24
La mascota
Guillermo estaba sentado en una silla y tenía el fusil entre las piernas. Observaba al comandante componer, muy concentrado, un centro de mesa metiendo en aparente orden un manojo de flores amarillas, horribles y casi mustias, dentro de una jarra. Ocasionalmente, Nicolás bebía pequeños sorbos del té verde que tenía en un vaso a su lado.
Nicolás levantó la vista.
—¿Le apetece? —le preguntó, ofreciéndole el vaso—. Es una infusión de acuila de Tellus. Es muy amarga pero me alivia las náuseas.
—Perdone comandante, pero la acuila se da a las embarazadas para acelerar el parto —le contestó—. No sirve para las náuseas ni para el dolor de cabeza. Y la infusión es de color amarillo y no verde.
—Se equivoca, sargento —Nicolás dio un corto trago y se entretuvo recolocando el ramo dentro de la jarra—. Hace mucho que no practica la medicina. Me lo ha dicho el doctor Baxter y ya noto que me está sentando bien. Necesito estar rápidamente en condiciones.
Nicolás hizo un gesto en dirección al comedor, donde estaban los demás.
—Lo desconocido les da miedo. Es natural y por eso quieren matarlos. Tenemos que defender a nuestros invitados.
—Sería mejor aislarlos —le dijo Guillermo.
—En absoluto —le contestó Nicolás, negando enérgicamente con la cabeza.
Guillermo se encogió de hombros. La cabeza le dolía más que antes y sentía en las articulaciones las molestias de la fiebre, mayores a cada hora y más agudas que nunca. Tosió de nuevo. Llamó a Baxter para que le diera un analgésico y este le dijo que los tenía racionados y que no se lo podía dar entonces, sino más tarde.
—¿Por qué le has dado acuila al comandante? —le preguntó Guillermo, a sabiendas de que el té no era de esa planta.
—Míralo. Es un hombre mayor y está agotado. Se la di como placebo para que sienta que hace algo para mejorar.
Guillermo le fulminó con la mirada.
—Eso no es acuila, Baxter. ¿Qué mierda le has dado?
—No lo sé —le replicó, reculando—. Fue lo primero que encontré cuando me pilló bebiendo del alcohol que ocultamos en la cubierta superior. Espero que no le siente mal.
Guillermo suspiró y meneó la cabeza en un gesto de resignación. Se oyeron toses provenientes del dormitorio. Baxter le preguntó:
—El comandante me dijo que de civil fuiste médico. ¿Es verdad eso?
Guillermo se encogió de hombros. No le gustaba que le recordaran su vida pasada y no contestó. Baxter sentenció:
—No tengo antibióticos. O sea, lo tenemos mal.
—Tú debes tener unas defensas extraordinarias —le respondió Guillermo—. Estás mucho mejor que nosotros.
Baxter cambió súbitamente de expresión.
—Me encuentro bastante mal, no creas. De todas formas, tengo suerte con mi herencia genética. En mi familia raramente nos ponemos enfermos. Disculpa, dentro de un momento me reúno con el comandante.
Baxter dio media vuelta y se fue apresuradamente. Guillermo le vio sacar una mascarilla del botiquín mientras se dirigía hacia los alienígenas. Luego hizo tiempo examinándolos sin mucha convicción hasta que Nicolás se reunió con él.
Los extraños continuaban sin sentido. Costaba creer que fueran inofensivos. «¿De qué se alimentarán? —se preguntó—. Quizá de piratas», bromeó Guillermo consigo mismo.
Esa misma pregunta se formulaba Nicolás cuando entró en el dormitorio seguido de Beatriz, a la que había relevado de sus obligaciones para que se encargara de los alienígenas, orden que ella había aceptado sin rechistar.
Baxter, con el rostro oculto por una mascarilla, tenía la mirada triste y resignada. Nicolás abrió su archivo Elvira y el médico comenzó su exploración aplicando de mala gana un fonendoscopio al pecho del alienígena más pequeño. Anunció:
—Aquí le late algo. No sé si tiene un corazón o varios porque suena como una orquesta de percusión.
Beatriz cogió la mano del extraterrestre y la examinó con curiosidad. Su piel era suave, de color verde claro en la palma y degradado de oscuro a claro en el dorso desde la punta de los dedos a la muñeca. Las uñas eran muy similares a las humanas pero más pequeñas.
De repente, los párpados del intruso se abrieron y retiró la mano al instante. Luego sus ojos se cerraron. El ser se encogió abrazándose el cuerpo a la vez que trinaba seguido. Baxter se quitó los guantes, los arrojó al suelo en un gesto de derrota y se fue del dormitorio diciendo:
—¡Denúncieme a Elvira si quiere! ¡Sus virus o sus bacterias nos matarán! ¡Tápenle con algo!
