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La batalla

¡Swump!, y la cabeza del joven Schlecker estalló tapizando de sangre, hueso y sesos las paredes del pasillo.

—¡A cubierto! —chilló Ferreira, tras la jamba de la compuerta.

Una descarga cerrada disparada desde el otro extremo del corredor barrió el pasillo hasta el fondo del dormitorio. El aire se llenó al instante de chispas, esquirlas de metal y un olor acre completamente desconocido.

Ferreira respondió con una ráfaga hacia el pasillo para cubrirse en un intento de llegar a la barricada, pero tuvo que mantenerse donde estaba ante la intensidad de la ofensiva.

—¿Son piratas? —preguntó por encima del estruendo—. ¿Son piratas?

—¡No! —le voceó Guillermo—. ¡Son nam!

El cabo disparó de nuevo a ciegas, asomando el arma. El tumb, tumb, tumb, seco, grave y potente de su fusil, tomado del arsenal pirata, se impuso sobre el sonido ligero de las armas nam y arrancó grandes fragmentos de los mamparos allí donde llegaban los proyectiles.

Se produjo un silencio y Ferreira se movió para despuntar los ojos y echar un vistazo. Vio con satisfacción que sus andanadas habían abatido a dos atacantes a pesar de estar protegidos con un equipo similar a las armaduras humanas de asalto. Se escuchó un trino agónico y Ferreira le gritó una respuesta:

—¡Jodeos hijoeputas! ¡Os estoy esperando!

Guillermo había volcado la mesa con la primera voz de alarma, justo a tiempo de poner a cubierto a Irdili de una serie de disparos en su dirección que levantaron fogonazos del acero sin llegar a perforarlo.

Ferreira gritó algo que no entendió. Entonces se incorporó ligeramente y vio a un par de nam al descubierto en el umbral de la cocina. Apuntaban hacia el cabo y esperaban con tanta calma a que se asomara, que parecían o muy novatos o muy confiados. Los abatió limpiamente con un par de disparos de su arma pirata y Ferreira le hizo una seña de agradecimiento.

Beatriz estaba totalmente al descubierto, sentada en su silla en posición fetal y con las manos en los oídos. Guillermo le gritó que se pusiera a cubierto, pero ella no se movió; parecía estar años luz de allí.

«La suerte no te va a durar mucho más tiempo, Viuda», pensó Guillermo. Por fortuna para ella, los disparos enemigos se habían concentrado en Irdili con una intensidad que no dejaba lugar a dudas: el objetivo del ataque era él.

Nicolás, al otro lado de Irdili, estaba cuerpo a tierra con los ojos y los puños fuertemente apretados a la espera de que acabara el tiroteo. El estruendo, la bruma y el terrible escozor de ojos que producía el humo de los explosivos junto con los gritos y los trinos de uno y otro bando le aterrorizaban y no era capaz de moverse.

Abrió los ojos cuando Guillermo gritó a Beatriz que se cubriera. La mujer era un blanco fácil en medio de la batalla y parecía mentira que no la hubieran abatido ya. Al verla expuesta e incapaz de reaccionar, algo en el interior de Nicolás despertó su sentido de la responsabilidad para con la tropa, que se impuso en su conciencia con una fuerza arrolladora.

Vio que Guillermo estaba a punto moverse hacia ella pero las ráfagas enemigas sacudían de tal manera la mesa que el sargento se veía obligado a dejar el fusil para sujetarla por las patas con ambas manos y evitar que saliera volando por los aires dejándoles al descubierto. Guillermo miró a Beatriz y tomó una decisión.

Nicolás, viéndole las intenciones le gritó:

—¡No! ¡Yo iré!

El comandante Grissom salió de la protección que le ofrecía la mesa, reptó a toda prisa hasta Beatriz y la tiró de la silla. Luego la empujó hasta que estuvo a salvo junto a Irdili, que se apartó para dejarle sitio. Los disparos levantaron tal cantidad de chispas a su alrededor que Guillermo pensó que solo un milagro podía mantenerles ilesos.

