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Despertar
Guillermo tuvo un extraño despertar. Aquel no era el dormitorio de solteros de la Tomahawk sino un lugar mal alumbrado y frío, desconocido y solitario. Faltaban los sonidos familiares y siempre incómodos de un centenar sobrado de personas durmiendo en la misma sala.
Unos segundos después recordó dónde estaba y lo que había pasado. Movió los brazos. El dolor de cabeza había desaparecido y ya no le molestaban las articulaciones. En cambio, el estómago comenzó a dolerle de una manera familiar. Tenía hambre, mucha hambre. «Buena señal», se dijo.
Estaba tapado hasta el cuello con un abrigo polar que no era el suyo. Miró su reloj y no se lo pudo creer: habían pasado más de dos días desde que se tumbó en la cama.
No ver a los nam le produjo cierta inquietud. Recordó que se había despertado varias veces y que siempre había habido alguien para ayudarle o para darle agua, aunque no recordaba quién. «Quizá Baxter», pensó.
Se sentó en la cama. Tuvo frío y se echó el abrigo por encima. Estuvo un rato sentado con los pies en el suelo y las manos bien apoyadas en el borde de la litera mientras recuperaba las fuerzas y el ánimo para ponerse en pie.
Una sombra pasó por el fondo del dormitorio sin hacer ruido.
Una corriente de aire le trajo un olor extraño y penetrante.
Alguien se acercaba en la oscuridad.
Era Suirilidam. Su forma de andar ágil y confiada, su tamaño enorme, las vejigas inflándose y desinflándose y los ojos humanos con párpados prominentes en su cabeza alargada de caballo deforme le daban una apariencia tremendamente feroz y amenazadora.
Guillermo se encogió instintivamente. El nam silbó de manera seca y cortante y le ofreció sus manos descomunales agitando sus dedos de uñas planas y oscuras como animándole a que se pusiera en pie.
—¡Que te jodan! —le dijo Guillermo, intentando hacerlo solo.
Suirilidam emitió un sonido similar al de unas castañuelas que quizá fuera una contestación. A pesar del aspecto de su dueño, las manos eran cálidas y confortables al tacto. Tras un momento de duda se dejó ayudar.
El alienígena le agarró con firmeza del brazo y le ayudó a ponerse en pie. Guillermo le rodeó los hombros y se apoyó en él. Suirilidam ya no vestía su capa sino que se había quedado con la casaca corta que llevaba debajo, casi un chaleco si no hubiera sido por las mangas largas. A pesar de su cansancio, Guillermo se dio cuenta de que el chaleco tenía el tacto de una armadura ligera.
El nam aguantó su peso sin esfuerzo y le ayudó a llegar al aseo paso a paso, sin impacientarse. Luego regresaron con la misma calma. Entonces, apenas acostado, Guillermo se quedó dormido.