Primera parte

«Ya no soy yo, sino otro que recién acaba de empezar».

Samuel Beckett

QQué hay en la lejanía que nos atrae de una manera irremediable? ¿Quizás transformamos esta extensión que se nos escapa en una metáfora del deseo de eternidad que todos querríamos probar? Por imposible que ahora nos parezca, hubo una época en que partir era un verbo cargado de incertidumbres. El viaje sólo se podía conjugar en clave desconocida, y enfrentarse a él reducía aún más la frágil distancia existente entre la vida y la muerte.

La Europa del siglo VI se debatió entre las viejas y las nuevas estructuras. Por un lado, hacía muy poco que los pueblos, en otro tiempo castigados por la máquina de guerra más poderosa de los inicios de la era cristiana, habían hecho tambalear hasta los cimientos la antigua y gloriosa Roma; por otro, y sobre todo tras Constantino, el imperio había encontrado en Oriente una nueva oportunidad que tuvo su máximo esplendor durante el largo reinado de Justiniano (527-565). Éste conquistó buena parte de lo que los romanos habían abandonado ante la fuerza de otra civilización que venía del norte, al tiempo que estableció códigos de conducta que todavía no han podido superarse. No obstante, no debemos olvidar el papel que jugó su esposa Teodora, una emperatriz revolucionaria que, a pesar de sus actitudes tiránicas, también supo conectar con un espíritu de modernidad hasta entonces inédito.

En este momento de la historia tiene lugar nuestra aventura. El Imperio Bizantino dominaba el Mediterráneo y había establecido un poder casi místico sobre las culturas antiguas. Las tradiciones romanas disfrutaron así de una continuidad esperanzadora, pero la religión —un catolicismo excluyente dictado a base de concilios— fue ahogando legados como el griego, con todo lo que tenía de camino hacia la libertad.

El nestorianismo fue una de las herejías más perseguidas por la ortodoxia bizantina. Las dudas que habían nacido en Antioquía sobre la unión completa de la divinidad y de la humanidad en Cristo se convirtieron en un problema político cuando Nestorio fue nombrado patriarca de Constantinopla. Sus seguidores fueron expulsados del imperio, pero consiguieron un notable número de adeptos fuera de este territorio. En Persia fundaron varias academias donde continuaron sus estudios y, además de colaborar en la transmisión de la cultura griega, establecieron las bases de la medicina tal y como la conocemos en la actualidad. Una de las academias más destacadas fue la de Gundishapur, donde los griegos, los persas y los hindúes investigaban y traducían el legado de los sabios antiguos. Al mismo tiempo, se desplegaron por la Ruta de Oriente, fundando monasterios, incluso en la lejana y desconocida China.

El gran poder bizantino en el Mediterráneo fue, a pesar de todo, incapaz de extender su influencia hacia el este, donde los persas formaban una barrera infranqueable que ninguna de las continuas campañas llevadas a cabo por los emperadores del Nuevo Imperio Romano fue capaz de doblegar. El muro persa suponía un grave inconveniente para los bizantinos. Su objetivo era situarse en la ruta comercial más importante de entonces, la Ruta de Oriente. Los aranceles exigidos por los persas para que productos esenciales llegaran a Constantinopla hacían cada vez más difícil la pasión de los europeos por las sedas orientales.

Justiniano fue el emperador bizantino que con mayor resolución se enfrentó a este problema. Convencido de que las guerras con los persas no les darían la supremacía comercial en la Ruta de Oriente, usó otros métodos.

Ésta es, pues, la historia de una misión que a todas luces parecía imposible: conseguir un secreto que los chinos guardaban con celo extremo, ensanchar los límites de Occidente y demostrar que la astucia es más útil al ser humano que la violencia.

Queda en las manos del lector dilucidar qué hay de historia y qué de leyenda en las páginas que siguen, siempre que quiera acompañarnos.