25
Fiebre

El extraño dejó al comandante en el suelo con delicadeza y retrocedió un par de pasos. Mientras Nazaret mantenía encañonados a los extraños, Guillermo levantó en brazos el cuerpo de Nicolás y lo llevó al dormitorio. Lo dejó en su cama y le tapó con el abrigo polar. Las arrugas en el rostro del comandante se habían vuelto más profundas y había envejecido diez años. El color de su piel ya no era ceniciento sino alarmantemente cerúleo.

Baxter, que había permanecido en el comedor con Schlecker y Cobián para mantenerse a distancia de los alienígenas, se acercó. Echó un vistazo a Nicolás y se volvió hacia Guillermo.

—Os lo advertí —le dijo señalando al comandante—: Está así por culpa de esos bichos. Tenemos que eliminarlos o acabaremos como él o peor.

Guillermo le miró de arriba abajo con una expresión de asco profundo.

—La infusión que le diste es lo que le ha dejado así, hijoeputa. A ellos, ni tocarlos. Órdenes del comandante.

Baxter negó con la cabeza.

—No. Todos estamos de acuerdo en eliminarlos. Somos mayoría: Schlecker, Cobián, Ferreira y yo, contra ti y Nazaret y La Viuda. Este es el momento de hacerlo. En la investigación diremos que nos atacaron y nos defendimos.

—¿Y Eva?

—No la metas en esto.

—Escucha, Baxter —le replicó Guillermo—. Esto no es una democracia, es la Armada. Cumplimos órdenes y nuestras órdenes son proteger a esos bichos.

—¡Ese ni es nuestro comandante ni lo ha sido nunca! ¡No tiene ni puta idea de mandar! Yo soy capitán, de manera que soy el siguiente en la cadena de mando.

Guillermo le señaló los hombros con la mirada.

—No te veo los galones de capitán, Baxter, pero sí los de cabo, como Ferreira.

—¿Se te ha subido el grado a la cabeza o qué, sargento? ¿Nos vas a mandar tú…, mamón?

—De momento soy el oficial de mayor rango en este lugar, de modo que cumpliremos las órdenes del comandante.

—¿Y si no?

—Abriré el registro Elvira con una nota y un nombre: motín y Jack Baxter.

Baxter dio media vuelta, exclamando:

—¡Soldadito idiota! Nos matarás a todos.

Cuando volvió al dormitorio de los alienígenas, Beatriz y Nazaret intentaban comunicarse con ellos. Después de mucho esfuerzo, repetición de sonidos, gestos, dibujos ininteligibles tanto en el aire como en tablas de mano y mucha paciencia, ni Nazaret ni su Viuda fueron capaces de entender o reproducir ninguno los sonidos que emitían aquellos seres, una mezcla de trinos, gorjeos, gritos y golpes huecos repetidos como quien le da a la cáscara de un coco.

Los extraños tampoco acertaban decir una sola palabra humana; solo silbaban con una riqueza tonal que Nazaret intentaba imitar a su vez silbando o forzando la voz hasta el extremo más agudo de que era capaz, sin lograr ningún éxito. Parecía que hasta en el sentido del oído eran diferentes de los humanos.

Guillermo pensó que quizá su umbral de audición era más amplio que el humano, porque oírlos era como escuchar a la vez a los pájaros de una selva, a un grupo de delfines y ballenas cantando, y todos esos sonidos envueltos en un ritmo variable, a veces rápido y a veces lento.

Nunca llegó a quedar claro si una especie de graznido irreproducible que sonaba similar a «Nam» denotaba el nombre de su planeta de origen o el de su especie. Había que elegir y Beatriz y Guillermo optaron por simultanear ambas opciones. De esta manera quedó sentado para todos y para la historia que, en adelante, aquellos seres serían los Nam, procedentes del planeta Nam.

Por su parte, Nazaret decidió poner un nombre a cada uno de los extraños para dejar de referirse a ellos como el grande o el pequeño, el esclavo o el amo.

Al pequeño lo llamó Irdili y al otro, Suirilidam, que era a lo que a él le habían sonado los trinos de cuando parecía que se nombraban a sí mismos. Beatriz garantizó a Guillermo el acierto del bautizo explicándole que su ex marido tenía un oído musical extraordinario.

La mascota se mantuvo en todo momento al lado de Irdili. Al principio, el animal estuvo atento como si siguiera los esfuerzos por comunicarse pero unos minutos después su atención se centró en arreglarse con la lengua el penacho blanco que le remataba la cola. Sin embargo, la mascota no parecía capaz de estarse quieta; se levantó para ponerse al lado de Beatriz, pero la correa se lo impidió. Suirilidam estiró disimuladamente de la traílla pero no logró hacerle cambiar de idea.

A Guillermo no le gustó nada la falta de adiestramiento del animal y menos aún el intento de disimularlo por parte del extraño. Se llevó la impresión de que la criatura estaba acostumbrada a hacer lo que le venía en gana. «Es como un perro mimado», pensó. Sus miradas se cruzaron y tuvo al instante una sensación de alarma.

