Capítulo 1
Capadocia, Anatolia Central
Junio, 551
Kaymakli les espera. Los viajeros hablan de una ciudad de piedra, habitada por seres silenciosos, de una ciudad que los caminos pueden dejar atrás fácilmente. La caravana transita por tierras de Anatolia Central, a la búsqueda de un lugar sólo marcado por las palabras.
Ya han pasado muchos días desde que un decepcionado Belisario les vio alejarse desde las terrazas del palacio de Justiniano. Continuó observándoles durante mucho tiempo, hasta que su mano fue incapaz de combatir la calima que engullía la expedición. La mirada del general había acompañado el paso lento de los caballos a través de las calles de Constantinopla. Al mando se distinguía la figura briosa de Lysippos y la altivez de los hombres de Corinto, seguidos muy de cerca por los dos monjes nestorianos. En el centro se hallaban los animales de carga; transportaban agua en enormes calabazas, bultos con víveres, tendales que les protegerían del sol en los desiertos… Cerrando la comitiva se podían ver las siluetas marciales de los soldados, incapaces, a pesar de su torpe intento de parecer mercaderes, de engañar la experta percepción de Belisario.
El militar intuyó que algunos de los hombres mantenían una actitud vacilante, como si la incertidumbre del viaje les hiciera sentirse divididos entre el punto de llegada y el lugar de origen. Era una sensación que conocía de cerca, pero quizás ya no volvería a experimentar. Ese pensamiento le entristeció y se dejó llevar, también él, por la ambigüedad de la niebla.
Ahora, Constantinopla queda lejos. Su recuerdo se ha ido perdiendo entre cordilleras angostas y valles donde no penetra el sol. La caravana ha aprendido a sobrevivir. Los viajeros ya saben que la ruta es al mismo tiempo descubrimiento y penuria, que la única manera de llegar a su destino es dejar atrás muchos destinos posibles.
Los hombres se llevan la mano a los párpados, a cada paso, para combatir el polvo del camino. Tienen un objetivo. Quieren encontrar otros como ellos, viajeros que les acompañarán por unos territorios que ni siquiera pueden intuir. Una caravana de mercaderes procedente de Antioquía les espera, como un remedio contra la incertidumbre del camino.
El encuentro tendrá lugar en Kaymakli, la extensión de tierra que pisan.
¿Pero dónde está Kaymakli? Los soldados serían capaces de olvidar que un día llevaban armas en las manos; los monjes, que alabaron al Señor entre paredes verticales y aromas de incienso y mirra; los tejedores, el tacto espeso del tinte resbalándose entre sus dedos. Olvidarían todo eso porque la nada les rodea, un espacio quimérico, de atrevidas piedras perforadas que se proyectan hacia al cielo y se recortan sobre el azul de una oscuridad inesperada.
Lysippos invierte con extrañeza el pergamino que les marca la ruta mientras mira a Rashnaw buscando una respuesta. El monje muestra una apariencia tranquila, señala las formaciones rocosas y se dirige a los presentes:
—Contempláis la patria de los padres capadocios. Aquí vivieron muchos cristianos que habían huido del poder de Roma.
—Pero si había una ciudad en esta desolación, ya hace mucho tiempo que fue arrasada —responde Xenos, quien comparte las dudas de Lysippos.
—Tenéis una mirada aguda, tejedor, pero todavía no habéis aprendido a mirar. A menudo esperamos que las cosas representen aquello conocido, pero ¿por qué no dar margen a la sorpresa? Solamente si estamos muy despiertos se puede tener acceso a un conocimiento nuevo.
Las palabras del monje caen como un enigma indescifrable entre los viajeros. Los cuerpos agotados por tantos días de ruta impiden que la razón funcione con presteza. Sólo Tistrya recuerda una reflexión que ha leído o escuchado entre los sabios de Gundishapur: «De una ciudad no disfrutas las maravillas, por muchas que tenga, sino la respuesta que da a una pregunta tuya, o quizás la pregunta que ella te hace, obligándote a responder».
Pero los viajeros miran sin entender. Buscan referentes que les ofrezcan seguridad. ¿Dónde se halla la cúpula que guarece el templo? ¿Hacia dónde buscar las calles laberínticas que murmuren la proximidad de los burdeles? ¿De qué modo poder adivinar una vía principal, un camino que te lleve a un lugar de privilegio?
Ajenos a las dudas de los mayores, Úrian y Fiblas bajan del caballo, juegan a interpretar las figuras que esculpen las rocas.
