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Astronave penitenciaria Tomahawk
Antes de salir de su camarote, Nicolás Grissom, ex comandante con grado de coronel de la estación espacial Isla Soledad ahora degradado a teniente primero y condenado a tres años de servicios forzados en la astronave penitenciaria Tomahawk, se acabó de limpiar las manos con un desinfectante de suave aroma ácido y después comprobó de un vistazo que todo estuviera en su lugar.
Las sábanas no tenían una sola arruga y sus cuatro recuerdos, ordenados con pulcritud como objetos decorativos en la estantería sobre la cama, intentaban dar ingenuamente algo de calidez y arte al ambiente. Nicolás Grissom intuyó una simetría de belleza y perfección entre lo que veían sus ojos y los Conciertos de Brandenburgo que sonaban como música de fondo en esos momentos. Lo que veía era hermoso y olía a limpio y a orden, como debía ser.
El armario con el retrete químico recién desinfectado quedaba oculto en su alojamiento junto con la ducha y el lavabo. Las paredes, el pavimento y el mobiliario se veían tan limpios e inmaculados que, a su juicio, el lugar parecía más un camarote pendiente de ser ocupado por primera vez que la cabina vulgar de una antigua astronave de combate reconvertida a penal como paso previo al desguace.
Cerró su conexión con Comunidad Tomahawk y cuando desapareció del aire la música de Bach sucedió lo se temía: se desbarató la tensión simétrica del ambiente y desapareció una parte de su belleza.
Suspiró. Después verificó, como hacía siempre antes de entrar en su turno, el buen funcionamiento de su implante inalámbrico personal con Elvira, la inteligencia artificial para el control de penados y naves penitenciarias que todo lo veía y valoraba a bordo. Aprovechó para intentar ganar puntos por orden y aseo mostrándole una vista panorámica del camarote mediante las numerosas microcámaras de su uniforme conectadas a su implante.
La omnipresente Elvira le contestó con un ¡blip!, y Grissom se dio por contento aunque la respuesta de la IA igual podía significar te sumo un mérito que te lo resto como que me da igual cómo tengas o lo que hagas con tu compartimento.
Nadie a bordo sabía qué algoritmo manejaba Elvira para otorgar o quitar puntos, en qué se fijaba más o qué era más importante. A bordo todos cumplían condena y cuando a final de mes aparecía el saldo de méritos de cada penado muchos pensaban que Elvira era de carne y hueso porque la asignación de los puntos, honores, sanciones y castigos para la redención de penas era tan arbitraria y partidista como la manera más descaradamente humana de puntuar a simpatía.
Se alisó el mono reglamentario de tela basta de color gris con los galones correspondientes a su rango y escudriñó su limpieza frente al espejo. Comprobó con satisfacción que había surtido efecto en la lavandería su amenaza de quejarse a Elvira y le habían quitado el minúsculo lamparón rebelde en el hombro derecho que el oficial lavandero había fingido no ver. Estaba contento porque le confesaron que, aunque en un principio rechazaron su receta, al final habían utilizado su mezcla de productos para eliminar su mancha y otra, también imposible, del uniforme del capitán.
Se miró las botas relucientes, tan limpias como el suelo que pisaban. Sacó aún más brillo a su galón de teniente primero bruñéndolo con la manga y se contempló una última vez en el espejo, la piel siempre sonrojada y el pelo fino y blanco peinado con una raya nítida como trazada a cordel, centrada en el cráneo con exactitud matemática. Aunque su imagen tenía las mejillas hundidas y quizá estaba muy delgado, se vio mejor de lo que se sentía.
En momentos como aquel, hambriento y perdido en lo más profundo del Cosmos a bordo de una nave de castigo por una falta menor y estúpida, envidiaba la suerte de su padre y de su abuelo, cuyos nombres estaban grabados en el Hall de la Fama de los Infantes de Astronáutica de Vieja Tierra tras haber tenido una muerte gloriosa en mundos conquistados a sangre y fuego.
