Capítulo 8

Casa de Belisario, Constantinopla

Marzo, 551

Dirigir la mirada hacia el Bósforo en primavera es a menudo una aventura imprevista. Las formas que se reflejan en sus aguas son inciertas y la única realidad permanece en el interior de la casa. Es allí, en la calle principal, donde el espíritu de Belisario lucha contra los seres que le atormentan. Sólo los fantasmas destacan en medio de la oscuridad. Sus criados han recibido orden de mantener los aposentos en una estricta penumbra.

El general, tantas veces victorioso, sabe que han decidido dejarle al margen. Ahora, su presente es contrario a los sueños que tejió desde las montañas de Tracia, a la excitación de la victoria que exudaban sus hombres diecisiete años antes, tras la batalla de Tricamerón, en el monte Papúa. Esta lucha permitió incorporar de nuevo al imperio las antiguas provincias de África. Pero también recuerda cómo, dos años más tarde, vencidos los ostrogodos, rehusó su propuesta de proclamarse emperador de Occidente. Con aquel gesto, hacía honor a la fidelidad absoluta que guardaba a Justiniano, pero el señor de Bizancio nunca tuvo la certeza de que así fuera.

El retiro forzoso le impulsa hacia un silencio estudiado. ¿Qué más puede hacer cuando el mundo exterior le niega la vida? Su ánimo se divide entre las glorias pasadas y la melancolía que ha hecho mella en su ser desde que vive en Constantinopla. Jamás habría sospechado que la muerte de la emperatriz Teodora convertiría a Justiniano en un ser mezquino, siempre receloso de que su inactividad diera alas a los más cercanos y pudieran disputarle el trono.

El general se siente solo. Sí, es cierto que, en un principio, la propuesta de descubrir el misterio de la seda incidió en el ánimo del emperador, mostrándose como el dirigente con visión de futuro de otras épocas. También lo es que sucumbió pronto a la melancolía y se encerró de nuevo en sus aposentos, sin más compañía que los libros sagrados y los antiguos pergaminos confiscados a la Academia de Atenas. Cuando Belisario le planteó llevar a cabo el último deseo de Teodora —conseguir que Bizancio pudiera romper la dependencia de los mercaderes persas, convertir Constantinopla en el punto de mira para llenar de bellas telas todo el Mediterráneo—, no pensó en este final.

El propósito despertó en el emperador la memoria de una antigua promesa, pero él únicamente ha conseguido un ridículo viaje a Corinto. Había estudiado con mucha atención su idea. Mientras la concebía, pensaba que quizás Justiniano le permitiera hacerse cargo de la expedición, guiar a los bizantinos a aquella victoria y abrir el imperio a otra época. La victoria del comercio y de la libertad sobre el ocultismo tradicional de Oriente.

—La memoria de la emperatriz será eterna. Ella os agradecerá vuestra fidelidad preparándoos la entrada a la otra vida. —El general intentaba encontrar un lenguaje que pudiera incidir en el ánimo del emperador para favorecer sus propósitos, pero un tic nervioso en sus ojos delataba su falta de sinceridad.

—Lo pensaré, amigo mío, pero vuestra función es ayudarme a controlar la ciudad, no imaginar aventuras fuera de Constantinopla. Ya habéis tenido vuestras oportunidades; ahora serán otros los que lleven a cabo dicha misión.

Belisario se preguntaba si el escogido sería su amado Lysippos, un comandante que ya había demostrado sus cualidades. La historia se repetía. Él mismo había sido suplantado por Narsés, a causa de la desconfianza del emperador. Era más fácil confiar en un eunuco viejo, sin descendencia ni deseos amorosos, aspectos que Justiniano veía como el germen de muchas ambiciones políticas.

Ahora que los éxitos de su sustituto llegan con frecuencia a Constantinopla, se clavan como puñales en el corazón cansado de Belisario.

En la penumbra de su casa, recuerda a Narsés en la corte, antes de comandar sus ejércitos. Piensa en su ridícula estatura, en sus caderas anchas, en su mirada estrábica, cómo paseaba por los corredores de palacio con un rollo de documentos bajo el brazo. Le recuerda vestido de seda escarlata y blanco, con una cadena de oro honorífica colgada de su corto cuello. Nunca habría dicho entonces que acabaría siendo su rival.

Belisario evoca también la aparición del eunuco en el campo de batalla. Cómo su mujer Antonina, en un ataque de risa, tuvo que retirarse al verle llegar. Poco se imaginaba, en aquel momento, que su divertimento sería del todo pasajero. Ni la armadura de Narsés, laminada a la última moda, con peces, cruces y otros símbolos cristianos, ni su casco, con un altísimo penacho de avestruz, ni la capa púrpura, ni tampoco la espada de formato natural con la que tropezaba al andar detuvieron sus triunfos.

Hay otro personaje que Belisario añora muy a menudo. Se trata de Balan, el caballo blanco que siempre le acompañaba en todas y cada una de las batallas. Le había adiestrado de manera que fuera capaz de lanzarse contra sus enemigos. Los dos formaban un equipo. Era noble y fiel. ¿A quién puede confiarse ahora?