Beatriz volvió con un par de abrigos polares y cubrió a los extraños con ellos. Tuvo que ir en busca de un tercero para tapar del todo al más grande.
Mientras tanto, Nicolás se sentó a la mesa en la que momentos antes había preparado las flores. Esos seres, ¿eran náufragos? ¿Dónde estaba su nave? ¿Cómo habían llegado hasta allí? ¿Esos dos se habían enfrentado a ocho piratas armados y los habían derrotado? ¿Debería encerrarlos? ¿Eran tres? Porque habían encontrado tres mochilas. ¿Dónde estaba ese tercer extraño? ¿Y el comando de los piratas? ¿Se habría ido como él pensaba o se los habían comido o asesinado? ¿Vendrían más piratas a buscar a sus compañeros? ¿Los extraños habrían enviado alguna señal de socorro a su especie? ¿Había alguna relación entre los piratas y los alienígenas? ¿Y el tercero? ¿Dónde estaba el tercero?
Intentó dominar su inseguridad pensando de manera ordenada. Si Nazaret tenía razón, uno de ellos había intentado proteger al otro; o sea, que el pequeño podía ser alguien importante o simplemente su amigo o su hijo. La idea de que pudieran compartir con esos seres el concepto de amistad le reconfortó.
Su mente volvió al extraño pequeño. Si era un individuo destacado, ¿le estarían buscando los de su raza? Nicolás estaba completamente desorientado ante tantas preguntas sin respuesta.
Una sensación repentina de intenso peligro hizo que Guillermo mirara hacia atrás. Al momento se puso en pie de un salto y encañonó lo que había aparecido al fondo del pasillo. No tenía que ver con los extraños sino que era un animal parecido a un perro grande. Tenía el pelaje liso y corto; de color pardo amarillento sin manchas. Sus ojos eran hermosos: verdes y rasgados. Las pupilas eran verticales y tenían forma de óvalo. La cola, casi cuatro veces más larga que su cuerpo, era delgada y acabada en una orgullosa cimera de pelaje blanco.
Al verle, el animal comenzó a emitir unos aullidos agudos y prolongados. Se adelantó por el pasillo moviéndose con una elegancia extraordinaria sobre cuatro patas hermosamente musculadas. En lugar de hocico tenía una bola de pelusa nívea alojada dentro de un morro largo y ahusado. En el cuello llevaba un aro brillante, como un collar de luz.
El animal le miró con curiosidad y se detuvo frente a él, como evaluándole. Guillermo se apartó de la puerta y el ser entró sorteándole con un gesto rápido y fluido, dirigiéndose directo hacia el intruso más pequeño. Se tendió en el suelo, al lado de su cama, y volvió a aullar larga y levemente.
—¿Cómo ha llegado este bicho hasta aquí? —preguntó Nicolás, pálido y empapado en sudor.
—¡Es precioso! —exclamó Beatriz, que se acercaba después de haberse apartado para dejar que el animal se quedara junto al extraño—. Nunca había visto un animal tan hermoso.
—¡No lo toques! —exclamó Guillermo que no había dejado de apuntarle.
Para horror de Guillermo, Beatriz extendió la mano con precaución y a la vez con confianza. El animal alargó el cuello hacia ella. Del perímetro de su hocico surgieron unos hilillos que tentaron su mano como si la estuvieran examinando.
—Hace cosquillas. Seguro que no me hace daño —le dijo Beatriz—. Solo quiere estar al lado de su dueño.
Guillermo sentía la urgencia del peligro dentro de sí con una intensidad incontestable. Se preparó para disparar al menor signo de hostilidad pero, a pesar de la potencia de su sensación apartó el arma porque el animal le miró y sus labios se fruncieron en una mueca tan semejante a una sonrisa humana que su expresión resultó de una mansedumbre absoluta.
Beatriz alargó más la mano y el animal retiró la cabeza como si no quisiera que se la tocaran. Luego la avanzó y le lamió los dedos con una lengua rasposa, larga y hábil que dejó a la vista una dentadura blanca fuerte y afilada. Ella le tocó el pelaje y lo encontró suave y sedoso. Le acarició el cuello haciéndole cosquillas y el animal comenzó a gemir, esta vez en un tono más sordo y grave. Movió la mano para tocar el interior de su hocico y el animal retrocedió inmediatamente.
—Igual que un gato. Ronronea a su manera. Es una mascota —sentenció Beatriz sin dejar de acariciarle—. Creo que le caemos muy bien.
Eva había oído los gemidos y se asomó al dormitorio. Decidió acercarse y el animal también se dejó tocar por ella, pero al cabo de un rato se retiró. Eva comentó:
—¡Huele a caballo!
—¿Qué es un caballo? —preguntó Schlecker.
