Capítulo 3

Montañas del Cáucaso

Julio, 551

Hace semanas que la caravana se arrastra entre pasos escarpados y la visión de valles impenetrables. Las montañas del Cáucaso han sido su morada durante demasiado tiempo, como si de repente se hubieran trasladado a las alturas mientras seguían cada noche la luminosa estrella celeste. Intuyen que en las zonas más bajas podrían protegerse del calor en árboles y salientes, pero los responsables de la expedición que les acompaña han advertido que éste es el camino más adecuado si se quiere llegar al otro lado.

Las montañas hacen del trayecto una realidad agobiante. Tanto es así que incluso las conversaciones entre los viajeros han ido perdiendo su sentido. Algunos podrían argumentar que el esfuerzo continuado les impide cualquier otro, aunque hay quienes recrean su espíritu soñador con las maravillas de la tierra y del cielo.

Úrian también camina sin decir ni una sola palabra. Aprende a compasar sus ansias con la lentitud que imprime su cuerpo. Por primera vez entiende que el silencio es la mejor ayuda para aquellos que quieren llegar a su destino. Los caballos ya tienen suficiente con la carga que transportan, incluso el bello y vigoroso animal de Tistrya se ha rendido a la fuerza que parece emanar del cielo y que, por instantes, es como si les aplastara contra las rocas, a veces volcánicas, siempre salvajes y desnudas.

Quizás por ello, los esforzados viajeros se han abandonado a los recuerdos. Úrian hace días que piensa con fuerza en la conversación que mantuvo con su amigo Fiblas cuando, dos días después de regresar de nuevo a la ruta, miraron hacia atrás percibiendo toda la belleza que habían abandonado…

—No sé si decirte que es bello, Fiblas, o que es lo más extraño que he podido contemplar.

—¡Sí que es extraño, sí! Sólo hemos pasado dos noches, pero tengo la sensación de que forma parte de una vida distinta. ¿Me entiendes, Úrian?

—Te entiendo perfectamente, amigo mío. Pero imagino que a lo largo del viaje nos asaltará a menudo esa sensación.

—¿Sabes, Úrian? A veces me gustaría que pudieran verlo mis padres. ¡Son tantas cosas! No sé si conseguiré recordarlo todo, trato de guardar imágenes…

—Yo también las guardo, Fiblas. ¿Te confío un secreto?

—Claro que sí, dime. ¿Sucede algo…?

—Es posible que tenga un poco de añoranza. Ocurrió cuando dejábamos atrás la Capadocia. ¿Recuerdas que, cuando viste que me detenía, me preguntaste qué pensaba? Pues me pasaron por la cabeza nuestros paseos por la playa.

—¿Y qué tiene que ver ese recuerdo con el paisaje que hemos dejado atrás?

—Pensaba en cuando, con los puños cerrados, apretábamos los nudillos para que la arena mezclada con el agua formara los montículos de grumos. ¡Las formaciones de la Capadocia me lo recordaban tanto!

Pero esta conversación queda lejos. La realidad es otra; cerros y cordilleras por cruzar que siempre dan paso a un paisaje parecido, el mundo repitiéndose en cada esquina. Reductos aislados de personas que viven con los animales, rostros curtidos por un sol inclemente.

Úrian abandona repentinamente sus ensoñaciones cuando ve que Lysippos y su padre regresan de inspeccionar el lugar. Los dos han abandonado el grupo, llevándose los caballos más frescos. Lo hacen con mucha frecuencia desde que dejaron Kaymakli, como si hubieran descubierto que sus caracteres pueden avenirse.

—Si aviváis el paso, tendréis una sorpresa —dice Lysippos bajo la mirada silenciosa y afirmativa del tejedor.

Tistrya se gira hacia los muchachos de Corinto con un guiño de malicia. Duda de la posibilidad de que se produzca ningún cambio, después de tantas jornadas llenas de agobiante monotonía. Ha llegado a creer en la inmutabilidad de aquel paisaje, en la eterna sucesión del mismo esfuerzo, como si el único sentido de esta aventura fuese ya avanzar hacia la nada.

Es el recuerdo de su padre el que mantiene su esperanza, lo único que le empuja a coger fuerzas en algún lugar recóndito de su interior al cual nunca había accedido. Piensa que no es el momento todavía, y se limita a sonreír mientras Úrian le devuelve la mirada sin entusiasmo.

Las palabras de Lysippos no han conseguido que se recuperen los ánimos en la caravana, pero han hecho resucitar algún poso de fe. Aceleran el ritmo y el cielo parece agrandarse lentamente hacia una caída vertical.

—¡Mira, Fiblas! Los límites del mundo deben ser algo así —le indica a su amigo ante la inmensidad que, sin avisar, les asalta desde el horizonte.

El hijo del herrero siente que se le nublan los ojos. Él es un muchacho acostumbrado a la playa y a un mar accesible. Lo que ahora contemplan es tan vasto que la mirada parece volar sobre la tierra. En la lejanía, el cielo cae sobre una colosal extensión de agua. Es un espejo líquido que les libera, por unos instantes, del calor que reina en las cumbres. Rashnaw informa a los viajeros de que se encuentran frente al mar Hircanio, que a partir de ahora todo será más fácil. Pero Xenos ha visto cómo se despeñaban hombres y bestias, quedándose ya para siempre en las montañas. Piensa que es un iluso. De un hombre religioso sólo se puede esperar esta visión idílica del camino.

Mientras tanto, Tistrya sube a la roca más alta y allí renueva su juramento.

—Padre, poco importa si estáis vivo o muerto; si me es posible encontrar un rastro vuestro, podéis contar conmigo.