A diferencia de su intrépida y heroica herencia familiar, él era un oficial de intendencia experto en limpieza de toda clase de manchas sobre toda clase de superficies. Hubiera querido ser explorador en lugar de guerrero para descubrir nuevos mundos que hicieran más grande al ser humano y entrar en contacto con otras inteligencias, pero una mala enfermedad de pequeño y la sobreprotección de su madre tras la muerte de su padre se lo habían impedido.
Su interés por la historia y su sensibilidad le habían llevado a declinar misiones de acción y peligro en favor de puestos de intendencia y organización en destinos tranquilos que la mayoría detestaba por aburridos, pero que él aprovechaba para bucear en la historia y fantasear tranquilamente en secreto con ser el intrépido protagonista de los erreuves de aventuras contenidos en el inmenso archivo de Comunidad Común sin la posibilidad de que la magia de la fantasía se convirtiera en incómoda realidad.
Salió del camarote y cerró la puerta después de programar una nueva combinación en la cerradura magnética. Además, con un gesto elegante de sus manos cuidadas, pasó el aro de un robusto y clásico candado de llave por los gruesos cáncamos que había mandado soldar para asegurar el cierre de la puerta.
No le sorprendía que a lo largo del último mes hubieran robado en varios camarotes de la cubierta de oficiales, porque estaba a bordo de una nave cuya tripulación estaba formada por los criminales de la Armada; lo que le parecía raro era que Elvira no hubiera identificado al ladrón, cosa que le hacía pensar que quizá la pretendida omnipresencia del programa era más leyenda que realidad o que Elvira fuera el propio capitán Doolittle o quizá Nascalo, el primer oficial, como opinaban algunos compañeros.
Pero, por si era cierto que una I. A. les vigilaba a todos continuamente, Nicolás actuaba con cautela como si los ojos y los oídos de Elvira estuvieran pendientes de él a todas horas. Al fin y a la postre, en su opinión, el temor al castigo era necesario para mantener la disciplina a bordo de cualquier astronave, y él era su propio ejemplo. Aunque había recurrido su condena a bordo de la Tomahawk y llevaba un año y medio esperando con fe ciega que le absolvieran, él cumplía el reglamento a rajatabla sin quejarse ni siquiera del preparado nauseabundo que les daban por comida y que solo se podía tragar a fuerza de voluntad.
En la pared blanco amarillenta del pasillo había una línea verde horizontal desteñida a grandes tramos. En la pared opuesta aún quedaba la traza de otra similar que mantenía un color entre el rosa y el rojo. Nicolás anduvo por el pasillo dejando la verde a su derecha para llegar a la gran avenida que recorría la nave de extremo a extremo para tomarla y llegar a su destino: el centro de mando. Disfrutó del silencio y tuvo la suerte de no cruzarse con nadie porque el pasadizo era tan estrecho que ambos hubieran tenido que apretarse cada uno contra una pared para poder pasar.
La parte superior del pasillo estaba cruzada de tuberías y bandejas colgadas de bridas y sujeciones, muchas de ellas tan corroídas y degradadas como los tubos que sostenían. Por encima de ellos se distinguían en el techo desconches de pintura y manchas enormes de óxido delatoras de la edad de la nave y de los estragos de la falta de mantenimiento. O lo que era lo mismo, pensaba con disgusto Nicolás, indicadoras de la desidia de los sucesivos mandos que habían comandado la Tomahawk desde que la retiraron de la lucha contra la piratería.
Del tiempo glorioso de sus batallas contra los piratas aún quedaba a bordo un pequeño almacén de la antigua armería, ahora reconvertida en una ampliación de la cocina. En aquel cuarto se guardaba, bajo el control de Elvira, media docena de equipos de policía militar con sus respectivos fusiles eléctricos, cuchillos, espadas y hachas de las que se utilizaban en el cuerpo a cuerpo de los abordajes. Por puro romanticismo, a Nicolás le hubiera gustado que se hubiera conservado alguna granada o alguna mina como las que habían manejado su padre o su abuelo.
