Capítulo 12
Montañas del Pamir
Septiembre, 551
El primer sol de la mañana penetra en la cueva hasta el lugar donde Úrian todavía duerme. Acurrucado en la márfega, se desentumece con movimientos lentos y, antes de abrir los ojos, aspira el olor del campo que el rocío ha hecho más intenso. De pronto siente como si hubiera amanecido y él no pudiese quedar al margen dentro de aquel útero incompleto que lo rodea, pero celebra el nacimiento del nuevo día. Desde que enfermó, disfruta de la vida con una intensidad que nunca había experimentado antes.
Alguien se mueve a su alrededor y Úrian le observa perezoso; sabe que, en cuanto se levante, todo se precipitará. No tiene elección, Rashnaw prepara los caballos para volver al camino y le empuja a seguirlo.
El joven de Corinto busca a Tistrya y a su padre. No tarda en ver cómo se dibujan a contraluz las dos siluetas. Agachadas, encienden un pequeño fuego con ramas que tienen reservadas en terreno seco. A ellos no parece importarles las prisas del viejo monje, siguen con la rutina que les ocupa un día tras otro.
Úrian observa las evoluciones de sus amigos, tan próximos y tan lejanos a un tiempo. Por mucho que se esfuerza, no encuentra la manera de reunir dos realidades tan dispares. Se siente dividido, sin poder hacer nada para detener la determinación con la que el monje dispone la partida; tampoco sabe cómo hacer entrar en razón a Tistrya, o lo que queda de él, cómo conseguir que reaccione.
—¿Estás preparado, Úrian? —pregunta Rashnaw sin mirarlo.
No hay tregua posible. El monje ha tomado una decisión y no se volverá atrás. Úrian se gira hacia los dos hombres situados en torno al fuego y entiende que Tistrya se ha convertido en una sombra enfermiza de su padre. El viejo actúa como si estuviera solo; raramente responde, a menudo se ríe sin motivo aparente, se mueve con la lentitud de quien ya no espera nada.
En el exterior, Rashnaw parece haber ultimado los preparativos. No ha intentado aproximarse a su discípulo ni, en apariencia, le interesa lo que sucede en el interior de la cueva. Úrian observa cómo el joven monje también le mira, quién sabe si por última vez.
—Buena suerte, Tistrya, pensaré en ti —dice al pasar por su lado, camino de la salida—. Cuídate mucho.
Los dos jinetes marchan uno detrás del otro, Rashnaw abre paso con diligencia. El hijo del tejedor se siente impotente; no ha sido capaz de transmitir a Tistrya todo aquello que le preocupa, pero tampoco entiende cómo Rashnaw no se ha impuesto, por qué…
—¡Explorador! —grita Úrian al escuchar un relincho muy cercano.
Se gira y espera unos segundos hasta que Tistrya se pone a su altura. Quiere ver en sus ojos una señal que acompañe su decisión, pero el joven monje mantiene la mirada impenetrable. Cuando consigue hablarle, sólo le salen unas palabras vacías…
—¡Has venido, al fin!
—No tengo por qué darte explicaciones sobre si vengo o si decido no hacerlo —responde Tistrya, todavía influido por la oscuridad de la cueva.
—Pero ¿ya no temes dejar solo a tu padre?
—Ha sobrevivido todos estos años, podrá esperar a mi retorno.
—¿Entonces? Disculpa, Tistrya, pero me gustaría entenderte.
—No es tan difícil…
Explorador, al percibir que el muchacho se gira, queda frente al caballo de Úrian, un animal turcomano, elegante y enérgico, al que llaman ajal-teke y que puede llegar a soportar centenares de millas de marcha sin beber ni una gota de agua. El joven monje lo mira de reojo, después levanta la barbilla en dirección a Rashnaw.
—Le odio, pero también le quiero —continúa Tistrya—. Durante mucho tiempo, ha sido como un padre para mí y él es quien corre mayor peligro ahora mismo.
—¿Él?