—Es un animal de Vieja Tierra. Grande, de cuatro patas y con un cuello y una cola largos. Es parecido al cebral de Antióquia, pero mucho más grande y con todo el pelo del mismo color. Antiguamente, la gente se montaba en su lomo para viajar y los ponía a tirar de los vehículos atándolos con unas correas especiales.
Nazaret se aproximó también, pero cuando extendió la mano para tocarle, el animal emitió un sonido agudo, como de dolor, y se encogió. El penacho del final de la cola comenzó a golpear el suelo rítmicamente con gran rapidez.
Atraídos por la nueva presencia, Cobián y Ferreira entraron en el dormitorio con curiosidad. Baxter se quedó en la puerta. El animal se refugió bajo la cama, encogiéndose hasta hacerse una bola. El golpeteo de la cola se repitió rápido y más audible.
—¡Atrás! ¡Fuera de aquí! —ordenó Nicolás, levantándose y haciendo gestos para que salieran del dormitorio.
Ferreira y Cobián retrocedieron hasta el pasillo. Nicolás había abierto su archivo Elvira y grababa la escena. El animal les miró uno a uno como si quisiera quedarse con sus caras. Por último fijó sus ojos de nuevo en Guillermo.
—Estáis locos —dijo Baxter desde el corredor—. Lo estáis tocando y es portador de microorganismos desconocidos, seguramente letales. Cuanto más os expongáis, peor lo pasaréis.
Guillermo se encogió de hombros. «De todas maneras estamos condenados», pensó para sí. Le preocupaba más la reacción de los extraños cuando despertaran. Si por él hubiera sido los hubiera atado a la cama. Estuvo a punto de hacerlo de no ser porque Beatriz pareció leerle el pensamiento y le pidió que no lo hiciera, insistiendo al igual que Nicolás en que los extraños eran inofensivos.
El más grande se movió. Guillermo y Nazaret le apuntaron con sus armas. El intruso emitió un silbido agudo y fuerte que acabó en un cloqueo grave y profundo como si quisiera anunciar al universo que había despertado. Se incorporó y logró levantarse de la cama al segundo intento. Miró en torno suyo, como evaluando su situación. Vio al animal y soltó un trino. El animal le contestó con un movimiento de la cola y salió de debajo de la cama.
El alienígena les miró de hito en hito y luego oteó a su alrededor. Les lanzó un silbido corto y grave, cogió al animal por el collar de luz y lo condujo de nuevo bajo la litera de su compañero. Le hizo un gesto con la mano y, al igual que una mascota bien adiestrada, el animal se tendió en el suelo.
Guillermo pensó que Nazaret había acertado. El grande era un sirviente o un esclavo del pequeño, sobre todo al ver cómo se plantaba junto a la litera de su compañero para protegerle y cómo había manejado a la mascota. El lenguaje no verbal era muy claro en ese sentido.
El intruso adoptó a continuación una actitud desafiante. Su enorme tamaño era imponente. A pesar de las advertencias del comandante ordenándoles no hacer nada pasara lo que pasara, Guillermo se preparó para dispararle al menor gesto de ataque.
Aunque el alienígena apenas se sostenía en pie, su actitud era claramente hostil y no parecía que fuera a cambiar. La frecuencia de los golpes bajo la cama aumentó como si la mascota estuviera sintonizada con el nerviosismo del extraño. Aquello no prometía nada bueno.
—Nuestro amigo se ha llevado un susto de muerte al despertarse rodeado de desconocidos y con su amo sin conocimiento —dijo Guillermo—. Preparaos. Creo que nos va a dar una sorpresa.
—Parece muy cabreado —añadió Nazaret con un temblor en la voz.
—¡Desde luego! —afirmó Guillermo.
Nicolás sentía que el dormitorio daba vueltas. Unas punzadas de dolor en el vientre apenas le dejaban tenerse en pie. A pesar de todo, consideró que había llegado el momento. Tenía que intentar alguna comunicación aunque, pensaba, de los dos intrusos le había tocado el agresivo en lugar del manso.
Consciente de la importancia del momento, Nicolás se acercó lentamente al alienígena hasta tapar la línea de tiro.
—¿Qué hace? ¡Apártese! —exclamó Guillermo.
El comandante separó los brazos del cuerpo para mostrar que no llevaba armas. Levantó la mano derecha mostrándole la palma y dijo con voz alta y clara:
—¡Paz!
El extraño soltó una nota grave seguida de un gorjeo siniestro y se agachó como la primera vez, encorvando la espalda y separando los brazos como si le quisiera abarcar. Entonces soltó un nuevo graznido tan grave que Nicolás lo sintió hasta en su vientre. No se esperaba esa respuesta y retrocedió tambaleante.
