonitas flores de diente de león. Servirán seguro —se dijo en voz alta. Las arrancó sin miramientos con la intención de marcharse inmediatamente y entonces vio una mancha blanca ocultándose tras los cofres de más al fondo.
—¿Quién anda ahí? —preguntó con la entonación más amenazadora que pudo componer—. ¡Levántese ahora mismo con las manos en alto si no quiere que le dispare! ¡Ahora! ¡Ya!
Una figura apareció entre las sombras, incorporándose detrás de un cofre.
Nicolás aferró con fuerza la pistola.
—¡No dispare, comandante! ¡No dispare! ¡Soy Baxter! —dijo la voz del médico.
—¿Baxter? ¿Qué demonios hace aquí? ¡Menudo susto me ha dado!
—Estoy buscando plantas que me puedan servir para aliviarnos, comandante.
—¿Aquí hay plantas medicinales?
—No exactamente. Mire —le mostró un manojo de hojas—. Esta planta es la acuila de Tellus. Se usa para aliviar las náuseas y el dolor de cabeza.
—¡Justo lo que tengo! ¿Se toma en infusión?
—Eso es.
—Pues volvamos ahora mismo, doctor. Un té de acuila de Tellus es lo que necesito ahora mismo.
—Como quiera, señor, pero es posible que no le sirva.
—Me sentará divinamente, doctor. Estoy seguro.