Capítulo 5

Wuhan

Mayo, 552

Días más tarde, la situación en los aposentos donde se aloja el grupo ha mejorado sensiblemente. El emisario ha traído mantas y víveres, además de proporcionarles una gran mesa y taburetes. La hora de comer es como una fiesta que los hombres de Lysippos convierten a menudo en una orgía de alcohol y de risas.

Los monjes pasan buena parte del tiempo en el convento nestoriano, según ellos informándose del carácter y la disposición de los chinos a la hora de negociar un acuerdo. Por otro lado, la fascinación de Rashnaw por la medicina del lugar hace que intente profundizar en sus técnicas. Pero hoy se han reunido todos en el recinto imperial y los religiosos comen retirados del grupo, en una mesa improvisada cerca de la ventana. Su condición justifica este alejamiento y ya nadie lo ve como una actitud extraña. A veces, Najaah se acerca para preguntar si necesitan algo, complacida por la sutileza del trato que se le dispensa.

La sobremesa es siempre especialmente ruidosa. Han asado un cordero en el patio y todos han bebido más de la cuenta para poder engullir una carne agradable de sabor pero bastante dura. También los de Corinto celebran este momento mientras Rashnaw acepta con condescendencia las palabras fuertes y los chistes obscenos.

Cuando la fiesta está en su punto más álgido, Lysippos se ve obligado a levantar la mano buscando el silencio de sus hombres. No le hace falta añadir ningún otro gesto; los soldados reaccionan enseguida a la orden, en pocos segundos lo único que se escucha es el estrépito de la bandeja que Najaah tenía entre las manos y que ha acabado estrellándose contra el suelo.

El motivo del susto ha sido un grito agudo proveniente del exterior, que ha invadido el aposento. El soldado de la cicatriz se levanta para acercarse a la ventana, adonde Rashnaw también se ha aproximado a inspeccionar, pero el pequeño muro que les rodea les impide ver más allá. Úrian ayuda a la mujer a recoger los trozos de la bandeja mientras Tistrya se apresura hacia la puerta, pero dos hombres le impiden el paso. Los caballos relinchan en el patio y el joven monje quiere ir al lado de su Explorador. Desde que han llegado a Wuhan apenas come y los más entendidos dicen que posiblemente esté enfermo.

Nadie duda de que ha sido un grito de agonía. Poco después se escuchan nuevos altercados. Los bizantinos interpretan enseguida los gestos de peligro de Lysippos y desentierran las armas que han guardado en uno de los rincones del aposento. No son gran cosa; espadas cortas, dagas, cuchillos. Se las reparten y toman posiciones. Úrian observa el rostro de Tistrya y piensa que dejar los caballos fuera no ha sido una buena idea. Alguien dice que debería cerrarse la puerta principal y Xenos se dirige al patio sin que los soldados se opongan.

Al salir, el tejedor toma conciencia de que al otro lado de la valla tiene lugar una lucha encarnizada por causas que se le escapan. Cuando se acerca a la puerta, ve en el suelo una de aquellas lanzas con forma de hacha que los soldados chinos siempre llevan en sus manos. Al cerrar apresuradamente los batientes escucha unos golpes secos y nerviosos en la madera.

—¡Abridme, os lo ruego, soy un amigo!

Xenos queda paralizado. No reconoce aquella voz y sería muy peligroso hacer alguna concesión. Se pregunta si falta alguien entre el grupo que ha quedado en la casa, pero no es capaz de recordarlo. Enseguida siente una mano que posándose sobre su hombro le obliga a franquear la entrada.

—¡Padre Rashnaw! —exclama expectante el tejedor—. ¿Y si es un engaño?

—No, no lo es. Conozco esa voz. Dejadlo entrar.

El tejedor obedece y se encuentran de frente con un chino de pequeña estatura, vestido con ropas que delatan su buena posición en palacio. Saluda al monje y hace un gesto de agradecimiento dirigido a Xenos que éste no sabe cómo corresponder. Los tres hombres se dirigen a la casa donde la presencia del oriental provoca una gran expectación. Se arremolinan a su alrededor mientras preguntan a Rashnaw de quién se trata.

