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Alarma de clase uno

Si se habían enfrentado a los piratas y eran los responsables de la matanza, Guillermo pensó que los dos alienígenas eran unos adversarios terribles y despiadados o bien no estaban solos. Necesitaba echar un vistazo a sus armas, sobre todo comprobar el filo de la espada. Le extrañó no haber visto las huellas de sus pisadas en el polvo de las cubiertas o los restos de su nave en la llanura frente al faro o en el interior del desfiladero.

Nazaret observó, señalando con el fusil al caído:

—Este protegía al otro. Seguro que el de la capa roja es un tipo importante.

El intruso levantó los brazos lentamente en silencio sin dejar de mirar a Beatriz, atento a su reacción. Las mangas de su capa del color de la sangre resbalaron dejando al descubierto las palmas de unas manos con cuatro dedos cada una, un anillo en cada índice y pulseras en ambas muñecas. «Gané en lo del dedo opositor», se dijo Guillermo.

Beatriz miraba fascinada al extraño. Su rostro era de un claro color verde esmeralda igual que sus ojos, con algunas manchas más oscuras como si fueran lunares o pecas. Su cuello era un poco más oscuro y aún lo eran más sus manos, casi negras con dedos largos y pequeñas uñas finas y planas. Tenía la piel brillante, como líquida. Un ligero oscurecimiento cubría los alrededores de una incisión en V invertida que le pareció el remedo de los labios de una boca o quizá una nariz. De ese corte colgaban grupos de zarcillos de aspecto gelatinoso que venían a medir un palmo de longitud.

Tenía un ojo a cada lado de la cara, cada uno ubicado de manera prominente en la cabeza. Sin embargo, al igual que los humanos, sus ojos también estaban protegidos por unos párpados, solo que los suyos eran tan membranosos que recordaban los de un camaleón. Nazaret se movió y mientras uno de los ojos se mantuvo clavado en ella, el otro se orientó hacia su ex marido.

El extraño parecía lampiño salvo un único vello alrededor del cuello, como una especie de collar de pelo blanco como la nieve, mate y de aspecto suave, que contrastaba nítidamente sobre la piel verde y brillante. «Quizá eso y los anillos sean un adorno propio de su sexo», se dijo Beatriz.

—Está herido. Su sangre es caliente y roja, y transpira, o sea que regula su temperatura como nosotros —anunció Guillermo, iluminando su pecho. Vestía una camisa manchada de rojo y allí donde aparecía desgarrada asomaba piel verde sin pelo—. Yo diría que tiene fiebre. Es posible que por eso tenga la piel brillante y respire tan rápido.

El extraño pareció todavía más monstruoso cuando su ojo derecho quedó fijo en Guillermo en cuanto habló y el izquierdo se mantuvo en Beatriz. Ella les pidió a todos que dejaran de apuntarle.

Nazaret bajó el arma, pero Guillermo no hizo caso. La imagen de los piratas tan extraña y cruelmente despanzurrados le impedía dejar de apuntarle. Beatriz, vuelta hacia el extraño, levantó los brazos y los bajó después. El ser la imitó. Sus brazos descendieron temblorosos. «Fiebre», pensó Guillermo. Algo lució ligeramente bajo las vendas de su pecho.

—Tiene algo bajo la camisa —advirtió Nazaret—. ¿Un arma?

Se acercó al extraño con el fusil preparado para disparar pese a la cobertura que le ofrecía Guillermo. El alienígena se encogió al ver que Nazaret se le aproximaba y emitió un silbido grave. Beatriz avisó:

—Eso ha sido una advertencia. No te acerques, Ronnie.

—¿Y tú qué sabes? —le replicó Nazaret.

—¿Se dan cuenta? —interrumpió Grissom—. Ya comenzamos a entendernos. Se siente amenazado y nos lo hace saber con ese silbido. Deténgase, Nazaret.

Nazaret no obedeció. Extendió la mano lentamente y el silbido se hizo aún más grave y audible.

Nicolás se adelantó para apartarle.

