Capítulo 10
Samarkanda
Agosto, 551
La derrota moral planea sobre los viajeros que esperan en Samarkanda. La enfermedad de Úrian hace que el destino anhelado, la tierra prometida donde descansar y reponer fuerzas, se haya convertido en una pesadilla. Hospedados en el monasterio, deambulan de un lugar a otro preguntándose si realmente aquello no es el final.
Lysippos trata de tener a sus hombres ocupados. Samarkanda está llena de tentaciones tras el duro camino al que se han enfrentado durante estos meses. Hay comida, bebida, diversiones, una gran mezcla de razas y culturas, mujeres que se insinúan en las esquinas. Es fácil dejarse llevar y él puede entenderlo. Un servidor de Bizancio pasa gran parte de su vida merodeando la muerte y hay que aprovechar los buenos momentos. Pero están lejos de cumplir su misión y se trata de un alto en el camino, únicamente un lugar donde hacer balance y marchar de nuevo hacia el Oriente lejano.
Su deseo es partir a la mayor brevedad posible. Los ocho soldados que quedan a su cargo empiezan a comportarse como simples mercaderes. Parece que al desproveerlos de armas, escudos y vestidos, relajen sus costumbres, desatiendan su preparación. Dado que Úrian todavía no está fuera de peligro, decide retomar el entrenamiento tras cinco días de espera. Sabe de la importancia que tiene para el emperador de Bizancio esta misión, y también que sobre él recae la responsabilidad de su éxito. No puede permitirse una derrota. Debe convertir los obstáculos en un estímulo desde el cual sus hombres puedan coger impulso en la dirección adecuada. Para vencer las dificultades necesitan la tensión propia de una batalla a vida o muerte.
Siempre ha obrado de la misma forma. En estos momentos, cuando las dudas amenazan con hacer tambalear sus objetivos, recuerda a su general, Belisario, el hombre que le ha enseñado todo lo que sabe, que ha sido su padre y maestro. A él le correspondía, por derecho propio, por valentía, por honor, el mando de esta empresa. Pero la política lleva a los hombres a su límite, y Lysippos sólo se ha propuesto cumplir las órdenes, volver algún día a Constantinopla con el secreto de la seda en sus manos.
Aprovecha las jornadas de inmovilidad para comprometer a Xenos, sondeando su auténtica disposición. Intenta hacerle partícipe de las decisiones, como la compra de los camellos que les permitirán atravesar las montañas de Pamir sin sobresaltos. También de las dificultades para encontrar un buen guía y suficientes provisiones.
Pero el tejedor es un alma en pena que solamente tiene ojos para su hijo. Entra y sale del aposento donde Úrian se debate entre la vida y la muerte con la mirada perdida, rechaza la comida que podría fortalecerlo para hacer frente al viaje que les espera. Xenos pensaba que, al extirparle el mal que le provocaba la fiebre, el muchacho mejoraría, pero la infección ya se había apoderado de su cuerpo. Ahora, todos luchan para poner remedio y Lysippos no quiere ni siquiera imaginar las consecuencias de un desenlace fatal.
La sangría practicada por los médicos nestorianos, lejos de ayudarle a recuperarse, le ha debilitado y a duras penas se mantiene consciente. Sólo los remedios de Najaah aligeran su malestar. Fue ella quien, una vez quemada la herida, pidió hojas de puerro y sal fina con las que mitigar la quemazón y quien consiguió una infusión de mandrágora que le adormeciera durante los primeros momentos.
El soldado se pregunta qué tiene esa mujer para influir de tal manera en las personas. Todo parece girar a su alrededor. Xenos admira sus conocimientos, le agradece la delicadeza que pone en cada gesto, el cuidado con que lleva a cabo cada movimiento. Pero Lysippos piensa que el tejedor se ha convertido en un hombre atenazado por las dudas cuando la responsabilidad de todos es avanzar.
Por otra parte, Fiblas no se separa del enfermo, pasa las noches más pendiente de los movimientos de su amigo que de su propio descanso. Con Najaah ha establecido una comunicación basada en miradas, en sonrisas tenues a través de las cuales se intercambian retazos de esperanza. Juntos preparan extractos de plantas que utilizan para limpiar la llaga, y, cuando el tejedor se queda con su hijo, salen a la montaña a buscar hierbas que más tarde quemarán para purificar el cuarto del enfermo.
Najaah no se atreve a mirar a los ojos del tejedor, no lo hace desde el día en que estuvo a su lado durante la cura de Úrian. Entonces toda ella era fuego. Ahora le observa cuando está ausente, pero sus costumbres no le permiten aquello que su deseo le reclama.
