Epílogo
«A veces se precisa un golpe de locura para construir un destino».
Marguerite Yourcenar
Constantinopla
Abril, 555
Podías haber escogido otro día para partir! Hoy tendrá lugar una celebración muy importante y el emperador cuenta con nuestra presencia…
Úrian no responde a esas palabras. La decisión está tomada y las exigencias de su padre confirman la distancia que se ha establecido entre los dos. Le podría preguntar para quién es importante la presencia del tejedor real, pero no lo hace. Piensa que el propio Justiniano tan sólo les ha recibido una vez desde que regresaron con el secreto que tanto había anhelado. Ahora, todas las miradas se dirigen hacia Bizancio como la única productora de seda de Occidente. Pero este hecho no ha merecido la atención del emperador. Liberado de su deuda con Teodora, únicamente parece interesado en la teología.
Nada le dice, pues. Acepta la bolsa de oro que su padre le ofrece, y acto seguido llena el fardo con unas prendas de ropa y los útiles de escritura que le dio Rashnaw. Desde que salieron de China, no ha podido abandonar la costumbre de escribir su diario.
Hace semanas que quiere partir, quizás meses. Poco le importa si el eunuco Narsés ha conseguido al fin aniquilar a los ostrogodos, tras veinte años de luchas ensañadas. Las consecuencias serán las de siempre, el vencedor querrá cargos y prebendas, se instalará en palacio hasta que reciba la orden de organizar una nueva guerra donde derramar más sangre. Mientras tanto, el general Belisario se sentirá herido en su amor propio. Él no ha disfrutado de las mismas oportunidades que Narsés, y ahora queda privado de la gloria reservada a los escogidos.
Tras colocar el fardo a lomos del excelente caballo que le ha regalado Xenos, atraviesa la Puerta de Bronce que comunica el Palacio Sagrado con la avenida central. Enseguida le sale al encuentro el bullicio y la alegría de un día festivo. Los habitantes de Constantinopla ven en la victoria de Narsés la oportunidad de una época próspera, o tal vez la ocasión propicia para liberarse de los elevados tributos que exige el imperio.
Los esclavos esposados en hileras, los carruajes llenos de metales preciosos y todo tipo de ornamentos se suceden sin descanso. Pero Úrian se esfuerza en no mirar hacia atrás. Sabe que si lo hace podrá contemplar la figura de su padre en la torre de la muralla, ataviado de manera ostentosa con la seda que le ha hecho rico. Siente sus ojos clavados en la nuca y le pesan. Avanza, y a cada tramo del camino es como si se fuera liberando de una mirada que quiere subyugarle.
Se hace difícil sortear a la muchedumbre que camina en dirección a palacio, pero la determinación del joven es como una ola gigantesca que ha sido capaz de saltar sobre las almenas y ahora se desperdiga por la avenida, ajena a los gritos de victoria de los bizantinos, decidida a aprovechar cualquier rendija para continuar su camino hasta el mar.
Dos años atrás, cuando llegaron de Oriente, también se daba cita otra celebración. Pero con la alegría de muchos se fundían los llantos de otros. Belisario no pudo abrazar a su discípulo, el niño que adoptó y en quien tenía puestas las pocas esperanzas que le quedaban. La idea de que Lysippos podía seguir vivo no era suficiente para resignarse a su pérdida. Pero el emperador impidió sus intentos de organizar una expedición de rescate.
—Os necesito en Constantinopla, querido Belisario —le dijo en repetidas ocasiones, sin que ningún destino ni objetivo concreto justificara la presencia del general.
El bueno de Jedisán, el padre de Fiblas, también había sido incapaz de consolar a su esposa. Aferrada a Úrian, agarrando con fuerza el turbante violeta entre sus manos, le pedía, una y otra vez, que le explicara cómo había sucedido, cuáles habían sido sus últimas palabras.
Mientras orienta los pasos vacilantes de su caballo entre el gentío, el joven de Corinto observa cómo arrastran a los prisioneros en dirección a palacio. Imagina el dolor de las mujeres solas, de los niños sin padre; son personas de las cuales no conoce el rostro, dobladas por la voluntad del tirano que asesina amparándose en un Dios. Estremecido por ese pensamiento que, ahora lo sabe, complacería a Rashnaw, lucha todavía contra el deseo de mirar hacia atrás. La misma determinación que le sirve para avanzar debe de dar fuerzas a su padre para mantenerse en alerta, para poder percibir cualquier movimiento que denote su debilidad.
—Al fin y al cabo, es absurdo —se dice, y continúa su camino, chocando contra el populacho enfervorizado.
Rashnaw. Se pregunta por qué le viene a la memoria ese hombre siempre que va en busca de respuestas. Estaría orgulloso de él. Si pudiera verle, seguro que sonreiría complacido, se va repitiendo mientras aumenta la distancia entre él y la figura de la torre.
