Capítulo 16
Desierto del Taklamakán
Noviembre, 551
No es fácil abandonar la ciudad. Mientras permaneces en ella piensas que todo es posible. Tal vez tenga que ver con que se encuentra rodeada de paisajes muy diversos. Al norte, como telón de fondo, se despliegan las nieves perpetuas de las montañas Tien Shan, pero no son menos majestuosas las de la cordillera de Kunlun, al sur. Los viajeros tienen la sensación de transitar por un valle inmenso que nace en los altiplanos del Pamir y avanza, inexorable, hacia el temible desierto del Taklamakán.
La estancia en Kashgar ha sido una prueba de fuego para la cohesión del grupo que partió de Bizancio. En pocos días el desierto será una realidad, pero todo el mundo sabe que Xenos y Lysippos, cabezas visibles de la expedición, siguen enfrentados. Lo comentan en pequeños corros y a nadie le parece la mejor manera de continuar el viaje.
El soldado de la cicatriz no olvida el episodio en los establos, el descrédito y la humillación a que fue sometido ante los muchachos y la mujer. Pero el tejedor tampoco le perdona que confundiera a Najaah con una furcia cualquiera.
Ése es el motivo que les lleva a repartirse la carga de agua antes de iniciar la travesía. Cada comandante toma la responsabilidad de su abastecimiento y distribución. Pero las alianzas no están claras. Lysippos gobierna el destino de los ocho soldados que le quedan y de uno de los guías uigures; entretanto, Xenos intenta hacerse respetar por los cinco viajeros restantes y el otro guía. Sabe que cada uno de ellos es un territorio inexpugnable, que andan juntos y, pese a mirar en la misma dirección, los horizontes son distintos. Todo gira en torno a sus sueños, que, en algunos casos, ya no guardan parecido con aquellos que les acompañaban al iniciar el viaje y se modifican según las trayectorias vitales de cada uno.
Al fin y al cabo, los pasados cambiantes son los que dependen del itinerario cumplido. Corinto ya no es el pasado de Úrian, lo es su enfermedad, el miedo a la muerte, la posibilidad de renacer. Para Tistrya y Rashnaw tampoco lo es Gundishapur, la Academia, las noches de estudio y palabras, sino, respectivamente, la cueva donde el padre del joven monje desvaría y la promesa de Justiniano de favorecer la causa nestoriana. Najaah ya no piensa en su pasado en el seno de una tribu, sino en el infierno que le supuso su cautiverio. ¿Y el de Tibias? Quizás no ha seguido las mismas pisadas, porque todavía se mueve entre episodios que bordean realidades ajenas.
En compañía de sus fantasmas y ambiciones, se cobijan en una caravana más numerosa. Observan y aprenden a moverse en un medio que desconocen. Para aquellos que han escogido desplazarse en camello no resulta tan sencillo como parece. No hay estribos donde descansar los pies y compensar el peso no es nada fácil. Los movimientos de ida y vuelta y el repicar de las campanas les sumen en un devenir intemporal, como el mar de arena que no alcanza la mirada. Las dunas se proyectan hacia el infinito.
De vez en cuando, el viento levanta remolinos de arena que surcan el aire mientras la luz reverbera y se forman reflejos brillantes sobre el horizonte.
—Este lugar tiene algo mágico —dice Úrian, sin dirigirse a nadie en particular.
—¿Mágico, dices? ¡A mí me parece la guarida del mismo demonio! —responde Tistrya, pensando en cómo el espacio que recorren es responsable de la locura de su padre.
El joven monje avanza con el corazón endurecido. No puede batirse con la naturaleza, y sin rival no hay posibilidad de venganza. A cada paso surge con más fuerza la idea de vencer el desafío; tal vez como un homenaje necesario. Rashnaw sabe que al muchacho le acompaña un dolor que no es suyo, pero se limita a observarle de cerca, sin intervenir en su particular expiación.
A veces, el viejo monje toma distancia del grupo y se coloca en una meseta para poder observar mejor la estampa de su peregrinar.
Contempla la caravana como una planta trepadora que serpentea con lentitud en el paisaje cambiante, según el ángulo de sol que lo alumbre o con qué intensidad lo peine la fuerza del viento.
Pero la idea le resulta ambigua. ¡Cuántas interpretaciones de una misma realidad! De pronto se siente muy pequeño, como si él y sus amigos fueran un grano de arena más en la sinrazón del desierto.
El frío es despiadadamente intenso por las noches. Cuando el sol se pone, el grupo se repliega sobre sí mismo y el calor de los cuerpos en contacto lo hace más soportable. Durante el día las temperaturas suben un poco y se agradece la tibieza del sol, pero nadie olvida que el invierno se acerca, que lo peor todavía está por llegar.