—Él y todos nosotros, Unan. No seas ingenuo. Muchos hacen este viaje, pero la mayoría no regresa nunca. Ya he sufrido grandes pérdidas; si le sucediera algo a Rashnaw y yo no estuviera a su lado, no me lo podría perdonar. No quiero volver a llorar la pérdida de un padre…
Tistrya espolea el caballo y sigue la estela de su maestro. El hijo del tejedor se queda atrás, pensando en sus últimas palabras. Todos corren peligro, pero ¿acaso el peligro no está siempre presente? ¿No lo corrió su familia en la plácida Corinto, cuando él todavía era un niño? El peligro nos acompaña en nuestro viaje personal, como la muerte forma parte de la vida. Poco importa que vayamos de un lugar a otro o que echemos raíces en la tierra que nos ha visto nacer.
Encontrar la caravana no resulta tan sencillo como pensaban. En más de una ocasión les ha parecido verla a lo lejos, pero al acercarse han comprobado que eran otros viajeros los que iniciaban el recorrido por «el camino de las cumbres», tal y como algunos denominan las tierras del Pamir. Los tres viajeros siguen la misma ruta, van a buen paso y conservan el ánimo. Pero se detienen para comprar provisiones en un pueblo que parece descolgado en el tiempo. Úrian indica al joven monje la conveniencia de cambiar el caballo; para atravesar esas tierras hacen falta animales acostumbrados a un terreno agreste y, en las cotas más altas, helado. Los otros componentes de la expedición ya lo hicieron en Samarkanda; sólo él sigue con el mismo animal, Explorador.
—No pienso hacerlo, es mucho más que un caballo, es mi compañero. Seguiremos juntos hasta el final —dice Tistrya a la defensiva.
Úrian le mira y acto seguido busca ayuda en Rashnaw, quien con un gesto sutil le pide que abandone su propósito. Unos minutos más tarde, es él quien se acerca a su discípulo.
—Piénsalo bien, nos hacen falta estos caballos mucho más robustos, se aclimatan mejor a las temperaturas extremas y a los caminos angostos. Nos facilitarán la travesía…
—¿Me estáis pidiendo que me deshaga de él? ¿De veras creéis que podéis convencerme? ¿También a él debo abandonarle? —Habla con los ojos cegados por una impotencia que le enfervoriza, con la cara alta y la expresión arrogante.
Rashnaw sabe que no sólo se refiere al animal, pero se niega a entrar en su juego. Espera unos minutos y, aprovechando la proximidad de Úrian, dice, como si se dirigiera al joven tejedor o como si hiciera una reflexión en voz alta:
—Amar significa dejar marchar, pensar en el otro y no intentar retenerlo. Si lo hacemos, le negamos la posibilidad de volar. Debemos ser generosos con los afectos y —Rashnaw hace una breve pausa antes de continuar— viajar ligeros con la convicción de que nada nos pertenece.
Pero Tistrya ya no puede renunciar a nada más. Adquiere el compromiso de cuidar el nuevo animal que se le ofrece; con él transportará la carga de pieles, las calabazas para el agua, la comida seca y salada. Explorador camina a su lado, como un viejo amigo. El joven monje le cuida, le ofrece el forraje que los otros encuentran por sí mismos. Poco a poco, también él parece acostumbrarse a comer el arbusto, de color carbón y olor penetrante, denominado bursta. Es el mismo que usan para encender fuego; arde rápidamente y Rashnaw les explica que ello es debido a la cantidad de aceite que contiene.
Úrian se queda observando una caravana pequeña que sobrepasan a paso ligero. Va encabezada por unos animales enormes y extraños cargados hasta arriba. Son peludos y al muchacho le resultan desagradables, posiblemente por la contundencia con la que se abren camino sin contemplaciones, o por su color impreciso. Los observa mientras avanzan parsimoniosamente y con la cabeza baja.
—Ya veo que los yaks no te convencen, ¿eh? —dice Rashnaw, atento a la mueca que hace Úrian al sentirlos cerca.
El muchacho niega con la cabeza, con la misma expresión en el rostro.
—No te engañes —añade el maestro—, pese su aspecto, son una buena compañía para esta gente, les facilitan mucho el trabajo en el campo ¡y dan una leche buenísima!
—¿Con este pelaje tan lanudo y largo? Creo que me daría asco bebérmela.
—Si tenemos suerte, quizás tengas ocasión, Úrian. Ya hablaremos de nuevo sobre el tema cuando la pruebes. Y ese pelo tan lanoso al que te refieres, también les resulta muy útil.
—¿No dormirán encima, verdad? —pregunta Úrian, sin saber qué pensar.
—Lo utilizan para algo todavía mejor: lo tejen y construyen tiendas preparadas para aguantar fuertes tormentas. ¡Imagina si es resistente!