El ser extendió una mano para que Nazaret se mantuviera a distancia y con la otra buscó en el interior de su camisa hasta sacar un colgante con una piedra de color amarillo que resplandecía ligeramente.

El ser se la mostró para que la viera bien y satisficiera su curiosidad y la guardó de nuevo bajo las vendas en un claro acto de posesión. Para Guillermo esa acción demostraba un control absoluto de la situación. «No está asustado», concluyó, extrañado.

Nazaret retrocedió, murmurando:

—Tranquilo. No te voy a quitar esa mierda de pedrusco.

De repente, los ojos del ser quedaron, uno en blanco y el otro con la pupila mirando hacia el suelo. Tras unos fuertes temblores se derrumbó sobre su lado derecho y quedó en el suelo sin sentido.

—Están enfermos y nosotros también —afirmó Guillermo, tajante y pálido—. Deberíamos registrarlos en busca de armas y encerrarlos, ahora que podemos. No tardaremos en encontrarnos peor y entonces estaremos indefensos.

Ferreira quiso examinar los objetos de los extraños, pero el comandante se negó. Igualmente prohibió abrir las cajas que había junto a ellos. El cabo le obedeció a regañadientes.

—Hemos de mostrar respeto, señores —les dijo Nicolás para zanjar la cuestión—. Máximo respeto —luego se volvió a Nazaret—: Vaya a buscar al doctor Baxter. Sargento Gitzi, ni se le ocurra tocarles y mucho menos registrarles.

—¡No vayas! ¡Deja que se mueran! —exclamó Ferreira agarrando a Nazaret por el brazo para detenerle cuando pasó a su lado—. ¡Mataron a los piratas y harán lo mismo con nosotros!

—Eso no lo sabemos, cabo —replicó Nicolás—. Suelte a Nazaret.

—¿Dos bichos como estos cargarse ocho piratas y sufrir un único rasguño? —le preguntó Beatriz, que se apartó para dejar pasar a su Viudo—. No me lo creo. ¿Y tú, Guillermo?

Gitzi había recogido del suelo la espada del intruso y la examinaba detenidamente. No tenía rastros de sangre. Era un arma temible de un material desconocido para él, tan rígido y algo más flexible que el acero. Levantó la vista y respondió.

—Esta espada es magnífica y tiene un filo extraordinario. Pero no puede hacer los cortes que vimos en los piratas.

—¡Pueden tener otras armas! —exclamó Ferreira.

—Lo dudo —retrucó Guillermo—. Nos hubieran amenazado con ellas y no con este sable.

—Entonces, si no fueron ellos, ¿quién los mató? —preguntó Nazaret.

—Estoy seguro de que estos seres no tienen nada que ver con la matanza —declaró Nicolás con contundencia, aferrándose a la teoría de que entre especies inteligentes no cabía la maldad sino el respeto mutuo—. Son el Primer Contacto y los vamos a tratar como si fueran nuestros iguales. Nazaret, vaya de una vez a buscar a Baxter. Que le acompañe Ferreira.

—Se equivoca, comandante —rezongó Nazaret antes de irse—. Y el sargento Gitzi también. Está claro como el agua que ellos hicieron esa carnicería. Quizá con alguna arma que llevan bajo la ropa y que no quieren mostrar de momento.

Tras un gesto mudo ordenando por tercera vez a Nazaret que fuera a cumplir su orden, Nicolás puso en marcha su registro Elvira y tomó varios planos de los seres con las cámaras de su uniforme, comentando a la vez lo que veía y en qué circunstancias se había producido el Primer Encuentro.

Guillermo no pudo menos que reconocer la elegancia y la exquisitez del comandante aprovechando la ocasión para dar a entender en el informe, sin decirlo expresamente, que el capitán Doolittle no había tenido nada que ver en el encuentro con los alienígenas sino que era un miserable que les había abandonado a su suerte en cuanto se declaró la alarma de clase uno y que todo el mérito del hallazgo se debía los esfuerzos del grupo que tenía bajo su mando en el faro.