El destino más esperado es la ciudad de Khotan; los viajeros se han acostumbrado a los objetivos a corto plazo, de otra forma el peso de la distancia resultaría insoportable. Tras tantos días de arena y frío, todos los componentes de la caravana se plantean de nuevo la idoneidad de una empresa tan arriesgada. Saben que, a pesar de haber traspasado con éxito la frontera entre ambos mundos, todavía les espera un largo recorrido para poder ver cumplida la misión que les empuja.
Pero hace dos días que el paisaje ha empezado a cambiar. Las montañas del sur parecen más próximas. La vegetación y el reino animal se manifiestan en unas briznas de hierba que los camellos aprovechan, pequeños zarzales que sobreviven entre las rocas, el piar lejano de algún pájaro que les hace mirar en todas direcciones intentando adivinar su procedencia. Úrian recibe esperanzado estos primeros indicios. Las largas noches al resguardo de la arena y el viento han originado nuevas historias. Algunos de los viajeros de la otra caravana comentan la riqueza de Khotan, su jade, abundante en las riberas del gran río que atraviesa las tierras del sur del Taklamakán.
Úrian se hace más popular a medida que los componentes de las respectivas caravanas se van conociendo mejor. También él camina ahora al frente de la expedición, junto a los principales responsables. Su padre le mira. Observa su desparpajo, el rostro más curtido, la voz menos aguda, y piensa que ha dejado de ser un niño. Ya no hay posibilidad de volver atrás; se siente orgulloso y al mismo tiempo una buena dosis de añoranza le hace tragar saliva. Fiblas, siempre fiel e inasequible al desaliento, acompaña a su amigo.
Ocurre al final de un largo camino que bordea altísimas montañas. Alguien de entre los soldados ha dado la voz de alerta gracias a su olfato finísimo. Es el guía uigur. Asegura que siente un inconfundible olor a agua, a la humedad que desprende el preciado líquido corriendo por las rocas, salpicando las plantas y el paisaje. Al principio nadie le cree; piensan que es otra mala jugada del desierto, que es imposible oler nada con la arena crepitando de continuo en la nariz.
Pero el guía no se equivoca. Enseguida empiezan a ver los primeros árboles, la huella de un curso de agua que resucita en medio de esas tierras áridas y enigmáticas. Rashnaw se limita a mirar al frente, sin mostrar ningún interés o alegría, pero el resto del grupo se abraza al contemplar aquella manifestación de vida.
—¿Ves la gente que hay a orillas del río, Fiblas? —pregunta Úrian, intentando convencer con la mirada a su amigo para que le acompañe.
—¡Eres un gran optimista, amigo mío! ¿Y si fuera un espejismo? —responde el hijo del herrero, que apenas distingue unas pequeñas sombras que se mueven a lo lejos.
—¡Los espejismos no transmiten los aromas que yo estoy sintiendo! ¿Vienes conmigo o esperas al resto de la caravana?
Fiblas sabe que no puede negarse a acompañarlo y apuran el ritmo, seguidos muy de cerca por el joven monje y su querido Explorador, que soporta sin debilidad aparente los rigores del desierto. Los tres emprenden un galope suave que pronto les lleva a las riberas del río del Jade Blanco. Comprueban que las figuras intuidas son reales, que decenas de personas remueven las piedras del fondo construyendo un mosaico extraño. Tistrya piensa que es como si hubieran depositado los restos de la cantera de una gran ciudad, pero las piedras son más bien pequeñas y se extienden por todas partes, bloqueando el paso del agua en muchos puntos y formando pequeños charcos que muy probablemente mañana cambiarán de lugar por la acción de los buscadores.
—¿Qué vida, no? —exclama Tistrya—. ¡Cambiar de lugar mañana las piedras que hoy has removido!
—Es posible —le responde Úrian—, pero si realmente vas en busca de algo debes estar dispuesto a aceptar los cambios, arriesgarte a perder los paisajes que habías hecho tuyos. ¿No lo hizo así Jesús de Nazaret?
Tistrya no ha querido responder a lo que considera una provocación. Se aleja de los muchachos de Corinto y piensa que Rashnaw no debería perder tanto tiempo instruyendo a vanidosos como Úrian. No acaba de sentirse cómodo en ninguna parte, descubre que es imposible moverse por el río sin que los buscadores le miren como si fuera un intruso, como si quisiera inmiscuirse en su quehacer. Vuelve con sus compañeros, mientras Úrian y Fiblas juegan a remojarse, chapotean y se ríen pese al frío; mirándolos se diría que celebran la vida.
También los muchachos observan con curiosidad a los personajes que transitan ese río. No les resultan ajenos sus rasgos pequeños, los ojos rasgados, el andar extremadamente movedizo, pero verles juntos, inclinados sobre el agua, es un espectáculo sorprendente.
