Capítulo 3

Corinto, Peloponeso

Marzo, 551

Bajo el cielo estrellado de las tierras griegas, el general Belisario, distinguido en mil batallas, protege al calor de la lumbre el sueño de sus hombres. Con el paso de los años, cada vez le resulta más difícil dormir y deja que el tiempo transcurra mientras inventa historias o recuerda sus episodios más gloriosos. Como esta noche.

Atrapado en un silencio que sólo rompe la inquietud de los caballos, Belisario desea que el sol despunte en el horizonte. Despertará a los soldados a regañadientes. Siempre se ha sentido incómodo con las empresas ridículas; ésta lo es, y mucho. La derrota ante los ostrogodos le ha obligado a aceptar que sea el eunuco Narsés quien se ponga al frente del gran ejército. Será este viejo soldado, que ya ha superado los setenta años, quien se llevará todos los honores. Mientras tanto, debe cazar a un hombre. Sólo a uno; él, que ha tenido miles postrados a sus pies.

En el transcurso de la noche, recuerda su última conversación con la prostituta de Bizancio, cuando Justiniano le prometió aquel absurdo. Las escasas luces de Corinto en la lejanía, recortándose sobre el cielo oscuro, le inquietan. Tal vez porque no ha olvidado el terremoto que vivió hace ya treinta años en esa misma ciudad, cuando no era más que un joven soldado a las órdenes del emperador. Un adolescente que aprendía a no inquietarse frente al dolor ajeno.

Las formas indómitas que construyen las llamas le devuelven a la realidad. Le resulta imposible entender la incapacidad de Justiniano para sobreponerse a la pérdida de la emperatriz. Tres años después de morir la terrible Teodora, todavía están vigentes sus designios. Le parece un tiempo perdido.

Pronto despertará el día y los habitantes de la antigua Corinto, que ahora denominan Gorto, quizás en su intento por esconderse de la furia divina, les recibirán hostiles. Siempre es así; pese a que Belisario ha conseguido reunir bajo el poder del emperador buena parte del antiguo imperio, el rechazo y la desconfianza son las reacciones más habituales a su paso.

—¡Xenos! ¡Xenos! —escucha el tejedor que gritan sus vecinos.

El hombre despierta sobresaltado por el ajetreo y comprueba que Úrian duerme. Todavía confundido, nuevas voces le hacen sospechar que ese domingo no será el día de descanso que necesitaba después de teñir las telas.

—¡Xenos! ¡Xenos!

—¿Qué queréis? —responde el tejedor, tomando conciencia de la multitud reunida alrededor de su casa.

—No hay tiempo… Debéis huir… Belisario se acerca… —le dice Jedisán, el herrero, que ha entrado apresuradamente al aposento.

—¿Belisario? —interroga Xenos, incapaz de recordar si alguno de sus acreedores lleva ese nombre—. ¿Quién es Belisario? ¿Quizás habéis bebido más de la cuenta esta noche?

—¡Es el general Belisario quien os busca! La gente no quiere problemas y le han dicho dónde vivís. Llegarán pronto. ¡Debéis huir, vos y también Úrian!

Xenos se incorpora sorprendido mientras le asaltan todo tipo de preguntas. ¡Belisario! ¿Qué puede querer el más temible de los generales de Justiniano de un pobre tejedor como él? Sin vacilar, mientras sacude el cuerpo de su hijo plácidamente dormido, toma una decisión.

—¡No nos iremos! ¡No tengo nada que esconder, ni siquiera al emperador!

Durante un breve espacio de tiempo recupera la memoria de los muertos que acompañan su soledad. Las tumbas donde reposan sus padres y su amada mujer, Iris, víctima del mal negro. Diez años después, todavía no es capaz de liberarse de aquel olor fétido. Invadió todos los rincones del hogar como si fuera obra del diablo.

Xenos se aproxima a la ventana y contempla las casas bajas repartidas al azar. Imagina la antigua ciudadela protegida todavía por las murallas, antes de que el terremoto las convirtiera en una ruina. Su tío se lo había contado docenas de veces.

Él es un superviviente, no un cobarde.

—¡Os habéis vuelto loco, Xenos! Nadie moverá un dedo a vuestro favor si tienen que enfrentarse con los soldados de Belisario.

—A lo mejor Dios tiene alguna razón, amigo Jedisán —responde el tejedor ante el asombro del herrero.

Los dos salen al exterior y comprueban la trascendencia de la visita inesperada. Parece que todos los habitantes de Corinto han decidido reunirse en la plaza con la intención de acompañar al general y a sus soldados.

—¡Ésta es la casa que buscáis, señor! —dice una voz anónima entre la multitud; uno de los soldados se le acerca y deposita en sus manos una bolsa con monedas.

Belisario se adelanta a sus hombres y camina por el corredor que han formado los presentes. Baja del caballo y da unos pasos en dirección a la casa. Xenos espera en la entrada. Apenas ha tenido tiempo de ponerse su túnica corta y ceñirse el cinturón.

—¿Eres Xenos, el tejedor de Corinto?

Mientras hace la pregunta, el general levanta la mirada buscando los ojos de aquel hombre. Se arrepiente de inmediato. Su altura incomoda, pero sus ojos inquietan. Hasta entonces, nunca había contemplado unos ojos de colores tan dispares. El derecho recuerda el barro, te atrapa como si cubriera un pie desnudo; el izquierdo, azul, parece no tener fondo, es un túnel o un abismo. Los cabellos oscuros y abundantes acentúan todavía más su arrogancia, la nobleza de su gesto. Belisario piensa que, de haberse presentado en plena noche, no habría tenido aquella multitud como testigo. Por unos momentos, inesperadamente, se siente fuera de lugar.

—Lo soy —responde el tejedor—. ¿Quién me reclama?

—Tengo órdenes de llevarte a Constantinopla. Puedes escoger si vienes de buen grado o si tenemos que obligarte. Así lo ha querido Justiniano, tu emperador. ¿Reconoces su autoridad?

—No me dais opción.

—Como bien dices, no la tienes —dice Belisario, fijándose en el muchacho que sale del interior de la casa.

—Este es mi hijo Unan —responde Xenos—, no le dejaré solo.

—Pues él también vendrá —anuncia el general, elevando la voz y acelerando el desenlace de una escena que le inquieta.

El tejedor coge a su hijo por la espalda y le hace saber que deben iniciar un largo viaje, que reúna ropa y algunos víveres. El muchacho no entiende qué sucede, le parece vivir todavía en sueños, incapaz de reconocer la gravedad del instante. Entre la multitud se encuentra su amigo Fiblas, el hijo del herrero Jedisán, que observa la escena con el espanto reflejado en su rostro.

Nadie acompaña a Úrian al interior de la casa. Podría huir por la ventana trasera. Lo piensa mientras sigue las indicaciones de su padre. Poco después sale al exterior con un fardo; los soldados acercan dos caballos enormes y negros que le asustan con sus relinchos.

Los habitantes de Corinto se quedan mirando la partida de los hombres de Belisario. Se alejan entre nubes de polvo que hacen escocer los ojos. El tejedor de Corinto y su hijo Úrian marchan en medio de la comitiva. Todos regresan a sus casas en silencio, como si el viento del Peloponeso hubiera desperdigado la palabra cobardía por la ciudad.

Sólo un grito ahogado se adhiere a las paredes. Fiblas grita el nombre de su amigo en cuanto su padre afloja las manos que hasta ahora le han retenido con la intención de protegerlo. Como una centella, se apresura a coger su honda y las municiones necesarias. A lomos de la mejor mula del herrero, sigue la estela del pequeño ejército.