Guillermo se acercó a sostenerle y Nazaret le llevó una silla para que se sentara. El comandante estaba empapado en sudor y en su rostro palidecido se podía ver la expresión del fracaso.
En otra circunstancia, Guillermo se hubiera reído de buena gana ante el ridículo del comandante, pero la fe que demostraba Nicolás en la trascendencia de ese encuentro y el respeto que demostraba hacia los extraños le impedía tomarse el asunto a la ligera. Acabó reconociendo para sí mismo que el convencimiento y la coherencia con la que Nicolás seguía sus convicciones eran dignos de respeto.
El extraño permaneció en silencio e inmóvil. Lo único que se movía en él eran los sacos a lado y lado de la cabeza al ritmo de su respiración. Estaba tenso y a la espera, con los ojos clavados en Nicolás.
—Es como si cantara —dijo Nazaret—. Lo que ha chillado tenía ritmo. Era musical.
Uno de los ojos le miró y Nazaret respingó.
—¡Déjese de tonterías! —replicó Nicolás, al borde del desmayo. Luego, desde su asiento, se volvió trabajosamente hacia la entrada y agitó los dedos de la mano con la palma hacia arriba para comunicar prisa a su orden—: Dese prisa, cabo. Devuélvale lo que encontramos en la enfermería. Todo menos el sable.
Ferreira volvió con los objetos, los dejó en el suelo y los empujó con el pie hacia el intruso sin dejar de apuntarle. El alienígena se apresuró a rebuscar en la caja. Sacó una especie de correa con la que amarró a la mascota a una de las patas de la cama, pero no pareció encontrar lo que buscaba y dejó los bultos bajo la litera de su compañero, que silbó débilmente en ese momento. Parecía despertar.
Al instante, el intruso grande volvió uno de sus ojos hacia él sin dejar de vigilar a los humanos. A continuación inició una serie de silbidos inclinado sobre su compañero.
Unos instantes después, el amo se incorporó ayudado por el sirviente. Les miró a todos uno por uno y se detuvo en Nicolás. Este, incapaz de incorporarse de la silla, levantó la mano derecha.
—¡Paz! —exclamó.
Se hizo un silencio largo. Nadie se movía a la espera de lo que pudiera suceder. Guillermo le susurró a Nicolás:
—Como vamos a enfermar igual que ellos, insisto en encerrarlos hasta que nos encontremos bien.
El comandante le miró, indignado y con la paciencia perdida:
—¡Piense de una vez, Guillermo! ¡Piense! Nosotros somos su única oportunidad de salir de aquí. Pensarán que la nave que nos trajo tiene que volver o que tenemos una. Por eso nos necesitan y no nos harán daño. Después, cuando llegue la Tomahawk puede que sean peligrosos, y seguro que lo serán cuando se enteren de que Doolittle les considera un sacrilegio, algo que va contra su fe.
—Por la misma razón, también nos podrían eliminar antes de que llegara nuestra nave o para quedarse con la nuestra, como hicieron con los piratas.
—Eso no tendría sentido —le contestó con la impaciencia del que ya ha sopesado el argumento y lo conoce bien—. No sería inteligente, y menos siendo solo dos. ¡Tampoco sabrían manejarla!
Beatriz no pudo quedarse quieta. Para ella estaba muy claro; fue a la cocina y volvió con un vaso lleno de agua. Lo ofreció a los extraños.
El grande levantó la mano como si fuera a golpearla por acercarse demasiado. Guillermo le hubiera disparado de no ser que su compañero silbó seco y corto, y el grande se detuvo como congelado.
El sirviente cogió el vaso evitando entrar en contacto con Beatriz y se quedó quieto como si no supiera qué hacer con él. El amo silbó de nuevo y se sentó en la cama. Cogió el vaso con un cloqueo y, con una especie de trompa surgida de algún lugar tras los zarcillos, sorbió el agua ruidosamente a pesar de los silbidos repetidos del otro. Tras un nuevo pitido corto y seco, le tendió el vaso y el otro calló y bebió sin hacer ruido, al principio con cautela y luego con ansia.
Beatriz volvió con otro vaso y una jarra. Cuando terminó de beber, el intruso más pequeño se levantó de la cama y se dirigió a Nicolás con el paso vacilante, no por torpeza sino por debilidad.
Nicolás pensó que ese andar vacilante le hacía más humano. El extraño era una figura ascética, más alta que el comandante y mucho más delgada de lo que parecía a primera vista. El alienígena se paró frente a él, levantó su mano derecha y emitió un graznido ininteligible.
Nicolás sonrió con satisfacción. El extraño también quería comunicarse. Se levantó de la silla y, a continuación, su fuerza de voluntad no pudo más contra su agotamiento y se desmayó.
Antes de perder completamente el sentido, pudo notar la firmeza y la decisión con la que le sostenían aquellas manos de otro mundo.