Capítulo 5
Constantinopla
Mayo, 548
Los niños que corrían por las terrazas de la pequeña Gebze anunciaban la llegada de la primavera. Era un tiempo en que se reunían todas las noches, poco después de la caída del sol, esperando a que las luces del gran faro incendiaran las aguas del Bósforo. Desde su atalaya, jugaban a adivinar la cantidad de barcos que se dirigían a la ciudad imperial.
La lluvia tardía de las últimas horas había limpiado el aire de la vecina Constantinopla. Las quinientas mil almas que allí vivían enturbiaban el cielo cada jornada con las fumarolas de cocinas, antorchas y talleres. El viejo gigante marcaba el rumbo de los barcos y el ciclo del día. Se hermanaba con el sol en las primeras horas de claridad, y cuando la hoguera se extinguía, dejaba una impronta gris que se podía observar desde enormes distancias. Durante la noche, rivalizaba con la luna, abriendo otro camino posible sobre las aguas.
No obstante, aquel día, un acontecimiento inesperado distrajo a los muchachos de Gebze. Uno de los más pequeños descubrió al personaje que se acercaba por la única calle del pueblo. De la figura, mientras avanzaba con lentitud, tanta que quizás el tiempo no le pisaba los talones como hace con el resto de los mortales, sólo se distinguía en la oscuridad el perfil de su túnica.
Los niños intentaban acomodar sus ojos deslumbrados por el faro a la negrura que imperaba en el interior de Gebze. Se diría que observaban en silencio, pero no era así.
—¡Escuchad!
—¿Qué es este ruido?
—El hombre lleva un tambor.
—¡Tal vez sea un soldado!
—O lanza piedras…
—¡Callaos de una vez! Es un sacerdote. El ruido procede de su báculo golpeando contra el suelo.
El monje se mantenía ajeno a la curiosidad de los niños. Quería llegar a Constantinopla antes de caer exhausto por el cansancio. Hacía escasas horas que había perdido de vista a los hombres que le acompañaban en aquel viaje. La caravana había continuado su camino hasta Bursa, uno de los núcleos comerciales situados más al sur.
La noche era fría. Necesitaba cobijo y una cena abundante. Consideró si pedir hospedaje en la pequeña población que atravesaba, pero no quería invertir esfuerzo alguno en dar noticia de su paso, ni de su persona.
Sin duda, habría podido contarles muchas cosas. Era conocedor de lo que se escondía detrás de la luz que llenaba de magia las noches de Gebze. Hubiera podido hablarles de un antiguo sabio griego llamado Arquímedes, el inventor de un sistema de espejos que incendiaba las embarcaciones enemigas al enfocarlas con los rayos del sol. Este ingenio, que había salvado la ciudad de Siracusa de los ataques romanos, era el mismo que ahora usaban los bizantinos. Una inmensa pared cóncava, tachonada de pequeñas piezas de cristal, proyectaba la luz de la hoguera sobre el mar.
A Rashnaw —éste era el nombre del monje— le gustaba pensar que el saber iba más allá de un conocimiento hermético, que su cultivo te conduce hacia la paradoja de la doble naturaleza de las cosas. El ser humano es capaz de conjurar el mal y convertirlo en un beneficio para la especie, pero también, desgraciadamente, de ir en dirección contraria y servirse de su inteligencia para las empresas más oscuras.
Retuvo esta última reflexión: direcciones contrarias. Tras señalar el suelo con el índice, apresuró el paso. Era un viejo recorrido el que deshacía. Veintidós años atrás unos hechos lamentables le habían conducido al exilio.
Entonces era un joven profesor de la Academia de Atenas, sin poder para combatir las actitudes intolerantes de Justiniano y su esposa Teodora, contrarios a cualquier idea ajena a la ortodoxia de la Iglesia. El fanatismo de los emperadores traicionó el respeto que merecía la escuela filosófica fundada por Platón y que había acumulado más de ochocientos años de esfuerzos rindiendo honores a Atenea, la diosa del saber.
En aquel tiempo, Rashnaw se había sentido orgulloso de ser un seguidor de Nestorio y de impartir clases en el olivar sagrado donde los griegos habían edificado la Academia. Siguiendo las directrices de sus maestros, el monje nestoriano había estudiado matemáticas, historia antigua, astronomía y, sobre todo, se afanaba por entender la filosofía griega. El mismo se había considerado un discípulo de Carnéades, y abrazó algunas de sus teorías más escépticas.
Nada detuvo las ansias de poder de Justiniano y su emperatriz. A lo largo de los últimos años se habían agudizado las diferencias entre la religión oficial y las tesis que iban desarrollando los estudiosos, acusados de paganismo y de herejía. Los nestorianos, que disfrutaban de una cierta permisividad desde el Concilio de Calcedonia, hubieron de refugiarse después de los hechos de Atenas en tierras lejanas.