El viejo monje no tardó tanto en abandonar el palacio. Pocas semanas después de llegar a Constantinopla se celebró el V Concilio Ecuménico. Todo fue una gran farsa, una trampa para reiterar el rechazo de la Iglesia a la llamada herejía de Nestorio. De los ciento sesenta y seis obispos, sólo fueron convocados doce orientales. ¿Cómo podía ni siquiera imaginar el emperador que Rashnaw se dejaría comprar por favores personales? El hijo del tejedor todavía hoy se lo pregunta. No, Rashnaw no aceptó ninguna prebenda. Fiel a su ideario, partió en dirección a Gundishapur, deshizo el mismo camino que ahora forja Úrian, sin mirar hacia atrás, a fuerza de voluntad.
El joven de Corinto respira aliviado cuando percibe la brisa del Bósforo acariciándole el rostro. Se humedece los labios buscando el rastro salado, todavía imperceptible. Sabe que la torre de la muralla se dibuja con menos omnipresencia a su espalda y su padre ha pasado a formar parte de un conjunto borroso. Es entonces cuando el hijo del tejedor busca en la capa la cinta de color turquesa, aquella que trenzaba los cabellos de su madre. La aprieta como pidiéndole su bendición. Después escucha el golpear suave de las dos piedras en la pequeña bolsa, que siempre lleva atada a la faja. Sonríe; es como otro latido que le infunde vida. El betilo de Najaah y su piedra de jade.
Todavía le resuenan muy adentro las palabras de su padre, cuando Najaah intentaba explicarle que se sentía prisionera, que añoraba la libertad de ir y venir, la aventura de comenzar un nuevo día.
—¡Mira que llegas a ser desagradecida! ¿Todavía no has tragado suficiente polvo y has sufrido bastante miseria, mujer?
Ya hace casi un año que también ella se marchó, como lo hacen las golondrinas al llegar los primeros fríos. Úrian ha echado de menos su compañía, la complicidad que habían conseguido entre los dos y que tan difícil le resultaba entender a Xenos. Quizá su partida en busca del amor, que todavía creía posible, su valor al desprenderse de las riquezas que la esclavizaban de nuevo y las últimas palabras que le dirigió ayudaron al hijo del tejedor a tomar su decisión…
—No puedo cambiar la dirección del viento, Úrian, pero sí maniobrar con las cuerdas de mi cometa para así poder escoger en qué lugar del firmamento deseo volar.
Ahora es el joven de Corinto quien se siente artífice de su propia historia. Ya nada es igual; él tampoco, y no se arrepiente. Ha entendido que la transformación forma parte de la vida. La leña se transforma en fuego, las nubes en lluvia, los capullos en seda. Dicen que se recula con la convicción de encontrar seguridad, pero se adelanta a tientas. Él ha decidido que invertirá el proceso.
Se concentra en su piedra de jade. Ha aprendido muchas cosas de la naturaleza de ese material, de sus propiedades y de las historias que lo rodean. Conoce la importancia que los chinos le otorgan, sabe de su vínculo con la perfección y la inmortalidad. Pero, sobre todo, ha aprendido a mirarlo con los ojos de Yù, bajo el arte del suiseki.
Ahora que la piedra está desnuda de todo valor superfluo, reconoce el valor que él le otorga. Ésta es su joya. Ante sus ojos brillan las aguas verdes del Bósforo, como un paisaje íntimo, como una invitación. Es un primer paso necesario hasta sumergirse en la belleza líquida de los ojos de la mujer que ama. El jade es el territorio común a los dos, por más desierto que pueda parecer.
Úrian no sabe si es el inicio de su aventura o se acerca al final, como si su determinación reuniera ambas cosas a la vez. Pero no siente la necesidad de preguntárselo, no quiere ofrecer más resistencia; ya lo ha hecho durante dos años y sólo ha conseguido sentirse más turbado, vivir en un desorden que le iba ahogando.
Barre la ciudad con la mirada. Los soldados traen las lanzas relucientes y las mallas de fiesta se aferran a los cuerpos forjados en mil batallas mientras hacen ondear el estandarte imperial. Con los caballos engalanados, vitorean el nombre de Narsés, su héroe. Observa los pañuelos bordados que cuelgan de las ventanas y los decorados de acebo, laurel y flores silvestres que dibujan nombres y consignas de triunfo. Escucha el tintineo rítmico de todas las campanas de Constantinopla y sigue avanzando hacia el Bósforo.
Al llegar a los muelles, dirige la mirada más allá del estrecho y cree ver, sobre el horizonte, una lejanía del color del jade. Cierra los ojos y se acerca a tocarla. Sus dedos le devuelven la textura de la seda que anhela.
Tarragona
Abril, 2007 - Enero, 2009