Ferreira debía de pensar lo mismo porque cambió de postura para tener mejor disparo sobre el animal. Los nam no parecieron darse cuenta, pero Guillermo notó que subía la tensión en el ambiente.

La mascota tiró más fuerte en dirección a Beatriz e Irdili trinó a Suirilidam con contundencia. Este estiró con fuerza de la correa y trinó a su vez con sequedad, pero a pesar de los tirones y las órdenes, la criatura mantuvo su querencia.

Guillermo y Ferreira prepararon sus armas y ambos nam parecieron alarmarse. El collar aplastó aún más el cuello del animal. Su respiración comenzó a ser sibilante. Suirilidam tiró un poco más de la correa y el ser volvió lentamente la cabeza hacia él. Le siseó y el nam se quedó inmóvil.

—Bajad las armas —les dijo Beatriz.

—No me fío, Beatriz. Ese se ha quedado helado —dijo Nazaret, refiriéndose a Suirilidam—. Para mí que tiene miedo del bicho.

—Yo no pienso bajar la mía —anunció Ferreira.

A pesar de los avisos pidiéndole que no lo hiciera, Beatriz alargó la mano hacia el animal. Al ver el gesto, Irdili se movió bruscamente y en su dirección pero se detuvo al verse amenazado por los fusiles de Guillermo y Nazaret.

La mascota aceptó las caricias y emitió una especie de runruneo. Se tumbó al lado de la mujer y comenzó a limpiarse el penacho con la lengua otra vez. Irdili pareció tranquilizarse.

—Está claro —dijo Guillermo—. O bien los nam tenían miedo de lo que le pudieras hacer o bien el animalito no es inofensivo. En cualquier caso, estás loca al jugar con ese bicho.

Irdili se sentó en su cama. Le dijo algo a Suirilidam y este le entregó la correa y se dirigió a la salida sin vacilaciones.

«Se larga tan tranquilo, como si estuviera en su casa —pensó Guillermo—. Si es un farol, está bien jugado. Y si no lo es, estamos jodidos». Le hizo una seña a Ferreira para que se mantuviera alerta y fue tras el extraño.

El nam le ignoró. Exploró el pasillo, pareció olfatear el aire y entró decididamente en la cocina. Se volvió hacia el sargento, le miró fijamente y, como si le diera una orden, le hizo un gesto que podía interpretarse como de beber.

Como respuesta, Guillermo se metió las manos en los bolsillos y se recostó en el quicio de la puerta. Unos momentos de completo silencio después, el nam repitió el gesto con menos brusquedad. El humano se demoró en coger un vaso del armario y lo dejó llenándose del grifo de la fregadera. Luego se retiró hasta apoyarse en el mueble.

Mientras esperaba a que estuviera lleno, Guillermo sacó del bolsillo una manzana y comenzó a mordisquearla mirando al extraño y pensando que debía de ser un buen negocio montar apuestas en torno a peleas de nam, si todos tenían el tamaño y el aspecto feroz de Suirilidam.

El extraño volvió la cabeza hacia él en cuanto oyó el ruido de la fruta al ser mordida.

Al momento se dejaron oír en la cocina con claridad los rugidos inconfundibles de un estómago vacío. Provenían del nam. Guillermo, sorprendido, le tendió la fruta.

Suirilidam la cogió con un latigazo de su mano y la comió con ansia y rapidez a dentelladas urgentes, casi sin masticarla, lo que permitió a Guillermo ver con claridad que detrás de los colgajos que rodeaban su boca, el nam estaba provisto de una indudable dentadura de carnívoro.

Cuando acabó la fruta, Suirilidam tendió la mano hacia él con palma hacia arriba y movió los dedos como había visto hacer al comandante Nicolás. El significado del gesto era inequívoco: «¡dame otra, y dámela ya!». Guillermo le dejó una segunda manzana en la encimera de la cocina.

Suirilidam la devoró tan rápidamente como la primera sin dejar ni siquiera el rabo. Guillermo se rio con ganas:

—¿Os comisteis así al comando? —le preguntó irónicamente—. Apuesto que sí, porque con esos dientes de dragón…

Pareció que el extraño le hubiera comprendido porque le interrumpió llenando el aire de cloqueos y silbidos. El nam se le acercó como si quisiera amedrentarle con su tamaño pero, aunque le sacaba dos cabezas, Guillermo no solo se mantuvo firme sino que se adelantó para dejarle claro que aceptaría cualquier desafío. Como para rematar su discurso o su actitud, Suirilidam dio un golpe con la base del puño en la encimera.