No tardan demasiado en adivinar que los hombres van en busca de unas piedras que consideran muy especiales. Pero ¿cómo distinguirlas? Un muchachito de once o doce años ayuda, disciplinado. Las examina con atención. Después espera a que su padre certifique si se trata de un buen hallazgo. Dependiendo de su veredicto, la guarda en el fardo que carga a sus espaldas o la devuelve al agua.
—¿Serán buscadores de jade, Úrian? —pregunta Fiblas.
—Eso mismo estaba pensando yo, pero ¿no eran verdes las piedras que vimos en Kashgar?
—Eso me dijiste, pero yo no acerté a ver ninguna.
Los dos muchachos imitan la acción de los buscadores. Remueven dentro y fuera del agua esforzándose en encontrar alguna piedra diferente a las demás.
—Mira, Fiblas, ésta es más brillante que las otras. ¿Te parece que puede ser…?
El joven tejedor no acaba la frase, una risa a sus espaldas le hace girarse. Es un muchacho de su edad que se tapa la boca con las manos mientras mira la piedra sin valor. Úrian la tira de nuevo al río y siguen por la orilla a buen ritmo.
—¡Caramba, qué fría está el agua! ¡No entiendo cómo no acaban con las manos congeladas! —exclama el joven tejedor, frotando las suyas vigorosamente.
Más adelante se cruzan con un hombre muy viejo que avanza con la ayuda de un bastón. Es difícil adivinar su rostro porque camina encorvado, pero, cuando lo tienen enfrente, es él quien se detiene y, con gran sorpresa, escuchan que se dirige a ellos en griego.
—¿También buscáis jade, vosotros? —dice con voz pausada.
—¿Nosotros? No, venimos de paso, pero nos gustaría. ¿Vos no sois de aquí?
—Sí, por supuesto, y desde hace muchos años —responde el anciano—. Supongo que lo decís porque hablo vuestra lengua. Ciertamente la conozco, he viajado mucho y he conocido hombres procedentes de lugares lejanos, pero estoy seguro de que no es mi vida la que os tiene intrigados. ¿En qué os puedo ayudar?
—Nos preguntábamos cómo se las arreglan para saber qué es jade y qué no —contesta Úrian, aprovechando su ofrecimiento.
—Tienes que haber sido educado en la contemplación de la belleza para diferenciar el jade de una simple piedra de río. Os podría decir que infunde vigor, elegancia, pureza. Pero no es suficiente mirarla con los ojos, hace falta entretenerse para descubrir su aspecto misterioso.
—En Kashgar, unos hombres lo vendían en el mercado, pero era verde —dice Úrian, con la esperanza de una explicación más sencilla.
—Eres joven y como tal impaciente. El jade no tiene un color.
—Pero… —insiste el joven tejedor.
—Pero todo tiene un color, ¿verdad? Pues podría ser el representado por un color confuso e indescriptible. Puede tomar la apariencia roja de la sangre o el negro de la noche. Puede ser azul como el cielo o verde como el musgo, marrón como la tierra o amarillo como la arena del desierto.
—¡Ahora sí que no lo entiendo! ¿De qué depende que sea de un color o de otro? —insiste Fiblas, desconcertado.
—Que coja una u otra tonalidad… Dicen que depende de las filtraciones, de los minerales con los que está en contacto. De su alma…
Los dos muchachos de Corinto piensan que es una batalla perdida. Definitivamente, no están preparados para buscar jade. Se quedan en silencio, algo decepcionados.
—Siento no haberos servido de gran ayuda —añade el anciano, reemprendiendo la marcha río abajo.
—¡Esperad, buen hombre! Dejadnos hacer una última pregunta. ¿Sabéis dónde podría encontrar un jade con aquella tonalidad verde que pude ver en el mercado de Kashgar?
El hombre levanta la cabeza y mira a Úrian a los ojos. El muchacho sigue a la espera, preguntándose cómo un rostro puede estar surcado por tantos y tantos pliegues y, a pesar de todo, parecer bello. Por unos instantes su súplica queda en el aire. Después, el anciano introduce la mano en una pequeña bolsa de tela y extrae una piedra pequeña.
—¿Es esto lo que buscas? —le pregunta, aun sabiendo la respuesta.
Úrian contempla la mano tendida del hombre sin poder apartar la vista de la maravilla que les muestra.
—Creo que sí —dice, con un murmullo imperceptible, el joven tejedor.
—Tómala. Quizás ha sido ella quien te ha encontrado. Siempre es así, joven. Es probable que ahora no comprendas el sentido de mis palabras; pero lo tienen, estoy convencido. Se dice que el jade ayuda a equilibrar las energías, es algo así como un cristal para el espíritu. Pero estoy seguro de que un día sabrás el significado que reserva para ti. Has de saber esperar y estar atento.
Tras depositar la piedra en manos de Úrian, el anciano sigue su camino. El joven tejedor aprieta con fuerza el pequeño tesoro mientras algo en su interior le hace pensar que es una señal de aquello que desconoce, todavía.