De nuevo se concentra en el pasado, en el momento en que se proclamaron emperadores Justiniano y Teodora. Tenía veintidós años y el cuerpo le hervía en el afán de grandes batallas. Recuerda cómo la pareja imperial necesitaba rodearse de rituales para sentirse poderosa. Los dos procedían de familias humildes y dichas manifestaciones les hacían sentir que consolidaban su autoridad.

Todo el mundo quedaba embelesado cuando les veían aparecer a través de una de las relucientes galerías de mármol del Monte Imperial de Bizancio, preparándose para la audiencia matinal. Justiniano presidía la comitiva con su capa dalmática, atada con piedras preciosas, y su impresionante diadema. Lo seguían, en riguroso protocolo, el maestro de los Oficios, el príncipe Hipatio, el patriarca de Constantinopla, el gobernador de la provincia de Egipto y Torismundo, el embajador godo. Los espaderos, con las armas desenvainadas, protegían la augusta procesión.

Belisario recuerda los silentiarii que precedían la comitiva. Todavía puede oír el golpeo rítmico contra el suelo de sus varas de marfil, un sonido que anunciaba la presencia de las majestades. Algunos cubicularii, funcionarios de rango superior, completaban el grupo. En el centro caminaba la bella emperatriz Teodora. Era una mujer alta, que impresionaba con su capa verde oscuro labrada en oro, con la diadema ensartada de perlas y piedras preciosas apaciguando sus rizos negros. Unos pendientes pesados le llegaban hasta los hombros.

Cuando resonaba entre las galerías el zumbido de los silentiarii y se escuchaba el lento deslizar de los zapatos de brocado y seda, dignatarios, altos funcionarios y oficiales caían en la proskynesis, le besaban los pies y la reverenciaban.

¿Quién habría dicho de aquella mujer, hija de un domador de osos del circo, que años más tarde ella domaría a todo el Imperio de Bizancio? Con toda seguridad nadie se hubiera permitido la fantasía de imaginar que sus contorsiones eróticas en el escenario darían paso al andar elegante que durante veinte años acompañó al emperador.

¿Cómo profetizar que los granos de avena con que cubrían su cuerpo desnudo, mientras los patos adiestrados picoteaban el alimento, serían sustituidos por las más finas sedas, perlas y piedras preciosas? El auditorio rugía con ella en un espectáculo nunca visto, del mismo modo que en el día de su coronación. Belisario no puede dejar de pensar que, quizás, algunos de los hombres que se inclinaban hasta besar los pies de la emperatriz, mucho antes le habían recorrido la piel con aquellos mismos labios en una de sus fiestas privadas.

Recuerda a Teodora y un escalofrío le atraviesa. Fue durante la rebelión de Niká, la más grande que ha vivido Constantinopla. Sus habitantes divididos en dos colores —verde y azul—, unidos contra un único enemigo, su emperador. Las calles rojas de sangre, sin distinguir la procedencia. Una interminable semana de saqueos, incendios y destrucción por doquier. Se aconseja que Justiniano huya de la ciudad con el propósito de salvar su vida. Nunca olvidará la excelencia de Teodora irrumpiendo en el Senado, al cual no le estaba permitido asistir; su voz revestida con una autoridad irrefutable denunciando la cobardía de todos los presentes. Aún es capaz de reproducir con exactitud sus palabras: «Si la fuga fuera la única manera de salvarse, renunciaría a la salvación. El hombre ha nacido para morir y aquel que reina no debe conocer el miedo. César, escapa tú, si quieres: allí está el mar, allí las naves que te esperan, tienes las suficientes riquezas para no sufrir. Con respecto a mi persona, acepto el viejo dicho y proclamo que la púrpura es la mejor de las mortajas».

Belisario evoca el silencio que se apoderó de los asistentes y la mirada de la emperatriz clavada en él, por encima de convenciones y reglas. Luchó bajo sus órdenes con el objetivo de sofocar la rebelión, mientras Justiniano imploraba un milagro del cielo, retirado en el templo del palacio.

Todavía se estremece al rememorar su ejército. Lo ve cruzando las columnas de la ciudad y accediendo, por sorpresa, al Hipódromo. Los ciudadanos de Constantinopla ya festejaban su victoria, no hubo capacidad de reacción, ningún espacio entre las trincheras para maniobras defensivas. La batalla que se produjo degeneró rápidamente en matanza. Los soldados de Belisario no se limitaron a ocupar las puertas del Hipódromo, también tomaron posiciones en las gradas más altas, desde las cuales descendían en formación y mataban metódicamente. De los primeros intentos de resistencia de las fuerzas revolucionarias se pasó al pánico, a las muertes provocadas por los soldados se añadieron las producidas por el aplastamiento y la asfixia durante la fuga de la multitud.

A su alrededor había gente conocida, niños y mujeres agolpados, chillando, muriendo. Hace casi veinte años de aquel episodio y las imágenes cobran vida con una realidad aterradora. El día 19 de enero de 532, Constantinopla despertó con más de treinta mil cadáveres. Justiniano pudo mantenerse en el trono, y Belisario respetó ya por siempre jamás a Teodora, aquella mujer del circo, su emperatriz.