Él mismo podía considerarse un ejemplo. A pesar de que el emperador revocó, cuatro años más tarde, el cierre de la Academia que perpetuaba los conocimientos de los sabios griegos, Rashnaw decidió mantener su exilio, convencido de que podría ser más útil y sentirse más libre en su retiro en tierras persas.
El lugar que le había acogido era la lejana Gundishapur. En aquella ciudad se había desarrollado un espacio de apertura espiritual que le recordaba la Academia de Atenas; se aprendía en contacto con los demás y la tolerancia también acabó siendo un credo común. La historia, pensaba el monje, se repetía.
Algo parecido le sucedía ahora, cuando en las postrimerías de su viaje a Constantinopla, tras atravesar la única calle de la pequeña Gebze, el monje andaba entre olivos atendiendo la llamada de su emperador. A cada paso un olor a tierra húmeda le hacía sentir vivo. Avanzaba esperanzado por el recuerdo de las palabras recientes del papa Virgilio, pronunciándose en contra de la nueva condena a los nestorianos, dictada cinco años antes por Justiniano en los Tres Capítulos. ¿Cambiaría ahora la actitud beligerante del máximo patriarca de Bizancio? ¿Habría una rendija posible en las viejas estructuras de la Iglesia romana? Pese a estos pensamientos, se mostraba cauto. Tal y como enseñaba Carnéades… No se puede lograr más que lo probable. Es decir, la certitud total es imposible, pero también lo es la incertidumbre absoluta.
Su sueño de caminante se había cumplido. Había pasado la noche a cobijo del palacio imperial. Ahora atravesaba los pasillos rodeado de la guardia. Al amanecer fueron a buscarlo. Le extrañó la urgencia con que le reclamaban. No le dieron siquiera la oportunidad de refrescarse en la fuente, ni le ofrecieron nada para comer. Esperaba que le llevaran a la gran sala de audiencias de la cual todo el mundo hablaba; que el emperador, a la luz de los últimos acontecimientos, se mostrara dispuesto a reconsiderar su oposición al culto nestoriano. Por el contrario, los soldados se detuvieron repentinamente ante la puerta del que parecía un aposento privado. La sorpresa fue que el mismo Justiniano les franqueó el paso. Le reconoció enseguida al ver el sello que adornaba su dedo anular. Tenía el rostro desencajado, pero se reflejaba en él un rastro de esperanza.
—Gracias a Dios que estáis aquí, ella ya no puede esperar más —le dijo Justiniano, casi obligándole a atravesar el umbral.
—¿Ella? —le preguntó Rashnaw, ante un desconcierto creciente.
—Sí, ella, vuestra emperatriz, que os necesita. ¡Su estado es muy grave!
El monje, al escuchar esta confesión, se plantó en medio del cuarto y usó su corpulencia para oponerse a una solicitud tan estrambótica. Todas las esperanzas que había ido forjando durante el viaje desaparecieron de repente. Se le reclamaba por su fama como médico y la enferma no era otra que Teodora, la culpable de la adversa suerte de los nestorianos. Por unos instantes se sintió traicionado.
No tuvo demasiado tiempo para reflexionar sobre ello. A primera vista distinguió en la enorme estancia la figura de la emperatriz. Sobre la cabecera de la cama donde yacía destacaba uno de aquellos mosaicos que los artesanos bizantinos habían propagado por todo el imperio. Era una representación colorista y gigantesca de la orgullosa prostituta convertida en emperatriz. Al fin y al cabo una fantasía; del pasado esplendor sólo quedaba su espectro.
Lo comprobó de inmediato, justo cuando el desesperado emperador dio orden de correr parcialmente los fastuosos cortinajes que mantenían la habitación en penumbra.
—Ya os podéis marchar, Sabena —le dijo Justiniano a la dama de compañía de Teodora.
—Si la memoria no me engaña, vos sois Rashnaw, el nestoriano escogido por mi esposo para llevar a cabo el milagro de mi curación. Es una buena paradoja —se dirigió la emperatriz al monje en tono grave y burlesco a la vez.
—No os engaña, señora. Pero sin duda vos sabéis que los milagros son una cuestión de fe, un regalo de la voluntad de Dios, y yo no creo merecer este honor.
—Da igual. Vos y yo sabemos que se me acabó la suerte.
Justiniano, que había permanecido inmóvil junto a ellos, se acercó con la intención de intervenir, pero Teodora solamente necesitó levantar una mano para detenerle. El gesto le produjo una mueca de dolor.
