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El faro

La designación oficial de su destino era REHE Base 45. Se trataba de un hábitat construido sobre un asteroide con un gran núcleo de hielo. Había sido remolcado hasta ese lugar remoto después de servir de base de operaciones y almacén para la construcción de los otros faros del itinerario.

Poco después de ponerlo en órbita alrededor de la estrella, la ruta fue desestimada al no encontrar la discontinuidad espacio temporal que se esperaba en la zona y que hubiera permitido a las naves saltar al espacio Erre Ene y llegar hasta su destino: la Nube de Oort 3. De acuerdo con los informes, Base 45 nunca había entrado en uso desde su anclaje.

El faro era la construcción más grande de todo el proyecto. Estaba dividido en cinco niveles unidos por un pozo de cero g, un conducto libre de gravedad en su eje central por el que se podía subir y bajar fácilmente con un mínimo de entrenamiento. La cubierta inferior, en contacto con el asteroide, contenía el pasillo de acceso, la esclusa de entrada y la maquinaria de soporte vital junto con el equipo necesario para extraer el agua y procesarla.

Por encima estaban las cubiertas 2 y 3 destinadas a las personas despiertas y a las hibernadas respectivamente. En el nivel siguiente hallarían la planta destinada a los cultivos hidropónicos y a la enfermería y, coronando el hito, estaba la última cubierta, que era mínima y tenía una especie de mirador.

Nicolás repasó el material de repuesto que llevaban. No le hubiera extrañado que alguna de sus órdenes incluyera la estupidez de arreglar esa maquinaria de fontanería gigantesca después de casi un siglo de inactividad.

El día del asteroide tenía una duración de catorce horas y unos pocos minutos, es decir, que el astro giraba sobre sí mismo a velocidad de vértigo. Supuso que los ciclos diurnos y nocturnos de siete horas de duración harían muy difícil acostumbrarse a que se hiciera de noche después de comer y que amaneciera a la hora de cenar.

Chasqueó la lengua con disgusto. Ante la inminencia del desembarco, se sintió demasiado viejo para ese tipo de aventuras. Ser precavido y tener miedo no le pareció tan absurdo ni tan ridículo como cuando era joven.

Rezó para que el sistema de gravedad inducida del faro se mantuviera activo y ajustado a la intensidad estándar o más ligera, porque sabía por experiencia que estar sometido durante diez días a una gravedad superior solo era comparable al tormento medieval de vivir cargado de cadenas.

Le pareció que detrás de la elección de los miembros de su destacamento había habido mucha suerte o una mano amiga porque, además de Cobián, conocía a Schlecker, Nazaret y Beatriz por haber estado bajo su mando en Isla Soledad.

Le extrañó no ver al joven Schlecker en la esclusa. Según el informe había sido notificado hacía horas, no como Nazaret o Beatriz, a los que aún no se les había dicho nada.

Leyó rápidamente el expediente de los ocho integrantes del grupo. No conocía a tres: el cabo del decimocuarto Regimiento de Infantería Astronáutica Noé Ferreira, que había sido condenado a dos años y medio por insubordinación; el médico adjunto de a bordo, cuya imagen le recordaba al famoso psiquiatra de un grabado médico antiguo, que cumplía condena por negligencia profesional grave; y el sargento del Regimiento Anónimo Guillermo Gitzi.

Nicolás parpadeó, extrañado. El sargento hubiera cumplido en menos de un mes su año de condena por comportamiento indigno si no le hubiera traspasado la noche anterior al ubicuo Landström los dos meses de gracia que había conseguido acumulando méritos a lo largo de su estancia a bordo. Por eso, ahora le quedaban tres meses de permanencia.

Meneó la cabeza porque, a pesar de Elvira y de todas las reglas, en ese microcosmos donde únicamente tenían valor la comida, el sexo, el agua de la ducha y el dinero, por ese orden, el cocinero y algunas mujeres mandaban a bordo más que el capitán y el primer oficial juntos.

Gitzi era un tipo maduro de mirada ingenua, alto y fuerte. Lo vio observando por el ojo de buey de la escotilla con aire distraído. Leyó su hoja de servicios que de civil había sido médico, pero por algún motivo no ejercía esa profesión en la vida militar. Nicolás continuó leyendo su expediente y se dijo que sería mucho mejor tenerlo como aliado en esa misión porque el informe destacaba que el tal Gitzi, o como quiera que se llamara en realidad, había sido uno de los tres candidatos a Guardián del Estilo antes de alistarse en el Regimiento Anónimo. O sea, que era un experto en artes marciales y, por lo tanto, un tipo muy peligroso aunque parecía todo lo contrario.

No esperaba que el documento le explicara la causa por la cual un médico especialista en traumatología y maestro marcial había acabado como Anónimo, pero sintió curiosidad por saber qué clase de crimen espantoso había cometido.

Cuando llegaban los Anónimos, recordó Nicolás que decía su padre, era señal de que la situación era más que desesperada. Como carne de cañón que eran debían cumplir una única orden en dirección al enemigo: luchar sin tregua ni cuartel. No se esperaba que sobrevivieran; quizá por eso su himno era una variación triste y fúnebre del antiquísimo Toque a degüello y su pabellón era del color de la sangre con un trazo curvo y dorado, como una sonrisa, que simbolizaba el corte de oreja a oreja.

Una vez se ingresaba en el Regimiento Anónimo, compuesto por asesinos, ladrones, estafadores, violadores y delincuentes de toda clase, desaparecían los antecedentes junto con la identidad original y, en ocasiones, según contaban, a algunos se les modificaba hasta el ADN para mantener su anonimato. Se preguntó si ese sería el caso del sargento.

