Capítulo 4
Mar de Mármara / Constantinopla
Abril, 551
El griterío del centenar de esclavos que manejan los remos incomoda el descanso de los viajeros. Frente a la entrada del mar de Mármara, este latido sordo se convierte en un rugido escalofriante. El fuerte viento, que les ha impulsado durante la travesía del Egeo y el estrecho de los Dardanelos, da paso a una calma tensa, inexplicable. Las grandes velas del dromón quedan plegadas sobre los palos.
A partir de este momento, el esfuerzo de los remeros les conduce a las puertas de Constantinopla. El dromón del general bizantino se desliza suave sobre el agua calma y Úrian toma conciencia de estar viviendo una gran aventura; por primera vez surca el mar que, desde la ciudadela de la antigua Corinto, sólo era una línea en el horizonte.
Aquel escalofrío que le recorría el cuerpo al ver una nave, ahora se ha transformado en incertidumbre.
La salida del sol es inminente y, muy pronto, las luces repartidas sobre la entrada del Bósforo serán innecesarias. Los caballos, inquietos, relinchan e intentan liberarse; Belisario sigue dando órdenes a sus hombres.
El tejedor pasea su impaciencia por cubierta. Nunca ha sido un hombre de grandes discursos, pero desde que se hicieron a la mar un ademán grave y una actitud de alerta permanente le dominan. Su hijo le ha oído decir, repetidas veces, que son las acciones las que muestran la naturaleza de las personas.
—Estoy contigo. No debes temer nada.
Así le había hablado al inicio del viaje. Después tan sólo ha repetido el gesto de ponerle la mano sobre la espalda. Siempre lo hace con aplomo, como si fuera suficiente para dar vida a sus palabras.
Los ojos canela de Úrian precipitan una lágrima. Quizás es temor o un desorden de sensaciones que difícilmente podría explicar. Mientras se esfuerza en disimular el trayecto húmedo sobre la mejilla, el perfume a sal del Bósforo, mezclado con el intenso aroma a especias y a gay, le ensancha el pecho. El muchacho se acerca la mano al corazón y murmura una palabra inaudible. Bajo la túnica corta aprieta una cinta turquesa. La que un día trenzó los cabellos de su madre.
Lentamente, el mar deja de ser una superficie opaca. En una lejanía desconocida el horizonte arde en silencio. Las olas recortan siluetas intermitentes y desaparecen, como las formas de una acuarela bajo la lluvia.
—¡Mirad, padre! —El muchacho señala, con el brazo tendido, una enorme cúpula tocada por el primer sol.
El dromón balancea, pero ellos, con la vista clavada en el perfil que se ilumina lentamente, siguen inmóviles. Las formas del templo de Hagia Sofía han quedado grabadas en sus retinas. Por unos momentos todo el universo acontece armónico.
El barco se adentra entre las dos riberas de la ciudad mientras deriva hacia su izquierda. Úrian comprueba que en el estrecho del Bósforo todavía no han entrado con fuerza los rayos del sol. Le parece la garganta de un lobo, profunda, inesperada. Algunas embarcaciones sobre el mar atraen su curiosidad.
Hay cárabos, pequeñas naves de vela y remos que ya ha visto en Corinto guiadas por mercaderes árabes; también otras que parecen bien armadas, aunque no tendrían ninguna posibilidad contra el fascinante dromón de Belisario. Sin embargo, hay otras que no sabe identificar. Úrian se acerca a uno de los soldados que les vigilan, aquel que luce una enorme cicatriz en la cara. Ha sido el más amable durante el viaje y, también ahora, atiende solícito su pregunta.
—Ese tipo de nave se usa para patrullar la costa, es una liburna. Las pintan así para que se confundan con el agua.
El muchacho mira el barco, de un verde más bien oscuro, y piensa que ese mar ya no le pertenece. Recuerda con nostalgia la costa del Peloponeso y los azules fascinantes que allí se mezclan con el cielo. Pero la realidad toma fuerza. Se siente atrapado por el templo colosal que se destaca tras las murallas de Constantinopla; parecen abrazar aquel nuevo mundo que les reclama.
Belisario se mueve entre sus hombres con gran seguridad. Da órdenes, pero también lleva a cabo pequeños trabajos por su cuenta. Úrian y Xenos asisten en silencio, abrumados por el barullo que les llega del interior de la ciudad, transportado por una brisa suave que apenas deja un rastro salobre en la cara. El tejedor explica a su hijo que hace muchos años, antes del terremoto, también Corinto era una gran ciudad que tocaba el cielo con sus templos y palacios. Pero el muchacho nunca ha visto nada parecido y querría que el dromón se detuviera ante la orilla para retener todo lo que abarca su mirada.
Al entrar en el puerto, Úrian entiende el porqué de las historias que corren sobre el poder naval de Justiniano. Hay una buena muestra de las naves que han servido a Bizancio para hacerse dueño del Mediterráneo. A resguardo, una destaca por encima de todas las demás. De nuevo busca con la mirada aquel soldado de apariencia feroz.
—Es la nave imperial, que siempre está preparada. Su color púrpura simboliza el color de la realeza.
Pero no puede dar por finalizadas sus explicaciones. Belisario pide su presencia para desembarcar.
El ajetreo en la nave que ha transportado al tejedor de Corinto y a su hijo cautiva por unos instantes la atención de portadores y mercaderes. Han atracado en el puerto de Teodosio tras bordear durante más de una hora la ciudad en dirección oeste. Diferenciándose de los otros que han visto en su recorrido, este puerto no se abre al mar fuera del recinto amurallado. El barco ha atravesado unos muros construidos sobre el agua para acceder a la bahía.
La visión de las cúpulas de Hagia Sofía ha quedado atrás, pero Xenos señala curioso nuevos foros y torres. Úrian no puede resistir la tentación. Imitando a los vigías, sube por el velamen y puede ver centenares de pequeñas casas, muy parecidas a la suya. A los pies de las otras edificaciones, son como gotas de tinte que la caldera de teñir hubiera salpicado sobre el suelo.
Todo indica que los prisioneros serán los últimos en bajar. Belisario da prioridad a los caballos y a las mercancías que trae de Atenas. Después, cuando las tropas se han perdido más allá de la vista, se planta ante los griegos.