—No digáis nada —le pidió al recobrar el aliento—, y dejadnos solos. Quiero hablar con este monje.
—Pero, Teodora, él puede ayudaros —insistió Justiniano.
—¿No sois capaz de respetar la voluntad de vuestra esposa moribunda?
El emperador dio un paso atrás y salió del aposento, pero Rashnaw vio a través de la puerta entreabierta cómo paseaba arriba y abajo. El monje se enfrentó a los ojos febriles de Teodora, esperando con curiosidad sus palabras.
—Vos y yo somos enemigos naturales —le dijo Teodora mientras Rashnaw intentaba medir el alcance de la enfermedad por el ritmo de su respiración.
—Hay situaciones en que los peores enemigos pueden hermanarse, señora. Ya sabéis lo que dicen los libros sagrados…
—No le he dicho al emperador que nos deje solos para hablar de religión. Sobre ese tema os tendréis que poner de acuerdo con él, cuando yo desaparezca. Ahora os quiero pedir un favor más importante que mi vida. Apelaré a vuestra misericordia, a vuestra caridad cristiana. Os he escogido para llevar a cabo el último deseo de una emperatriz a las puertas de la muerte.
Rashnaw no podía estar de acuerdo, pero había entendido lo grave de la enfermedad por el aspecto que presentaba su brazo izquierdo y no respondió a las provocadoras palabras de Teodora. Dejó su báculo apoyado sobre el enorme mosaico mientras ella tosía frenéticamente.
—Quiero que ayudéis a Justiniano para que se pueda cumplir mi sueño. Él me prometió que conseguiría el secreto de la seda, que Bizancio no se vería obligado a mendigar a los persas cuando el imperio más poderoso de la tierra necesitara vestidos que acreditaran su rango. Y además, yo quiero ser recordada como la emperatriz que lo hizo posible.
—Por lo que yo sé, señora, el secreto de la seda sólo se conoce en la lejana China. ¿Qué puede hacer un pobre monje como yo para satisfacer vuestro deseo? —le dijo Rashnaw, visiblemente sorprendido.
—Según mis informaciones, vuestros sacerdotes hace tiempo que recorren la Ruta de Oriente. Únicamente un gran hombre puede llevar a buen término esta misión, y me han asegurado que vos lo sois. Los beneficios serían para todos. Cuando yo muera, Justiniano no tendrá demasiados problemas para perdonaros.
—No entiendo lo que me proponéis.
—Entonces puede que no seáis tan inteligente como me habían dicho. Justiniano os pedirá que comandéis una expedición con el objetivo de usurpar a los chinos su secreto. Y quiero que aceptéis. Dadme vuestra palabra. Necesito saber que puedo contar con ello aunque ya no esté aquí para verlo.
La emperatriz sufrió otro acceso y Rashnaw se apresuró a ayudarla. La violencia de la tos a punto estuvo de lanzarla fuera de la cama.
—Complacedme, ¿no veis que me muero? —Las últimas palabras de Teodora iban acompañadas de un rictus de desesperación. Los ojos, a punto del llanto, clavándose en los de su interlocutor, pedían una respuesta afirmativa, sin concesiones. Al menos, eso fue lo que observó el monje.
—De acuerdo. Os prometo que haré todo aquello que esté en mis manos. Pero a cambio me permitiréis ayudaros. Conozco algunos remedios que apaciguarán vuestro dolor —respondió Rashnaw, dudando todavía de la autenticidad que parecía transmitir la frágil figura de la emperatriz.
—También este servicio sería un acto de amor a Bizancio —dijo Teodora poco antes de dejarse caer agotada.
Rashnaw puso sobre la mano izquierda de Teodora la cruz que ella intentaba coger y tuvo la impresión de que el contacto con el esmalte frío la tranquilizaba. El emperador ya hacía unos minutos que asomaba en la puerta, incapaz de resistir la espera.
—¿Cómo la veis? —preguntó al monje cuando éste se le acercó—. ¿Se puede hacer algo por ella?
—Vos sois un hombre culto y sabio, Justiniano —dijo Rashnaw sin miedo, mirándole a los ojos—. Vuestra esposa no vivirá demasiado tiempo, pero podemos liberarla de su dolor lacerante.
—Lo haréis por ella…, por mí…, por la causa nestoriana…
—Lo haré porque es mi obligación como médico, porque en la Academia de Gundishapur he podido profundizar en mis conocimientos.
—¡Seréis recompensado! —respondió solemne Justiniano, pasando por alto la alusión al cierre de la Academia ateniense, mientras pensaba en el caballo escogido personalmente para premiar la visita del monje.
—No quiero ninguna recompensa, sólo quiero justicia.
—Ayudadla y la tendréis —concluyó el emperador.