Úrian, pese a todas las explicaciones, sigue pensando que aquellas bestias no le hacen ninguna gracia.
En la cara meridional de las montañas el paisaje se va volviendo cada vez más árido; sólo en su vertiente norte crece la vegetación y menudean los árboles. De esta forma se orientan en un espacio desprovisto de pueblos y caravasares. Todo se repite cíclicamente: rocas y piedras que hace falta superar con destreza en los pasos más angostos, subidas interminables para poder llegar a cotas que se empequeñecen al ser conquistadas.
Es el ciclo del día el que cambia el escenario, proveyéndolo de matices, bañándolo de colores. El cálido anaranjado de la salida del sol recuerda a Úrian la Capadocia y, sin poderlo evitar, siente nostalgia de su amigo Fiblas. Quizá se mostró excesivamente duro, y ahora se arrepiente. Al anochecer, el violeta que cubre el horizonte le abraza con una melancolía dulce. Es entonces cuando busca, bajo la capa de piel que lo preserva del frío, la cinta de su madre.
Cuando ya llevan dos días de camino, empiezan a intranquilizarse. Rashnaw se siente responsable de los dos muchachos, intenta dar una apariencia de normalidad, pero sus silencios evidencian preocupación. Pese a que la hospitalidad de los kirguises nómadas es grande y han tenido la suerte de poder pasar la noche dentro de sus tiendas, la puesta de sol siempre provoca desazón en los viajeros. No acaban de acostumbrarse a ver sus yurtas como setas gigantescas moviéndose de un lugar a otro.
La tercera noche los acoge una familia numerosa. Transportan una tienda más pequeña de color gris y parecen muy pobres, pero sus cuatro niños van de acá para allá, felices. El más pequeño no levanta un palmo del suelo, pero ya ayuda a su madre a preparar la cena. Lucen una sonrisa limpia que les hace guiñar los ojos hasta casi desaparecer.
Les muestran unas bolas oscuras con las que juegan y, durante un rato, Tistrya y Úrian regresan a la niñez. Rashnaw les mira, siente la tentación de decirles que las bolas son de pelo de yak y barro, pero decide no hacerlo, no quiere estropear su momento.
En el interior de la tienda todo está muy organizado. En el centro está la cocina y cerca de la puerta, algunos enseres. La parte superior de la yurta es la reservada al cabeza de familia y los huéspedes; los tres viajeros se instalan mientras esperan la cena. La mujer reparte un tipo de torta extraña y una mantequilla líquida de color rosa. Úrian mira a Rashnaw antes de probarla, pero no obtiene ninguna respuesta; si es de yak, es mejor no saberlo, piensa al tiempo que descubre el nuevo sabor. Los niños beben una leche fermentada de yegua, que al más pequeño le resbala por las comisuras de los labios, contemplando a los recién llegados con curiosidad.
Tras la comida avivan las llamas con las que han cocinado y, mientras disponen el aposento donde dormir, Rashnaw les explica que los kirguises tienen creencias chamánicas.
—¿Chamánicas? ¿Qué significa exactamente? —pregunta Úrian.
—¿A qué Dios adoran? —se interesa Tistrya.
—Sus creencias están fundamentadas en la existencia de espíritus que vagan por todas partes —responde Rashnaw.
—¿Y estos espíritus qué hacen? —pregunta el joven tejedor, que no acaba de tenerlo claro.
—No es sencillo, Úrian. Ellos hablan de tres mundos, o cuatro, no lo sé con exactitud, algo así como diferentes planos superpuestos; el espíritu del chamán puede penetrar el mundo sobrenatural para encontrar respuestas. Según dicen, el mundo en el que vivimos está dominado por fuerzas o espíritus invisibles que afectan a nuestras vidas.
—Pero ¿para ayudarnos o para hacernos daño? —pregunta Unan con cara de preocupación.
—Pues hay algunos buenos y otros malos, es el chamán quien hace de intermediario —intenta explicar Rashnaw.
—¿Algo así como ejercer de religioso? —dice Tistrya, buscando en su interior un paralelismo que le ayude a comprender.
—No exactamente. Los chamanes no son predicadores, actúan fuera de la religión, casi siempre solos.
—¿Y quiénes los escogen? —insiste Tistrya.