A continuación le ordenó a Guillermo que abriera su registro Elvira. El sargento lo hizo y el comandante dijo en voz bien alta para que no se perdiera ninguna de sus palabras:

—Escuchen. A partir de este momento, anulo bajo mi responsabilidad las órdenes recibidas del capitán Doolittle. Desde ahora, el objetivo de nuestra misión será entregar a la Armada estos dos seres sanos y salvos, en perfectas condiciones —Nicolás tenía los ojos brillantes por la fiebre y muy abiertos de emoción—. Tenemos que lograrlo por encima de todo. Cueste lo que cueste. ¿Entendido? —e insistió—. Cueste lo que cueste.

—¿Está seguro? —le preguntó Beatriz.

—Segurísimo. Ellos son lo más importante del Universo para el género humano. ¡Significan que no estamos solos! ¡Que podemos ampliar nuestras ideas sobre el universo!

Guillermo y Beatriz cruzaron una mirada de mutuo escepticismo y asintieron simultáneamente con la cabeza. Nazaret no tardó en volver con Baxter y el resto de la tropa, atraída por el descubrimiento.

Lo primero que dijo el médico al ver los cuerpos fue:

—Esta es la alarma de clase uno. Estamos jodidos —y dio un par de pasos atrás.

Nicolás, que no había cerrado el registro Elvira, le ordenó que les atendiera.

Baxter le miró despreciativamente y, como si se dirigiera a un estúpido, le replicó:

—¿Y qué espera usted que haga? ¿Magia?

—Son el primer contacto de la humanidad con otra raza inteligente —le contestó Nicolás con impaciencia—. No nos sirven de nada muertos, ¿no se da cuenta?

—Nosotros sí que estamos muertos —le rebatió retrocediendo un paso más—: Nos hemos expuesto a sus gérmenes y hemos enfermado. Lo comprende, ¿verdad? Tenemos que deshacernos de ellos cuanto antes. Sus microorganismos pueden resultar mortales para nuestra biología.

Nicolás insistió:

—¡Déjese de tecnicismos! ¡Los necesitamos vivos! ¿Está ciego?

—¿Y cómo voy a saber si les sirven nuestros medicamentos o lo que se les pueda hacer? —le espetó con insolencia—. ¡Igual nuestros cuidados les matan y nosotros nos quedamos sin medicinas! El botiquín es escaso, imb…, señor. Necesito los pocos antibióticos que tengo.

A Nicolás no le pasó desapercibida la pausa. Iba a contestar acaloradamente pero Schlecker, que se había alejado, gritó:

—¡Votemos!

Nicolás se volvió lentamente hacia él, rojo de ira, con una tremenda expresión de incredulidad:

—¿Votemos? —le gritó Nicolás—. ¿Votemos? ¡Estúpido! ¡Cretino! ¿Dónde se cree que está?

Ferreira, que miraba a los intrusos con una expresión profunda de asco le apoyó:

—¿Inteligentes? —preguntó con ironía—. Son bichos, no personas. ¡Claro que tenemos que votar!

Eva salió de su mutismo para decirle:

—Son nuestro pasaporte para vivir como reyes, tontolculo. Estamos haciendo historia.

—Eso será si sobrevivimos a sus patógenos, listilla —le retrucó Baxter—. Tu soldadito tiene razón: hay que eliminarlos si queremos vivir.

—Siempre fuiste un idiota prepotente y corto de miras, Jack —masculló ella.

—¡Votemos! —repitió Schlecker.

—¡Calla, idiota! —exclamó Eva.

Nicolás miró al médico. Aunque justo había cerrado su registro Elvira, hizo un gesto elocuente, lo abrió y ordenó de nuevo a Baxter que atendiera a los alienígenas. Le hizo una seña a Guillermo y este obedeció abriendo su registro. El comandante le repitió la orden por segunda vez con voz muy clara. El médico dudó un instante pero luego cedió acompañando su renuncia con unos reniegos de cabeza:

—Aquí no los puedo examinar. Llévenlos abajo.