Capítulo 6

Constantinopla

Abril, 551

La numerosa comitiva que conduce a los griegos por las calles de la ciudad avanza con dificultad hacia el palacio del emperador. Xenos y Úrian marchan atemorizados por la furia que los soldados desencadenan a su paso. Centenares de personas se arremolinan a su alrededor, chocan con la contundencia de los hombres de Justiniano. Constituyen un río de individuos extraños entre sí y muchos de ellos hablan lenguas desconocidas. Un paisaje insólito, que ilustra el conglomerado de razas y culturas de Constantinopla.

Xenos vigila a su hijo muy de cerca, sobresaltado por los destrozos que causa la multitud. Observa cómo los puestos se tambalean, cómo el suelo se cubre de una amalgama confusa de frutas, ropas y víveres, mientras algunos aprovechan para llenar su fardo. Muy cerca, la tarima que unos monjes utilizan para predicar es arrasada por la turba. Alguien hace predicciones de futuro y una madre grita, angustiada, llamando al hijo que no encuentra. El tejedor abraza a Úrian.

Le preocupa la decisión que tomó en Corinto. Las palabras pronunciadas por Belisario en el puerto han sido reveladoras. No son prisioneros, Justiniano les necesita para alguna empresa que todavía no es capaz de adivinar. Siente que el muchacho es una responsabilidad que le abruma, quizás habría sido más justo no comprometerle y dejarle bajo la protección del buen Jedisán, su amigo herrero. Le mira. Durante días ha compartido con él sus anhelos, pero ahora tiene miedo de que al fin y al cabo todo acabe siendo una quimera. Piensa si su ambición no les estará llevando demasiado lejos.

Mientras los soldados forman un estrecho pasillo de lanzas y escudos, el ruido metálico se mezcla con el griterío del pueblo. Las noticias del asedio que sufre la antigua Roma hacen crecer la expectación ante la presencia de Belisario. Pero el general marcha imperturbable. Desde la muerte de Teodora, Justiniano cada vez dedica menos tiempo a los problemas del imperio. Concentra sus fuerzas en cuestiones teológicas que sólo parecen importar al círculo de religiosos y académicos que se ha instalado en palacio.

Pese a las dificultades, la comitiva se acerca a su destino. Ante la imagen deslumbrante que perciben, los recién llegados se abstraen por unos momentos de la confusión. Úrian se dirige hacia la única persona que hasta entonces se ha mostrado atenta con ellos.

—¿Es allá hacia donde nos llevan? ¿Veremos al emperador?

—Sólo es la gran Puerta de Bronce. La entrada que comunica con el recinto imperial, aunque algunos suelen llamarlo Palacio Sagrado. Tiene que ver con la sensación que te produce dirigirte hacia él, algo así como andar en dirección al cielo. Y ahora, ya basta de palabrería, muchacho. Según tengo entendido, te llaman Úrian; mi nombre es Lysippos, pero no me molesta si usas mi mote. Todo el mundo me conoce por Cicatriz.

El gigante le dirige una sonrisa que en otras circunstancias no habría resultado tranquilizadora, al mismo tiempo que recorre con el pulgar la marca profunda que le surca la mejilla.

Lysippos nació en la Iberia del Cáucaso poco antes de que fuera invadida por los soldados persas. Justino I, tío del emperador Justiniano, envió contra ellos a un joven general Belisario en su primera misión. En una de las ciudades que se opusieron al avance de los bizantinos, Belisario se sintió acorralado mientras sus hombres se defendían de un ataque sorpresa. Con su espada acometió contra todo el que le amenazaba. Le rodeaban los guerreros enemigos, pero también mujeres y niños que huían despavoridos. Mientras duró la contienda lanzó golpes a ciegas contra la turba que le asediaba. Al quedarse solo, comprobó las consecuencias de su acción.

Los enemigos yacían en el suelo, entre ellos el cuerpo destrozado de una mujer joven de gran belleza. Sobre su vientre gemía un niño que no debía de tener más de tres años. No gritaba a su madre, tan sólo le acariciaba el rostro como si ese gesto fuera suficiente para devolverle la vida, sin atender a la herida sangrante de su mejilla. Antes de ir al encuentro de sus hombres, Belisario le recogió sentándole en la grupa de su caballo. El general bautizó al niño con el nombre de Lysippos y, con el paso de los años, aquel caucásico que desconocía su verdadera historia se convirtió en la mano derecha de Belisario.

—Pero ¿veremos al emperador? ¿Vos sabéis para qué ha hecho llamar a mi padre? —pregunta Úrian poco después, emocionado e incrédulo por ser merecedor de un honor tan elevado.