Miró a Beatriz, su amor inconfesado, en esos momentos asomada a la esclusa, y le sonrió. Estuvo a punto de avisarla para que se equipara y llegara a tiempo pero, como con ella solo quería ser el mensajero de las buenas noticias, dejó que se lo comunicara el sistema de a bordo. Se alegró de que la hubieran seleccionado para la misión porque así dejaría de cambiar sexo por comida o prerrogativas y volvería a ser la Beatriz que había estado bajo su mando en Isla Soledad. En esta ocasión le había salido gratis que estuviera con él porque cuando la trasladaron a Navegación tuvo que pagar buen tiempo de agua de ducha y una fuerte suma de dinero a Gladys y otra a Landström para lograr que se la devolvieran a Mantenimiento.

En Isla Soledad, Beatriz le había atraído por su juventud, su empuje y su belleza, y a bordo de la Tomahawk ese sentimiento se había convertido en un amor cada día más intenso. Nunca se había atrevido a confesárselo ni a proponerle una jonimún por temor al rechazo y para no perder la dignidad frente a ella y frente a sí mismo. Además, se consideraba demasiado mayor y no quería pasar por el ridículo de un amor contrariado justo al encarar el segundo tramo de su madurez.

Memorizó con facilidad la clave para acceder al control de la Inteligencia Artificial del hito. Con un gesto de la mano grácil y elegante, guardó el documento en el archivo de la misión y, a la vez, lo traspasó a su implante personal porque cuando estuvieran en el faro no tendría ni conexión con Elvira ni con lo más importante desde su punto de vista: la enorme cantidad de música clásica que guardaban los bancos de memoria de la Comunidad Tomahawk. Se le ocurrió que algo bueno de no estar a bordo sería no tener que oír los absurdos sermones religiosos del capitán Doolittle y sus peregrinas ideas sobre la misión de los seres humanos en el Mundo.

Tenía hambre y eso le hizo recordar la famosa frase de Napoleón Bonaparte «Los ejércitos marchan sobre su estómago» que los mandos de la Armada y, sobre todo, los de a bordo en particular parecían haber olvidado.

Sus tripas hicieron ruido y estuvo a punto de coger una ración, pero se reprimió. «Eres el comandante», se dijo, «y debes dar ejemplo. Sobre todo ahora, antes de iniciar la misión, porque seguro que Elvira está analizando tu comportamiento ante la tropa para evaluar tus aptitudes».

A Nicolás le preocupaba mucho no ser suficientemente firme y que no se cumplieran sus órdenes durante la misión o que su autoridad se pusiera en entredicho. En el hito, Elvira sería ciega a lo que pasara salvo que él o los policías militares lo incorporaran al archivo. Fueran cuales fueran los incidentes que se registraran durante la misión, cuando volvieran se juzgaría a las personas por dos vías. Una de ellas sería el juicio oficial de Elvira con sus sanciones. La otra sería el veredicto consensuado en secreto por un jurado elegido al azar entre la tripulación, veredicto que solía tener represalias dolorosas e inmediatas incluso si se trataba de oficiales.

La nave comenzó a inyectar aire en el finger para igualar las presiones. Beatriz se despidió de Cobián pero sonó otro ¡ding! y antes de que se diera la vuelta Elvira le comunicaba una orden escueta: tenía diez minutos para presentarse al grupo de abordaje completamente preparada.

Antes de que desapareciera en el aire en rostro de Elvira, Beatriz corría hacia el almacén general en busca de su equipo, apartando sin miramientos a quien tuviera delante porque faltar a un desembarco era una infracción grave y significaba un alargamiento de condena de entre seis meses y un año.

En la puerta del almacén se cruzó con Gustavo Schlecker. Nazaret aseguraba que Landström era su chulo y que el joven se prostituía con quien le indicaba el cocinero a cambio de no pasar hambre y de un suministro de raciones extras. A Beatriz no le hubiera extrañado que fuera cierto porque el joven había ganado peso visiblemente desde que estaba destinado en la cocina.

Schlecker salía apresuradamente del almacén cargado con su equipo y su traje polar. No cabían los dos en el umbral de la escotilla y Beatriz se apartó para dejarle pasar. En el mostrador, Abd-El-Talleh ya tenía preparado para ella el traje isotérmico de reglamento junto con una mochila de provisiones, una caja grande con herramientas y un recibo que le obligó a firmar.

Beatriz iba a decirle que las herramientas debían ser para otro porque ella era piloto y no mecánico, cuando Nazaret y un hombre robusto de estatura mediana y con la coleta típica que llevaban algunos infantes de astronáutica aparecieron apresuradamente y casi a la vez en el almacén.

Nazaret entró refunfuñando que había recibido el aviso sin apenas tiempo de prepararse y pidió su material antes de que el desconocido pudiera articular palabra. Abd-El-Talleh le entregó lo mismo que a Beatriz y al otro le dio un equipo de policía militar que el hombre manejó con tal familiaridad que le confirmó a Beatriz que era un infante de astronáutica. Le tendió la mano:

—Soy Beatriz Bohr, piloto de nave de rescate y ella es Nazaret, mi viudo, ¿tú cómo te llamas?

Él le estrechó la mano con un apretón formal e ignoró a Nazaret.

—He oído hablar de vosotros. Me dicen Noé Ferreira, cabo de infantería astronáutica —y añadió, empujándola para pasar—. Aparta Viuda, que no quiero llegar tarde.

Nazaret se volvió a Abd-El-Talleh.

—¿El fusil de ese estaba cargado, cariño? —le preguntó señalando con un gesto hacia Ferreira.

—Claro —contestó el intendente—. Dos dardos y una granada.

Ella replicó con un trino:

—¿Solo dos? Con eso no me siento nada segura, jefe Abd. Ponme alguna ración de más, guapetón. No querrás que me acuerde mal de ti ahí fuera, ¿verdad, cariño?