Capítulo 1
Corinto (Peloponeso)
Marzo, 551
Desde su infancia, siempre que sumergía las telas en tintes multicolores para ayudar a su padre, el muchacho imaginaba la vida repleta de aventuras. Pero el paso del tiempo había traicionado todas sus esperanzas. En ocasiones, se le antojaba inmóvil. Nada indicaba la inmediatez con que se realizarían sus anhelos. El día que cumplió quince años todo cambió…
Padre e hijo viven en Corinto, una ciudad griega al abrigo del mar Egeo. Ha sido la patria de todos sus antepasados. En la actualidad es un lugar tranquilo. La reconquista del antiguo imperio, que lleva a cabo el general Belisario por orden de Justiniano, apenas se ha dejado notar. Las grandes batallas sólo son reales en las historias de los viajeros. Noticias que el viento puede cambiar de un día para otro.
Xenos, un tejedor célebre por sus originales procedimientos, no sospecha que su fama trasciende los límites de la ciudad. Difundida por los mercaderes persas que comercian a lo largo del Mediterráneo, ha llegado hasta el despacho desde el cual Justiniano dirige el imperio.
El día que cumple quince años, Úrian también ayuda a Xenos. Nadie más lo hace desde que se han quedado solos. Es él quien escucha las quejas de su padre. Los tejedores tienen graves dificultades en los últimos tiempos, se ven incapaces de igualar la calidad de las telas que llegan de países lejanos.
—Por mucho que nos esforcemos —insiste Xenos—, jamás ganaremos dinero con nuestro trabajo.
—¿Por qué las telas venidas de Oriente son tan perfectas? Vos siempre decís que tienen una suavidad imposible… —pregunta Úrian, que a menudo se esfuerza para llegar al fondo de las cosas.
—Porque poseen un árbol mágico, el árbol de los «seres», capaz de producir hilos de una delicadeza insuperable.
—¿Un árbol mágico? ¿Y nosotros no lo tendremos nunca?
—Nunca, si Dios no pone remedio.
Xenos permanece en silencio. Minutos después suaviza el gesto y le explica leyendas que escucha a los mercaderes llegados de tierras lejanas. Le gusta hablar con su hijo; también con aquellos que llaman a su puerta y comparten con él sus ambiciones. Es un hombre ambicioso, el tejedor. Pero los clientes, de un tiempo a esta parte, escasean.
Para olvidar sus preocupaciones se entrega al trabajo, a los instantes de felicidad que éste le aporta. Disfruta con la espera paciente hasta que el tinte llega al punto ideal para sumergir las telas. Horas más tarde, cuando las sacan de las calderas, pasan largo tiempo admirando la perfección del proceso. Xenos dice entonces que nadie le puede negar la condición de artista. Su hijo le escucha con un gesto de admiración que le ilumina el rostro y refuerza la armonía de unos rasgos aún por definir.
En ocasiones, el tejedor se queda mirando el mar, la lentitud de las barcazas o las gaviotas de procedencia incierta. Son escasas las naves de grandes dimensiones que se aventuran en el golfo de Corinto. Es entonces cuando muestra aquella expresión que tanto sorprende a Úrian. Una mirada feroz que choca con su actitud plácida.
Bajo este dilema, el joven construye su mundo. Piensa en las palabras de su padre. Intenta imaginar aquel pueblo formado por individuos altos y pelirrojos, quienes, según las historias que explican de Plinio el Viejo, extraen de los árboles la pelusa blanca que más tarde hilan y tejen. A menudo se pregunta si, a pesar de todos sus sueños, el destino que le aguarda es permanecer en Corinto y continuar con el oficio de tejedor.
Ha cumplido quince años, pero el mundo continúa inalterable.
Todavía.
Padre e hijo tardan mucho en finalizar el trabajo. Nada saben, por tanto, de lo que se habla en la taberna. De los hombres armados que se acercan a la ciudad. Este pequeño ejército tiene una misión. Imposible pensar que está relacionada con Xenos, el hombre escogido por Justiniano para llevar a cabo sus propósitos. Secretos e inaplazables.
Úrian se duerme feliz. Han puesto fin al proceso más duro para la confección de los vestidos. Muy pronto, las clases pobres de la ciudad los comprarán a plazos o los pagarán con productos de sus cosechas. Duerme, pero las cuencas inquietas de sus ojos delatan al hijo del tejedor. Una vez más sueña con grandes aventuras, estimulado por los relatos de los comerciantes.
Mientras tanto, la inmensidad del mundo está a punto de penetrar en su propia casa.