Guillermo no quiso ser menos orgulloso. Se puso su tercera y última manzana en la palma de la mano, y se la ofreció. El nam volvió a azotar el aire para cogerla, pero el humano fue más rápido y la lanzó al aire, cortándola en dos con el cuchillo que sacó como un relámpago de su cinturón. Los dedos del extraño pasaron por debajo de la fruta sin atrapar ninguno de los trozos. Luego, Guillermo dejó ambos pedazos sobre la encimera y se apartó para que Suirilidam los cogiera.

El nam clavó un ojo en la fruta y el otro en Guillermo. Sin perderle de vista cogió los pedazos de la manzana con la cautela del que teme un nuevo truco. «¡Qué humano eres!, hijoeputa», pensó Guillermo. Luego emitió unos sonidos secos que sonaron como unas castañuelas y volvió al dormitorio en silencio con el vaso y los trozos de fruta, donde se los ofreció a Irdili.

Irdili examinó cuidadosamente los pedazos de la manzana. A continuación hubo una corta conversación entre ellos. Por las direcciones hacia las que se movían sus ojos y sus manos, parecían referirse tanto a la manzana como al centro de mesa hecho con las flores de diente de león. Finalmente, Irdili silbó en dirección a las flores y mordió lentamente el fruto. Inmediatamente después bebió un largo trago de agua. Segundos después se había comido toda la manzana.

Guillermo observó:

—Probablemente, lo que buscaba Suirilidam en las cajas cuando Ferreira se las alcanzó era comida. Creo que los nam nunca salieron de la enfermería; de lo contrario no tendrían tanta hambre porque habrían hallado los cultivos.

Beatriz no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción:

—Deberíamos llevarles a los hidropónicos de la cubierta superior para que coman hasta hartarse, ¿no te parece?

Guillermo se acercó a los nam. Les hizo una seña para que le siguieran. Ambos le miraron pero no se movieron ni pareció que le hubieran entendido. Guillermo le pidió a Ferreira una zanahoria, la limpió de tierra, y a pesar de que estaba tan mareado que su estómago no aceptaba comida, se obligó a morderla delante de ellos.

Luego repitió la seña y echó a andar hacia la puerta del dormitorio sin mirar atrás. A su espalda escuchó unos silbidos nam apresurados y un par de segundos después, Suirilidam le seguía los pasos. Tras ellos iba Eva, pálida y con los ojos brillantes de fiebre.

—Acabemos pronto, por favor —pidió ella—. No puedo más.

Junto al pozo de cero g, Guillermo se volvió hacia Suirilidam con la intención de señalárselo, pero antes de que le hiciera un gesto, el nam ya estaba dentro y le esperaba flotando perfectamente inmóvil en el eje exacto del cilindro.

—¡Será fanfarrón! —exclamó Guillermo con una sonrisa, entrando en el campo de cero g con suavidad y elegancia para demostrar su maestría.

Eva entró en el pozo de cero g con demasiado impulso. De no haber sido por Suirilidam, que supo agarrarse a un lugar fijo y la atrapó al vuelo, la especialista en hidroponía hubiera atravesado la zona de ingravidez hasta salir por el otro lado y acabar en el suelo.

Eva le dio las gracias y el nam le contestó con un chillido indescifrable que la sobresaltó.

—¿Tú crees que se ha molestado? —le preguntó ella.

—No lo sé. Igual piensa que somos muy torpes o quizá todo lo contrario.

A Guillermo no le cupo duda de que el nam nunca había estado en la cubierta de los cultivos. Suirilidam miraba en todas direcciones. Eva le ofreció la hoja de una lechuga grande y verde. El extraño la examinó con unos zarcillos que hasta entonces les habían pasado desapercibidos y se la metió en la boca. Un momento después escupió el pedazo. Las borrajas y las acelgas tuvieron mayor éxito y fueron comidas sin problemas. Sin embargo, el nam rechazó las remolachas después de olerlas.

Suirilidam cogió una patata que le brindó Eva y seguidamente le hizo unos gestos a Guillermo: le estaba pidiendo un cuchillo.

El nam peló la patata con habilidad y luego la lanzó al aire. A continuación lanzó el cuchillo, que quedó clavado en la patata, y después recogió el conjunto al vuelo ejecutando un floreo realmente espectacular. Con un gesto le devolvió el cuchillo a Guillermo por la hoja: como él se lo había ofrecido.

Después fue royendo distraídamente el tubérculo mientras seguía a Eva con la misma actitud distante y superior de un general pasando revista. Suirilidam parecía entender que estaba allí para elegir lo que quisiera y que los humanos estaban a su servicio.

Cuando terminó de comer la patata continuó con unos tomates que le dejaron el morro manchado de jugo. Entonces, el nam sacó un pañuelo de su cinturón y se limpió cuidadosamente la cara.

Cuando entraron en la sala donde crecían las frutas, Suirilidam soltó un trino corto y agudo. Perdió su actitud distante y recorrió las bandejas de cultivo cogiendo frutas de allí y allá, cloqueando como si hablara para sí mismo y no se pudiera creer lo que estaba viendo.