Llegó al final del pasillo. Antes de abrir la escotilla se preparó. Abrió. La voz de Elvira sonaba en los altavoces anunciando el tiempo restante para el cambio de guardia. El olor rancio del sudor de la tripulación y su barahúnda atronadora fueron bofetadas para su oído y su olfato. De todas las incomodidades de a bordo, el tufo acre y hediondo de la tropa era lo que llevaba peor. Eso, y ducharse durante veinte segundos solamente una vez cada doce días. Por temor a volverse tan ordinario como la corriente humana que discurría por delante de él se esforzaba en mantener un discreto rechazo a acostumbrarse a esa hedentina y a ese fragor.
Por encima del estruendo se oía a alguien pidiendo paso con voces fuertes y decididas. Era el sargento Guillermo Gitzi llevando en cada mano una tarta cubierta de jeribeques de nata blanca robada de la despensa del capitán, como si fuera un camillero en servicio de urgencia en lugar de llevar un dulce en cada mano para pagar su deuda de juego al balgale con Abd-El-Talleh, el jefe del almacén.
Muy a su pesar, Nicolás se integró como uno más en el apestoso flujo de hombres y mujeres mugrientos y sudorosos que se apresuraban en ambas direcciones por la avenida central de la Tomahawk para conseguir el mérito de llegar al cambio de guardia con unos minutos de adelanto.
Apenas apareció en el amplio corredor, su grado de oficial fue reconocido al instante y la marea humana se desvió inmediatamente para que se pudiera incorporar a la corriente sin empujones. Nicolás se sumergió en ella complacido por la rapidez con la que la soldadesca había reaccionado ante su rango.
Desde su punto de vista, muestras de respeto como esa reafirmaban su idea de que los programas como Elvira eran necesarios a bordo, aunque provinieran de mitos basados en la idea arcaica de un ser omnipotente, similares al dios vengativo y vanidoso del oficio que el capitán Doolittle guiaba personalmente cada mañana en el canal religioso de Comunidad Tomahawk.
Por encima del tufo a humanidad Grissom notó un efluvio absolutamente inesperado, tanto por lo sabroso como por lo familiar: el de unos pasteles recién horneados.
El olor cálido, dulce y evocador, y a la vez inesperado, flotó con autoridad en el aire y se esparció como una bruma maligna e insidiosa porque el aroma de la repostería recién horneada trajo por comparación el recuerdo del sabor ácido y la textura pellejuda, blanda y repugnante de las algas que llevaban meses comiendo día tras día; algas que crecían en los cultivos hidropónicos de la cocina abonadas principalmente con los deshechos biológicos de la tripulación.
La sorpresa de Nicolás fue mayúscula y su efecto, contrario. En un gesto involuntario y epicúreo, se detuvo en medio de la corriente y cerró los ojos para deleitarse con el aroma que le llevaba de vuelta a sus hermosos años niños. Con ello, el flujo de tripulantes apresurados se encontró de improviso con un oficial detenido como un escollo en la corriente. La multitud, encabezada por Guillermo y sus pasteles, se precipitó como agua de río contra la espalda del teniente primero Nicolás Grissom.
La tropa reaccionó de forma instintiva ante la posibilidad de que Elvira asignara a alguno un bonus malisimus, la temida sanción por tirar al suelo a un superior. Las aguas de gente se abrieron en forma de cuña para rodearle, con Guillermo en el ángulo de la uve sin poder echarse ni a un lado ni al otro.
Antes de acabar empotrado en la espalda del oficial, el sargento lanzó los pasteles al aire por delante de él, dio un salto a la desesperada para colarse por la derecha del oficial a través de un espacio mínimo y recogió al vuelo los dulces antes de que se estamparan contra el suelo.
Grissom, con los ojos aun cerrados, oyó en su ensoñación risas a su alrededor. Cuando los abrió creyó que se reían de un camarero que se apresuraba delante de él con una tarta en cada mano.