Xenos, al contrario, busca su mirada con insistencia. Hoy se atreverá. Le ha pedido al viejo monje la traducción de una palabra. Espera que Fiblas se vaya a dormir y, antes de que la mujer lo haga, le susurra al oído: shokran. Najaah le mira extrañada, como si no pudiera creerlo.
—Shokran, shokran, Najaah… —insiste el tejedor con voz más dulce, y la mujer percibe que nadie le había hecho sentir tan especial al darle las gracias.
Mientras tanto, Rashnaw no puede dejar de pensar en Tistrya. Habría querido ahorrarle el disgusto, pero tenía derecho a saberlo. La incertidumbre era mil veces peor, y estaba debilitando su carácter; era un hombre, sí, ya se había convertido en un hombre que necesitaba respuestas. A veces es preciso bajar a los infiernos para poder tomar las riendas de tu propia vida. El viejo monje confía en que lo hará, ruega para que sea capaz de tomar la decisión más sabia, más generosa. Pero también le preocupa que opte por llevarse a su padre con él. ¿Cómo reaccionaría el resto de la expedición si tuviera que soportar a un hombre que ha perdido el juicio?
En la comunidad nestoriana donde se alojan tampoco se prodigan las buenas nuevas. Los monjes informan a Rashnaw de que Justiniano ha roto el acuerdo, no ha respetado el pacto sellado con el papa Virgilio y ha publicado un decreto: Homologia tes pisteos. En él se reafirma en la condena de los Tres Capítulos. ¡Malos augurios para los nestorianos! Al fin y al cabo, es una maniobra política que persigue no hacerse enemigos poderosos; beneficia a los monofisitas y, por ello, gana adeptos en Egipto.
El viejo monje se siente traicionado, pero ni por un momento piensa en abandonar. La preocupación del soldado de la cicatriz también es la suya. El momento es crucial, las fuerzas, escasas; la enfermedad de Úrian ha hecho que todos pierdan de vista el camino. Quizás por ello es el primero en dudar de la iniciativa de Lysippos, pero su vida no está exenta de tentaciones, tampoco las de la carne, y entiende que los hombres necesitan algo de diversión, a pesar de que su credo le haga rechazarlo.
Es una noche inclemente, el cielo parece descargar toda su furia y ha sido necesario trasladar a Úrian. Las goteras amenazan con encharcar el aposento donde el muchacho parece recuperarse lentamente. Todos están de acuerdo en que un resfriado empeoraría su frágil situación. Desde la sala donde le acomodan se puede contemplar el espectáculo de rayos y truenos que añade dramatismo a la noche de verano.
Najaah aprieta la piedra que ya forma parte del escenario donde Úrian permanece. Para ella, aquel betilo simboliza el centro, la morada de los dioses. Representa el punto de comunicación entre el cielo, la tierra y el mundo subterráneo. Es un guijarro oscuro, brillante, pulido por el contacto de manos viejas y jóvenes, firmes y abatidas. Las mujeres de su familia la apretaban con fuerza en cada parto. Ella no ha podido tener hijos; un episodio muy doloroso la dejó estéril. Ahora no quiere recordarlo.
Mira al muchacho y, con la ternura de una madre, le seca el sudor. Hoy le tararea una melodía, la que entonaba su abuela en noches de tormenta; para alejar a los malos espíritus, decía. Se abandona a su recuerdo, allá en la lejana Arabia, durante su infancia nómada. Intenta convocar la felicidad genuina de plantar las tiendas formando un círculo. En medio se colocaba la destinada al jefe de la tribu. A aquella disposición la llamaban tuarg.
Najaah cierra los ojos y rememora el intenso olor a lluvia, el agua golpeando contra las pieles curtidas bajo las cuales vivían. Observa la mirada tranquila del muchacho; le parece incluso que sonríe ligeramente. Quizás le ha llegado su energía, quizás él también se abandona a un bello sueño.
Instalados en los porches, los hombres no disfrutan del mismo modo de la tormenta. Una pelea sin consecuencias les ha puesto nerviosos. Lysippos propone salir a cenar fuera y dar un paseo por la ciudad. No importa que llueva, el ambiente fresco ayudará a calmar los ánimos.
Caminan por la amplia avenida que conduce hacia el sur y encuentran a ambos lados multitud de tabernas. Se deciden por un local donde tres muchachas, muy maquilladas y con extraños peinados, les invitan a entrar. El soldado de la cicatriz se detiene junto a una de ellas, la más joven, y respira el fuerte olor a jazmín que desprende. Entre sonrisas picaras, les indican que se descalcen y les conducen a la planta superior.