—Son personas que tienen capacidades especiales, tratan enfermedades que creen causadas por espíritus malignos, tienen presagios y actúan como portadores de mensajes del más allá.
—¿Y pueden hacerlo de verdad?
—Así lo aseguran, Úrian. Utilizan técnicas para incitar a un éxtasis visionario.
—¡No lo entiendo! —exclama el joven tejedor.
—No hace falta que lo entendamos todo, Úrian. Sólo tener una actitud abierta y de respeto. Por hoy ya ha habido suficiente. Es tarde y mañana nos espera un día muy duro; ya empieza a ser hora de dormir.
Los muchachos no replican. Ciertamente tienen más que suficiente para darle vueltas un buen rato. Siguen las instrucciones del cabeza de familia y se disponen en forma de estrella con los pies dirigidos hacia la hoguera, situada en el centro. El viento choca contra las paredes de la yurta creando extrañas melodías.
Si miras atrás, el camino se esconde entre los recodos para volver a aparecer más pequeño, más lejano, pero siempre vacío. Es la impresión de los enviados de Justiniano, que ahora atraviesan un paso de montaña al norte del Pamir, en los montes Altai. Han visto con preocupación cómo la caravana de los chinos decidía continuar en solitario; no podían retardar más el paso ni entendían que a los bizantinos les importara tanto recuperar a tres hombres de los que no se tenía noticia.
—Es un mundo de sobrevivientes. El mismo trayecto provoca que solamente los más preparados llegan a su destino —les había dicho uno de los chinos antes de continuar camino hacia Kashgar.
Todavía sorprendido por estas palabras, Lysippos, con su caballo muy cerca del precipicio, contempla la lejanía. Adopta la misma posición de búsqueda cada mañana desde hace tres días, mientras el sol indaga alguna rendija entre montañas que le permita entrar en los valles más profundos.
La ausencia del monje y de los dos muchachos tiene al grupo inquieto desde el primer momento. Xenos y Fiblas presionan cada vez más para que la caravana se detenga. El soldado no les pierde de vista, le preocupa que sean capaces de hacer algo irremediable con tal de permanecer a la espera. Ha dado orden a sus hombres de que vigilen muy bien el agua y los víveres, que no aparten la mirada de los bultos llenos de objetos preciosos. El emperador no escatimó la calidad del oro y las joyas que les deben ayudar a conseguir sus objetivos.
Lysippos no aparta los ojos del valle, sin girarse en ningún momento. Sabe que el tejedor se encuentra unos pasos más arriba, pero también que no puede contar con su ayuda. El avance no es posible sin acuerdo, y las posiciones dentro del grupo son claramente contrarias. Najaah, Xenos y el hijo del herrero se han constituido en una familia; la proximidad les ayuda a paliar la pérdida de aquellos que han sido sus referentes. Ahora la mujer se esfuerza en aprender griego, una lengua que le es ajena, para acercarse al tejedor. Siente por él una fascinación directa, intensa, casi incomprensible. Fiblas vaga preguntándose dónde está el amigo a quien ha venido a acompañar, mientras Xenos no se perdona su debilidad. Ha permitido a su hijo una aventura incierta, en un territorio donde el reencuentro siempre es inseguro.
Es el tejedor quien descubre la primera señal, en la vertiente que van dejando atrás. Llama a Lysippos para mostrarle el rastro de polvo que se aprecia en la atmósfera todavía neblinosa de la mañana. No hay duda de que alguien va tras los pasos de la caravana, pero la distancia hace imposible predecir si se trata de sus compañeros de viaje. También el soldado la ha podido percibir, pero se mantiene escéptico, especialmente cuando la visión desaparece engullida por uno de los recodos del camino.
El tejedor ha bajado hasta la posición que ocupa Lysippos y esperan juntos una nueva señal. Cuando creen que ya no llegará, el rastro de polvo vuelve a manifestarse y, si se esfuerzan, incluso pueden distinguir tres siluetas oscuras que suben por la montaña.
Mientras discuten si se detienen a esperarlos, sienten el galope de un caballo que emprende como una centella el camino de bajada. No necesitan girarse para saber que Fiblas ha dado rienda suelta a su juventud y no se detendrá hasta llegar a su posición.
Lysippos da orden de continuar hasta el siguiente paso. El resto del día, los dos grupos ensayan la persecución por aquel camino que les lleva a un destino lejano y todavía utópico.