—¡Son lo más importante del universo, Guillermo! ¡Los dos! —le gritó Nicolás, con la mirada desencajada, adelantándose a lo que le iba a suceder—. ¡Son el futuro de la Humanidad! ¡Sálvelos! ¡A cualquier precio!

Luego, como no había sitio para él, se arrastró hacia una mesa cercana. Logró volcarla pero un tiro le alcanzó en el muslo derecho y un segundo disparo levantó una terrible erupción de sangre y carne en esa misma pierna. Aullando y jadeando de dolor, Nicolás logró arrastrarse hasta quedar a salvo.

El aire olía al ozono del cañón magnético de los fusiles y a los explosivos de los dardos. Los nam no parecían atreverse a saltar la barricada quizá, pensó Guillermo, porque se habían dado cuenta de que sus armaduras no les protegían lo suficiente.

—¿Estás bien Ferreira? —le preguntó gritando Guillermo.

—¡Sí, sargento! —contestó el cabo.

Guillermo se asomó un instante y su atrevimiento fue respondido con un único disparo desde el comedor que explotó en el escudo improvisado que era la mesa.

Los asaltantes conocían el arte de la guerra en el espacio: nada de armas de fuego para que su eficacia no dependiera del oxígeno ni proyectiles de alto poder penetrante para no dañar los delgados cascos metálicos de las naves espaciales y evitar una descompresión explosiva que pudiera acabar la batalla antes de iniciarla.

Solo habían pasado unos segundos desde el primer ataque y el dormitorio tenía las paredes inverosímilmente acribilladas. Se asomó de nuevo y tuvo tiempo de ver al menos a tres nam tomando posiciones en el pasillo, junto a la cocina, y a otros tres saliendo del cero g. «Han entrado por la esclusa de la enfermería», supuso.

Ferreira había logrado llegar a la barricada y con disparos certeros lograba contener a los atacantes aprovechando que el pasillo era estrecho y estaba despejado, pero esa situación no duraría mucho tiempo y el cabo no resistiría un ataque bien coordinado solo a base de bravura. Los disparos se reanudaron. Un nuevo asalto era inminente y no podrían detenerlo.

Nazaret se había refugiado tras una de las camas y reclamaba a gritos un arma. Guillermo le dio una voz y le lanzó su fusil y su munición. Entonces, el ex marido de Beatriz dejó su protección y corrió hasta Ferreira sin dejar de disparar con furia. Con su acción, la presión nam se relajó al no caber más enemigos a cubierto en su tramo de pasillo desde el comedor.

Cobián se hacía el muerto cuerpo a tierra. Se cogía el casco con las manos y se mantenía absolutamente inmóvil por mucho que los disparos levantaran chispas y las esquirlas pasaran silbando siniestras y peligrosas a su lado.

Guillermo reprimió las ganas de pegarle un tiro por cobarde y le ordenó que le sustituyera aguantando la mesa, pero veterano no se movió. Ni siquiera respondió o levantó la cabeza. En vista de eso, Guillermo tumbó una segunda mesa y trabó ambos tableros con la ayuda de Beatriz. La Viuda, con una expresión de agotamiento máximo, asintió y le dirigió una mirada de inteligencia en dirección al comandante. Guillermo asintió, saltó en el aire como una carpa y rodó por el suelo detrás de la mesa tumbada hasta llegar junto a Nicolás.

El comandante se apretaba el muslo pero la sangre le manaba a borbotones de entre los dedos al ritmo de sus latidos. Cuando levantó la vista, su rostro, muy envejecido y ceniciento mostró sorpresa y miedo, no por el dolor o la proximidad de la muerte sino porque había esperado ver frente a él a un nam a punto de rematarle. Ver un ser humano le tomó completamente desprevenido.

Guillermo evaluó la herida de un vistazo: le faltaba un gran pedazo de músculo y tenía parte del fémur al descubierto. La arteria femoral estaba destrozada. Se miraron y Guillermo asintió. Le hizo un torniquete con su cinturón y lo apretó hasta que la herida dejó de sangrar.

Nicolás jadeaba en un esfuerzo por soportar el dolor espantoso de su herida. Sus miradas se encontraron de nuevo. Entonces, como si le leyera el pensamiento, le ordenó incontestable, a pesar del hilo de voz que salió de su garganta:

—Coja mi arma y protéjales. Prométamelo.