—Conozco a este hombre y es cierto que es un amigo —dice el monje con firmeza.

—Pues preguntadle qué está pasando —exige uno de los soldados antes de que los demás puedan reaccionar.

—Hay una revuelta —responde el hombre, utilizando un griego bastante correcto, ante la sorpresa general—. He venido a advertiros. Parece que los enfrentamientos del príncipe de Yuzhang con su hermano Yuandi han provocado una lucha por el poder. No sé exactamente qué ha sucedido en palacio, pero algunos dicen que han asesinado al emperador.

—¡Dios mío! —exclama Tistrya—. ¿Qué será de nosotros?

—Lo mejor que podéis hacer es cerrar todas las puertas —responde el chino—. Veo que tenéis armas. No debéis dejar entrar a nadie. Yo vendré cuando las cosas estén más calmadas.

—¿Por qué no os quedáis con nosotros si la situación es tan peligrosa en el exterior? —pregunta Lysippos, quien no puede evitar desconfiar de todo y de todos.

—¡Hay otras personas que me necesitan, soldado!

—Un momento —salta Xenos, alarmado, mirando a Rashnaw—. ¿Cómo podéis saber que Lysippos es un hombre de armas?

—La confianza se construye con confianza, amigo tejedor —responde el monje—. Ya os he dicho que Fu Ming-Li es un amigo y no nos desea ningún mal.

—¡Pero ponéis en peligro la misión! ¿Y si lo enviara el mismo emperador?

—Vos, querido Xenos, veis la traición y el peligro en todas partes, pero las personas también necesitan establecer vínculos, saber con quién pueden sincerarse. Yo confío en Fu Ming-Li.

Al escuchar esas palabras, el chino sale del aposento tras hacerle una reverencia. Si les preguntaran, los viajeros mostrarían su división de opiniones ante el extraño personaje. Pero Úrian le ha visto entrar en la casa de las paredes blancas. Intenta irse con él, pero Rashnaw le corta el paso de inmediato.

—¿Adónde vas, Úrian?

—¡Dejadme! Debo hacerle una pregunta a ese hombre.

—No sé si puedo dejarte salir —dice el monje—. Además, creo que tengo las respuestas que necesitas.

Úrian pierde de pronto toda la tensión. Si antes se oponía a la fuerza con que el viejo monje intentaba retenerle, ahora le mira sorprendido.

—¡Explicadme! —exclama.

El azul del cielo se muestra desvaído. Como si alguien le hubiera vertido un chorro de agua encima y jugara a diluirlo con torpeza. Yù lo mira divertida, expectante. Sabe que una bandada de pájaros lo cruzará; intuye su proximidad. No podría explicar el porqué de este don, el que le permite adivinar, anticiparse a los hechos. Pero la joven sabe que, si se concentra en desearlo, aparece. Nunca lo pone en duda; éste es el secreto, creer a ciegas.

La confidencia vino de la mano de un prestidigitador como no ha conocido ningún otro, Navid, su primer maestro. También a ese monje lo apartaron de su lado, pero nunca podrán borrar sus enseñanzas.

—No tengas miedo, Yù. Presta atención a las coincidencias que irán sucediéndose a tu paso y da forma a los milagros que contienen tus sueños —decía Navid, siempre con una mirada resplandeciente, una mirada que la hacía sentir única, mientras la tenía sentada sobre su regazo y le iba mostrando cómo leer la vida.

Primero se trató de un juego, de un pasatiempo infantil que los conectaba; más tarde, se convirtió en un hábito para la pequeña Yù. Mucho tiempo después, la joven lo incorporó a su ideario, convirtiéndolo en un ritual complejo que le serviría para comprender la profundidad de un mensaje que, lejos de desvanecerse, ha ido emergiendo.