—¡Haces muchas preguntas para ser tan joven! Yo cumplo órdenes, pero puedo asegurarte que en algún momento el emperador os ha de recibir. Ése es el motivo de vuestra presencia aquí, ¿no crees?

Úrian le devuelve la sonrisa en señal de agradecimiento. Xenos, al escuchar la respuesta, ve confirmadas sus expectativas. El emperador los necesita, le necesita. La curiosidad le atormenta. Daría un año de su vida a cambio de saber cuál es la misión que le espera.

Al atravesar la Puerta de Bronce, los soldados se retiran al cuartel de la guardia y los acontecimientos se precipitan. El general Belisario les dice que serán llamados a presencia de Justiniano y señala a Lysippos, quien, todo parece indicarlo, será su maestro de ceremonias.

—Ahora os llevaré a vuestros alojamientos —dice el hombre de la cicatriz—. Es posible que esta reunión tarde en celebrarse. Por lo tanto os recomiendo mucha paciencia.

Mientras, tenéis libertad para hacer lo que os plazca, pero tened en cuenta que siempre estaréis vigilados de cerca.

—¿Vigilados de cerca? ¿Por qué si no somos prisioneros? —pregunta Úrian, como si un resorte le hiciera saltar de su embeleso.

—Todo irá bien, hijo mío. Debes confiar. Estamos juntos y nada malo nos puede suceder. Ya verás; muy pronto tendremos respuestas a todo lo que ahora nos desconcierta —interviene Xenos, sin poder evitar una cierta decepción por la espera anunciada.

Los tres caminan juntos, atraviesan plazas y jardines rodeados de edificaciones majestuosas. Se internan por galerías que conducen a nuevos hallazgos. Úrian se detiene a menudo para disfrutar de los mosaicos que embellecen paredes y techos. Pasan delante de las caballerizas, observan las cúpulas que coronan lugares de oración. El tiempo que invierten en el recorrido es incierto. La voluntad de los recién llegados oscila entre llegar al destino señalado o vagar sin rumbo en aquel paraíso insólito. Una extraña sensación los domina: querrían permanecer un tiempo fuera del tiempo, si eso fuera posible.

Pero la realidad se impone y Lysippos señala el lugar que les ha sido atribuido. No estarán solos. El aposento alberga a otras personas que ante la presencia del soldado se ponen en alerta. Pero el hombre de la cicatriz no responde a ninguna de sus preguntas. Con un gesto duro, se gira de espaldas y marcha al encuentro de sus hombres.

Xenos, vencido por el cansancio, después de sacudirse el polvo de la túnica, se deja caer en una de las marlegas libres. Pero Úrian lo arrastra excitado, le pide que continúen explorando el recinto.

—Padre, ¡nos queda mucho por descubrir! Ya lo habéis oído, tiempo tendremos para descansar.

—Está bien, de acuerdo —acepta Xenos; no le dirá nunca que, tras un mes de viaje, necesita reponer mente y cuerpo—. ¿Adónde quieres ir?

—Demos una vuelta por los alrededores. He visto un muro enorme detrás del edificio con extrañas inscripciones en las paredes.

—Yo también he visto ese muro. Podría tratarse de algún lateral del Hipódromo. ¿Recuerdas las carreras de carros que explicaban los mercaderes, allá en Corinto? Haz memoria. En una ocasión, cuando todavía eras muy pequeño, me hiciste prometer que te llevaría. Quién sabe, quizás ha llegado el momento… —responde Xenos, saliendo a los jardines exteriores, algo más pobres que los de las plazas adyacentes.

—¿Y las inscripciones? —vuelve a preguntar Úrian, que no deja de interesarse por todo aquello que ve.

—¡Muéstramelas!

Los dos atraviesan nuevas puertas hasta que el muchacho encuentra, en un bloque de mármol, a la altura de sus ojos, aquello que andaba buscando.

—¿Lo veis? ¡Parece la pluma de un pavo real!

—Es cierto, posiblemente lo sea. Todos los picapedreros tienen una marca que usan para dar fe de sus obras. Dicen que este mármol procede de la isla de Mármara, de un lugar llamado canteras de la Virgen María. Según creo, allí trabajan muchos esclavos.

—¡Es fascinante, padre!

—Me alegra que te lo parezca —dice Xenos, satisfecho—. Recuerda aquello que un sacerdote de Corinto dijo del mármol: «Dios atrapó los campos y las flores y los bosques de las montañas, el pescado y la fruta y las nieves que se funden».

—¿Cómo sabéis tanto de piedras?

—Ya conoces la respuesta. Los artesanos tenemos el oficio más viejo del mundo y estamos en todas partes. Es fácil la comunicación entre nosotros. Tú también acabarás sabiendo muchas cosas, hijo.

Pasará mucho tiempo hasta que Úrian comprenda la dimensión de aquella vieja metáfora.