Guillermo asintió, impresionado por su fuerza de voluntad y su determinación.

Nicolás se recostó en el parapeto, relajado como si se hubiera quitado un gran peso de encima. Guillermo le quitó la cartuchera y se la lanzó a Beatriz, ya recuperada. Ella recogió el paquete al vuelo e inmediatamente sacó el arma de su funda de charol. Un nam se asomó por la cocina y ella le acertó en la cabeza casi sin apuntar.

Utilizando una mesa de escudo Guillermo llegó hasta Cobián, que seguía haciéndose el muerto. Desde su posición había una visual muy buena sobre los nam, de manera que se apropió de su fusil y de su munición y, tomando puntería, abatió a un atacante y luego a otro más.

El fuego enemigo cesó repentinamente y se dejó oír un trino agudo y seco. Uno de los asaltantes salió al descubierto con un horripilante graznido agudo y sostenido, con la intención de lanzarles algo. No llegó a hacerlo porque Ferreira lo eliminó al instante.

Sonó otro trino similar al anterior y un instante después se levantaron dos nam, uno detrás de otro con iguales intenciones que su compañero y ambos cayeron a disparos de Ferreira antes de que pudieran arrojar nada. El campo de batalla volvió a quedar en silencio.

Guillermo avanzó hacia la posición de Beatriz e Irdili. Con su movimiento se reanudó el tiroteo como si esa hubiera sido la señal para el inicio de una nueva ofensiva. Ferreira y Nazaret se vieron obligados a retroceder hasta el dormitorio ante la presión de los nam, que habían aprendido la lección e invadían el pasillo utilizando las mesas del comedor como escudo, aunque los disparos humanos las perforaran y su avance fuera prácticamente suicida.

Los primeros nam en llegar apartaron la barricada del pasillo y los de atrás iniciaron un avance que les llevó imparables hasta el umbral del dormitorio.

A un silbido se abrió un pasillo estrecho entre los atacantes. Un nam apareció haciendo una carrera prodigiosamente escurridiza desde el comedor logrando evitar los disparos de los humanos. Antes de caer a un tiro de Guillermo, pudo lanzar una bola lisa y gris al interior del dormitorio.

La esfera rebotó un par de veces en el suelo con un sonido metálico y pesado. Se detuvo de golpe en su rodar, emitió un chispazo y cambió de dirección enfilando sin titubeos hacia Irdili, sorteando los obstáculos a su paso.

Nicolás no había visto nunca algo así, pero entendió al instante que era una sentencia de muerte para el nam. Sin dudarlo un instante, la atrapó con las manos en cuanto pasó a su lado.

La máquina nam soltó una chispa cegadora junto con un potente calambrazo. Nicolás la soltó pero luego la atrapó de nuevo, esta vez cubriéndola con su cuerpo. Al verse detenida, la esfera soltó una nueva serie de chispazos y descargas eléctricas cada una más fuerte que la anterior.

Nicolás, aturdido de dolor, sentía el vientre ardiendo. Cruzó una última mirada con Irdili y le mostró la palma quemada de su mano derecha con una sonrisa.

Su boca comenzó a articular la palabra «Paz» y, entonces, el artefacto explotó.

El cuerpo del comandante Nicolás Grissom se levantó un palmo en el aire, muerto en el acto ante los ojos del nam. Irdili, temblando de arriba abajo, empezó a incorporarse como si el tiroteo no fuera con él, graznando y silbando con una fuerza inusitada, y ofreciendo a la vez un blanco perfecto a sus enemigos.

Guillermo lo agarró de la capa y lo tiró violentamente al suelo arrastrándolo hasta ponerle a salvo de nuevo detrás de la mesa.

—¡No dejaré que te maten! —le gritó Guillermo, con lágrimas en los ojos—. ¡No ha muerto por ti para que te dejes matar, hijoeputa!

Sin embargo, apenas se volvió hacia la entrada se preparó para morir. Los nam entraban en el dormitorio, incontenibles, dirigidos por uno especialmente grande y monstruoso, armado con un hacha descomunal que manejaba como si fuera un cepillo.