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Confidencias

La cubierta se oscurecía con rapidez a medida que caía la noche en el asteroide. Guillermo estaba otra vez de guardia a la entrada del dormitorio de los nam, pendiente de su reloj. La cabeza le latía en punzadas de dolor al ritmo de sus latidos. En pocos minutos acabaría su turno de vigilancia, desaparecería la estrella y quedarían a oscuras y completamente a merced de los nam.

Llevaban casi 35 horas de exposición continua a virus y bacterias alienígenas, además de lo que hubieran podido aportar los cultivos y todos, salvo Baxter, él y Beatriz, estaban en sus literas, incapaces de moverse. Por contra, los nam parecían recuperar sus fuerzas con rapidez. Se preguntó si sobreviviría al contagio.

Vio a Cobián, que se había levantado con gran esfuerzo para ir al baño y le pidió que le adelantara el cambio de guardia para ir él también. El veterano se encogió de hombros y negó con la cabeza: no estaba dispuesto a regalar ni un minuto de su descanso.

Beatriz, sin dejar de acariciar a la mascota, le animó a que fuera:

—No hace falta vigilarlos. Creo que quieren ser nuestros amigos.

—Son muy listos —replicó Guillermo—. Saben que estamos enfermos. En menos de doce horas estaremos tan débiles que podrán acabar con nosotros sin esfuerzo.

—¿Tú crees?

—Si sobrevivimos a la infección, te apuesto a que pasaremos de custodios a custodiados.

—Lo ves muy negro, sargento. Acepto la apuesta porque creo que te equivocas. Yo apuesto a que naufragaron, vinieron aquí y se vieron metidos en un ajuste de cuentas entre piratas. Lo que tú decías al principio.

Tras un acceso de tos, él le respondió en tono sarcástico:

—Acepto la apuesta.

Ella le miró con interés:

—¿Te importa si te hago una pregunta?

—¿Cuál?

—¿Cómo es que te alistaste en el Regimiento Anónimo? Eres médico, ¿no?

Transcurrió medio minuto antes de que contestara:

—¿No crees que puede ser una pregunta muy personal?

—Es posible pero, ¿importa eso ahora? —le replicó ella.

—Tuve que huir —dijo él al fin.

Beatriz le miró extrañada.

—¿De quién?

—De todo el mundo. Amañé un combate en el que las apuestas eran muy altas.

Beatriz abrió los ojos, sorprendida.

—Yo era entonces el candidato mejor valorado para ser el siguiente Guardián del Estilo. Es decir, se suponía que yo era un joven limpio de corazón dedicado por completo a servir a la gente a través de la medicina y las cinco artes marciales. Y ciertamente, yo seguía y honraba el Código de los Cinco Estilos, pero me gustaba apostar y debía mucho dinero —se detuvo para toser—. Además era el médico de las estrellas de la lucha de entonces, Malevy y Li-Shan-Po. El caso es que, a cambio de saldar mis deudas, me propusieron darle a Malevy una droga suave para hacerle un poco más lento. Acepté y se la di, pero el muy cabrón resultó ser alérgico al preparado y cayó en el primer minuto del segundo asalto sin que Li-Shan llegara a tocarle. Mi soborno salió a la luz y todos me querían muerto. Unos por dinero, otros por faltar al Código de los Cinco Estilos y muchos por haber estropeado el que prometía ser el mejor combate en muchos años. Mi única salida fue meterme en el Regimiento Anónimo.

—¿Hace mucho de eso?

—Sí —Guillermo tosió de nuevo y sonrió—. Demasiado y aún me buscan. El Código de los Cinco Estilos no perdona y mi deuda ha generado tantos intereses que nunca la podré pagar. Nunca podré irme del Anónimo, y ahora tampoco importa: está muy claro que no saldremos vivos de aquí.

Beatriz le miró y sonrió a su vez.

—¿Eso crees? Te equivocas.

—Ojalá tengas razón.

—¿Y tú? —le preguntó Guillermo—. ¿Cuánto te cayó en la Tomahawk y por qué?

—Tres años por lo mismo que al comandante, a Cobián, a Nazaret y a Schlecker. Por una fiesta.

Guillermo enarcó las cejas.

—Estábamos en el culo de El Huevo, en Isla Soledad. Aquello era terriblemente aburrido. Cada año llegaba la nave de suministros y detrás de ella los feriantes con su plan de vuelo ilegal, ya sabes. Total, que aquel año, cuando estábamos en plena feria, una de las naves feriantes lanzó un SOS. El capitán de la nave de suministros no hizo caso y nos enteramos tarde. Yo era la piloto de la nave de rescate. Logré salvar a un tipo pero aun así nos condenaron.

—¿Y por qué eres la Viuda de Nazaret? ¿O es mucho preguntar?

—En absoluto. Nazaret fue antes hombre y mi marido. Un día desapareció en Isla Soledad durante quince días y volvió convertido en mujer. Tal como lo ves ahora. Para mí fue un golpe terrible y fue como si se hubiera muerto. Nos divorciamos y, mira tú por dónde, la condena en la Tomahawk nos ha unido más que cuando estábamos casados.

Guillermo iba a responder cuando Cobián apareció en el minuto justo para reemplazarle. Se despidió de Beatriz y entró en la penumbra del dormitorio. Las luces apagadas y el paisaje sonoro de toses y jadeos aquí y allá componía un cuadro deprimente. «De esta no salgo», pensó.

Una voz apagada pidió desde el fondo de la sala a Nazaret que encendiera alguna luz más. La respuesta fue un gemido en la oscuridad.

Guillermo se dejó caer en la litera sin ni siquiera quitarse las botas. Su fiebre era alta y las palpitaciones de su dolor de cabeza habían aumentado de intensidad. Le dolía también el cuello y tenía frecuentes accesos de tos.

Una linterna trazó un rayo de luz en la oscuridad. Era Baxter que, como un espectro, repartía las últimas medicinas.

—¿No tienes nada más? —le preguntó Guillermo, indignado al recibir una única pastilla de analgésico.

—¿Qué crees que lleva esta mierda de botiquín?

Beatriz entró en el dormitorio seguida de la mascota, que lanzó un aullido lastimero al pasar junto a Nicolás. A Guillermo le pareció un presagio de muerte.

Inmediatamente después, las voces de Schlecker y Cobián le exigieron a la Viuda que se buscara una cama lejos de ellos si iba a dormir con la mascota. Beatriz les respondió que ella ya tenía una cama y que si alguien se tenía que apartar, eran ellos.

Desde el dormitorio se oía hablar a los nam. Eran trinos incomprensibles, pero después de un rato de oírles en la oscuridad, perdido en el mareo de la fiebre, Guillermo le dio la razón a Nazaret: había ritmo en lo que se oía de ellos. «Hablan como pájaros y parecen una mezcla entre reptil y caballo», pensó Guillermo.

Antes de que se le cerraran los ojos tuvo una certeza que le produjo un último estremecimiento: «no nos tienen miedo».