Yù mira el cielo. No le duele la espera, todo lo contrario, disfruta como el niño que aguarda a su madre en el umbral de la puerta, mientras escucha sus pisadas.

El corazón toma ritmo y… ¡de pronto se hacen presentes! Cientos de aves volando en formación, circunscribiendo la belleza dentro del rectángulo de cielo que le ha sido otorgado. Las observa cambiar de rumbo en su tránsito fugaz por la escena. Todas ejecutan los mismos movimientos, conforman sincronías irrepetibles. Cada una se mueve en armonía con todas las otras sin la necesitad de un caudillo. Está convencida de ello. Es como mirar el interior de un calidoscopio, cambian el curso todas a la vez y dibujan nuevos hologramas enigmáticos. ¿Cómo explicar que ni siquiera se froten las plumas, que no tropiecen unas con otras en pleno vuelo?

Yù recuerda las palabras de Navid.

—Forman un solo organismo, Yù. Bailan al ritmo del cosmos.

La muchacha repite estas palabras como un mantra: «Bailar al ritmo del cosmos». Entonces piensa que si no se deja llevar por la aflicción, si permanece en contacto con la naturaleza esencial de las cosas, como hacen los animales, podrá vivir feliz.

Medita cada día. Disipa su soledad conectándose al universo, a los movimientos de las estrellas, de las aguas. La naturaleza es un conjunto de sonidos que se armonizan; ella también siente que forma parte de esa música.

El ritual sigue con la recitación de sutras. Los eleva en memoria de su madre. Fue su abuelo quien le transmitió esa forma de espiritualidad. Se había convertido al budismo tras profesar el taoísmo durante buena parte de su vida, y consideraba los sutras una ayuda para facilitar que las almas errantes pudieran traspasar el umbral hacia el paraíso.

Fu Ming-Li le enseña el «sutra del loto» y le explica que el monje Zhivi lo difunde en un monasterio próximo al monte Tiantai. La muchacha reflexiona en torno a una de sus verdades: «Todas las cosas son de manera absoluta irreales y de forma provisional reales al mismo tiempo». ¿No es, pues, su cautiverio entre paredes blancas tan real como el de las emperatrices en palacio o el de los soldados en guerra?

Pero Yù se esfuerza en recordar los sutras en sánscrito. Los que recitaba cuando niña, como una melodía, acompañada por la dicción grave de Navid.

—¡No entiendo qué dicen, Navid! —se quejaba la pequeña Yù.

—No tiene importancia, créeme. Los sutras son un bálsamo para el alma, no hace falta comprenderlos —se apresuraba a explicar el monje.

—Pero…

—No te obceques en pasarlo todo por el tamiz de la razón, Yù. Tu alma los entenderá, aunque tú no lo hagas. Recuerda, se trata de los sonidos de la naturaleza y su significado está implícito.

Entonces le explicaba que se podían andar los caminos de muchas formas diferentes, pero si se tomaba uno que ya habían recorrido muchas personas antes que nosotros, uno transitado por millones de individuos, durante miles de años, el viaje resultaba más sencillo.

La niña hacía un acto de fe y los recitaba, confiada.

Hoy Yù, tras ver la bandada de pájaros, también se abandona. Se sienta cerca de la ventana y escucha el viento. Percibe su murmullo desde dentro, después repite unas palabras y se imagina agua, un agua capaz de reflejar la luz, toda la luz. Observa el cerezo en flor y siente que es un espejo de su propia belleza interior, que su belleza también a él le engalana.

Sonríe.

Enseguida, el mismo viento que ha sido inspirador de esos instantes le trae los sonidos de la rebelión.

Rashnaw no imaginó en ningún momento las consecuencias que tendría la historia de Yù en el espíritu joven y soñador de Úrian. De haberlo sabido, se dice mientras duda sobre el próximo paso a dar, no le habría contado nada. No ahora, en esta casa del recinto imperial de Wuhan, al acecho de una amenaza exterior difícil de prever.