—A mí me parece que en este lugar pasó algo excepcional —dice Úrian, avanzando con precaución y mirando hacia ambos lados.
—¿A qué te refieres con algo excepcional, Úrian? —responde Fiblas, que no las tiene todas consigo.
—No te lo sabría explicar. ¿Pero sabes a qué me recuerda?
—¿Cómo quieres que lo sepa, Úrian? ¡Yo no he visto nada igual en toda mi vida y, estoy bien seguro, tú tampoco!
El hijo del tejedor dirige una sonrisa a su amigo y, con un tono de voz confidencial, como quien se prepara para desvelar un gran secreto, le coge por la espalda y prosigue…
—¿Recuerdas cuando íbamos a ver el mar embravecido, allá en Corinto?
—Sí, claro que lo recuerdo, pero ¡no veo agua por ningún sitio!
—Espera, hombre, ¡todavía no he acabado! ¿Recuerdas cómo las olas se proyectaban hacia al cielo y las crestas blancas dibujaban cumbres imposibles?
Fiblas le mira con una expresión a medio camino de la añoranza y la perplejidad y va diciendo que sí con la cabeza. Úrian retoma su metáfora.
—Pues es el mismo paisaje. ¡Fíjate! Representa el instante en que se congela y petrifica una tormenta.
Tras estas palabras el joven tejedor adopta un ademán satisfecho, como si hubiera pronunciado un sabio discurso. Echa un último vistazo a su alrededor y busca en el rostro de su amigo algún gesto de admiración.
Pero no es Fiblas quien responde. Éste le mira perplejo, con las manos apoyadas en sus riñones y la espalda ligeramente arqueada. Intenta apaciguar las molestias causadas por tantas horas de viaje.
Esta vez es el joven monje quien, extrañamente, se pone de parte de Úrian. Desde aquel episodio en Hagia Sofía donde la conversación sobre la divinidad de la Virgen les enfrentó, se han mostrado lejanos. Durante los diecisiete días que ya llevan de camino no han cruzado más que las palabras imprescindibles. Ahora es él quien toma la iniciativa y, dando un paso al frente hasta alcanzar a los muchachos, dice con voz templada:
—Si me permitís… No es por cotillear, pero no he podido dejar de oír vuestra conversación. Y es curioso, Úrian. A mí este lugar también me produce una sensación turbadora. Comparto contigo la impresión de un instante congelado en el tiempo, como si por alguna causa fuera necesario que a todos los viajeros nos quedara grabada su impronta en la memoria.
Tistrya ha ido pensando en torno a su propia reflexión. Se interroga sobre qué pregunta le despierta la ciudad, qué respuesta le pide que emerja de la confusión que le habita.
De pronto se detiene. Su báculo golpea con contundencia el suelo rocoso.
—¡Sodoma y Gomorra! —exclama como si al fin hubiera resuelto el problema.
—¿Cómo dices, Tistrya? —pregunta Fiblas, que va de desconcierto en desconcierto.
—Los Libros Sagrados relatan un episodio que podría ilustrar esta sensación fragmentaria que nos asalta. ¿Recordáis el libro del Génesis?: «El sol salía sobre la tierra, y Lot llegaba a Segor, cuando Yahvé hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego que venían de Yahvé desde el cielo. Y destruyó estas ciudades y toda la llanura con todos los habitantes de las ciudades y las plantas de la tierra. La mujer de Lot miró hacia atrás y se convirtió en una columna de sal».
Tistrya se limita a hacer una asociación de ideas. Es fácil relacionar el recuerdo de la columna de sal en que se transforma la mujer de Lot con las columnas blanquecinas que les rodean. Pero sus pensamientos todavía van más lejos. Le inquieta el motivo por el cual Dios convierte a la mujer en piedra…
—¡Lo hace porque ella duda! —se dice el monje con un movimiento imperceptible en los labios.
Sin pronunciar ni una sola palabra más, aprieta con fuerza el báculo en el intento de alejar su propia confusión, mientras siente un pinchazo en las sienes.
Los dos muchachos de Corinto se esfuerzan en encontrar sentido a la recitación de Tistrya. Pero la voz de Lysippos se escucha por encima de todos…
—¡Úrian! ¡Fiblas! ¡Tistrya! ¡Subid a los caballos y no os separéis del grupo! Parece que no estamos tan solos como pensábamos. No sé de dónde sale toda esta gente, ni tampoco qué intenciones tienen.