Es la zona más lujosa, la única dividida en compartimentos. Pisan el suelo cubierto de alfombras rojas y se sientan en los bancos que rodean una mesa lacada. Lysippos observa cómo los hombres olvidan sus diferencias, piden unos fideos picantes y un par de jarras de vino de «pezón de yegua». Los sirvientes portan las viandas en bandejas de plata, pero el vino lo traen en un cántaro de estilo sogdiano, decorado con el dibujo de un camello alado. Los soldados pronto se muestran ebrios. Ahora se sienten capaces de todo y, entre bromas, llaman a las bailarinas, mientras escuchan el repicar de los tambores. El ritmo es excitante.
Se presentan dos muchachas muy jóvenes y empiezan a bailar. La mano izquierda descansa sobre las caderas, inclinan el cuerpo hasta quedar muy cerca de los soldados. Los hombres sudan en abundancia y ellas juegan con su deseo. Llevan blusas de seda con las mangas ceñidas, cubren sus piernas con delicadas faldas de gasa. Adornan su cabeza con un sombrero de punta con pequeñas campanillas doradas que suenan al primer movimiento y sirven de delicioso contrapunto al profundo sonido de los timbales.
Los soldados golpean las mesas y levantan la voz siguiendo el compás. Como los pies de las jóvenes que, calzados con unas chinelas rojas, se mueven cada vez más rápidos. De pronto, los tambores dejan de tocar, las bailarinas se paran ante ellos y dejan caer sus blusas. Los pechos tersos y pequeños quedan ante sus ojos; después, la más joven se sienta sobre las rodillas de Lysippos. Él la acaricia mientras la muchacha le cuchichea que pida más vino. No entiende su idioma, pero sus pieles se comunican sin palabras.
Tres días después de este episodio, Úrian despierta sin fiebre. Fiblas es el primero en dar la noticia al tejedor. Éste aparece de inmediato en la estancia, pero Najaah ha sido la primera en llegar y le recibe con una enorme sonrisa. Xenos no se lo piensa, la abraza con fuerza mientras Úrian, postrado, les observa.
El tejedor no tarda en apartarse de sus brazos, confuso por aquella reacción imprevista que le sorprende. Pero su hijo es lo más importante. Se le acerca feliz, le toca la frente y, tras respirar aliviado, le besa, pero Úrian no le corresponde.
—¡Gracias a Dios! ¿Te encuentras mejor, hijo?
—Me duele la cabeza, pero ya no me mareo y creo que ¡tengo hambre! —responde Úrian, desplazando su mano hacia el estómago y haciendo un guiño cómplice a su padre.
—¡No imaginas lo feliz que me hacen tus palabras! Estábamos muy preocupados. Ahora mismo pediré que te traigan algo de comida. Debes recuperarte, el viaje de regreso es muy largo, ya lo sabes…
—¿El viaje de regreso, padre? ¿Acaso regresamos…? —pregunta Úrian, pensando que se trata de una confusión, que en su debilidad puede haber malinterpretado las palabras de Xenos.
—Sí, hijo, regresamos a casa. He estado a punto de perderte y sé que no lo podría soportar. Eres lo más importante de mi vida, Úrian. No quiero continuar este viaje, es demasiado peligroso. Nunca tendría que haberte arrastrado a esta aventura.
—Pero, padre, ¡le disteis vuestra palabra a Justiniano! Siempre me habéis dicho que el honor tiene que ver con el respeto hacia uno mismo, pero también con el que te profesan los otros…
—He dicho muchas cosas, Úrian, pero nunca había sentido tanto miedo. No quiero volver a pasar por una experiencia como ésta. ¡No insistas! —añade el tejedor con voz firme, como si sus palabras fueran el fruto de una decisión ya tomada.
—Pero ¿y si se recuperara totalmente? Si el dolor de cabeza desapareciera, quizás… —interviene Fiblas, sin saber muy bien qué pensar, ni por quién de los dos tomar partido.
—No hay nada más que decir. Ahora debes tranquilizarte, come y haz todo aquello que los médicos te ordenen. ¡Es un milagro que sigas entre nosotros!
Xenos sale del aposento. Va en busca de los doctores. Quiere que examinen a su hijo y aprovechará para pedir algo de comida. Pero al llegar a los porches se detiene. Apoyado en una de las pilastras, estalla a llorar. Hace demasiados días que no se lo permite, el pánico de perder a su hijo le engarrotaba el cuerpo y el espíritu. Ahora deja fluir toda la tensión acumulada, mientras da gracias a Dios por haber escuchado sus plegarias.
Algo más tranquilo, respira hondo e intenta controlar su confusión. Tenía la seguridad de que Úrian se alegraría de regresar a casa y por el contrario se lo ha tomado muy mal. ¿Cómo podría explicárselo? ¿De qué manera conseguirá protegerlo sin que esto le cueste su desprecio?