Han pasado más de tres horas desde que Fu Ming-Li salió, pero la situación se mantiene inalterable. Los soldados de Lysippos, ante la ausencia de noticias, hace rato que han relajado sus músculos. Sí, vigilan cualquier ruido, pero han perdido la tensión del peligro inminente y algunos empiezan a hablar entre ellos. Rashnaw y Tistrya rezan al fondo de la habitación, arrodillados ante la pequeña imagen de Cristo que el joven monje ha transportado en sus alforjas desde Constantinopla. Sólo Xenos se muestra extraordinariamente inquieto. No ha apartado los ojos de la ventana mejor situada, y a cada grito que les llega del exterior se estremece y coge con más fuerza la mano de Najaah. Ella no se ha movido de su lado.

Las impresiones del tejedor son incompletas. Absorto en la contienda, ha perdido de vista lo que sucede en el interior. La realidad de la casa es que Úrian, después de aprovechar el momento en que su padre salió en busca de agua para los vigilantes del patio, se ha escabullido por la puerta principal ante la indiferencia de Lysippos.

—¡Vos le habéis visto! ¿Por qué se lo habéis permitido? —pregunta Tistrya con una voz que denota preocupación.

—A veces no es fácil ir contra la determinación de una persona, amigo mío. Úrian sólo cumple su destino —responde Rashnaw.

—¡Eso es una locura! Además, ¿cómo podéis saberlo? ¿Y si lo matan? Nuestra obligación es informar a su padre.

—¿Con qué propósito? ¿Para que salga a buscarlo? Entonces serían dos los que estarían en peligro —argumenta Rashnaw mientras Tistrya da un paso atrás y se apoya en la pared.

—Os admiro mucho. Sois mi maestro, y bien sabe Dios que, además de por mi padre, nunca he sentido por nadie tanto respeto. Pero a veces no os entiendo.

—Ése es el más alto grado de respeto que puedes sentir por los otros, Tistrya, dejar que hagan su voluntad, aunque nos resulte incomprensible.

Por toda respuesta, el joven monje se acerca a la ventana que hace a la vez de observatorio para Xenos y Najaah. El tejedor se gira durante un instante, pero su mirada parece perderse en algún punto indeterminado detrás de él. Luego vuelve a centrarse en la vigilancia del patio, como si cualquier otra manera de ocupar el tiempo fuera intranscendente.

Es en ese instante cuando todo se precipita. Xenos alerta al soldado de la cicatriz. Éste, sentado a la mesa, limpia con parsimonia una pequeña espada. Su reacción es inmediata, se acerca a la ventana y entiende la alarma del tejedor.

Los dos soldados que vigilan el patio ya no están en su lugar. Sus órdenes eran taxativas. No hay margen, pues, para las dudas. A su señal, el resto de los hombres ocupan la posición asignada. Transcurren unos segundos de silencio hasta que la puerta de la casa empieza a abrirse lentamente.

Los bizantinos se funden con las paredes de madera para que los intrusos se confíen. Los monjes, como un cebo involuntario, quedan en primera línea a la vista de los cuatro soldados imperiales. Nada más verlos, atraviesan decididos el umbral. Sólo tienen tiempo de esbozar una sonrisa antes de notar el hierro atravesando sus cuerpos. Tistrya aparta la mirada mientras Lysippos limpia su arma con las ropas de los muertos. Se topa con los ojos del tejedor, interrogantes; siente un escalofrío en su cuerpo al descubrir la ausencia de Úrian. El joven monje se siente culpable por su ignorancia, pero, por toda respuesta, sólo es capaz de encogerse de hombros.

Xenos se dirige a la mesa, coge una de las espadas de reserva y, tras discutir con el soldado de la cicatriz, sale de la estancia seguido de Najaah. Ni siquiera se detiene ante los cuerpos sin vida de los vigilantes que, con su sangre, manchan la pared y el suelo del patio.

En este instante, bajo la mirada reprobatoria de Tistrya, Rashnaw se acerca a los soldados chinos y reza una plegaria.