Capítulo 10

Palacio de Justiniano / Calles de Constantinopla

Abril, 551

Úrian pensaba abandonar el carro en cuanto pasara el peligro de ser visto desde las torres de vigilancia del recinto imperial, pero las mulas avanzan muy despacio y se acostumbra a su ritmo. Un olor penetrante hace que se incorpore. En torno al gran palacio, los vendedores de perfumes prometen amores eternos en pequeños frascos dorados. El joven mira a su alrededor. Desde la atalaya movediza contempla ya sin peligro los puestos que inundan la avenida central de Constantinopla.

Mercaderes y compradores se guarecen bajo toldos abigarrados, dibujando un mosaico que mezcla países y creencias. Úrian observa la avenida que van dejando atrás. La diversidad de formas y colores le recuerda el entramado de una alfombra persa; algo así como si el carro que les transporta fuera la aguja que la va hilvanando.

Bajo columnas y pórticos se alojan los bancos de los orfebres. El muchacho de Corinto advierte las delicadas labores de esmalte que llevan a cabo manos ágiles pese a su apariencia tosca. Otros personajes, con los habituales sombreros cónicos de los sogdianos, fabrican joyas despertando miradas codiciosas a su alrededor. Más allá, hombres con guantes blancos que presiden largas mesas repletas de monedas llevan a cabo sus trueques entre el gentío. La presencia de un viejo medio desnudo que escupe fuego le sobresalta. ¿Cómo es capaz de hacerlo sin quemarse?

El carro avanza muy despacio entre la multitud. De pronto, el hombre que guía las mulas levanta la voz alarmado. Úrian da un brinco, piensa que le ha descubierto. Los animales se detienen entre puestos de víveres: carne, pan, miel… Los olores se mezclan. El muchacho se apea de un salto, incorporándose al ritmo de la multitud. Se siente hambriento, pero su curiosidad prevalece.

Las calles laterales le imponen respeto; están llenas a rebosar y cierran el paso a las miradas. Continúa, pues, por la avenida hasta que, no muy lejos de donde se encuentra, puede entrever una gran columna y una estatua. Camina en aquella dirección y descubre que se trata del Foro de Constantino. El rostro de este emperador corona el enorme pilar de más de noventa pies y, al fondo, adivina el Foro Tauri. Así rezan sendas inscripciones. Pero lo que jamás habría sido capaz de imaginar es que el espacio comprendido entre ambos alberga el mercado de la seda más increíble del mundo.

En él se reúnen todos los colores posibles, aquellos con los que ha soñado ante las calderas de Corinto. Se tiñen túnicas, capas, cortinajes. ¡También zapatos delicadísimos! Úrian intenta grabarlos en la memoria, deseoso de explicárselo a su padre a su regreso al palacio. Este afán le recuerda la necesidad de volver; ha perdido la noción del tiempo y no sabe cuánto ha durado su aventura, pero es posible que más de lo que sería prudente.

Le cuesta trabajo orientarse. Rehace el camino recordando todo aquello que ha llamado su atención. La turba lo engulle. Busca vías alternativas, se esfuerza en descubrir un atajo que le permita ganar tiempo. Así, adentrándose en calles interiores, sin saber cómo, se encuentra formando parte de otra escena. Supone que aquéllos son los hogares de la gente trabajadora de la ciudad. Es una miserable red de callejones con casas oscuras, húmedas y sucias. Por todas partes hay restos putrefactos de comida y excrementos. Un lugar infecto que recorre a paso ligero, mirando de un lado a otro sin saber qué dirección seguir.

Angustiado, tropieza con alguien que arrastra unos asnos flacos y rodeados de moscas. Se disculpa, pero no parece que el muchacho quiera aceptar de buen grado sus palabras. De repente, le empuja y silba en dirección a uno de los siniestros portales. Úrian se siente confundido, el muchacho no es mucho mayor que él, pero le mira desde arriba, no entiende sus intenciones. En cuestión de segundos, aparecen tres individuos más. Úrian intenta huir, pero no le es posible. Entre risas, le instigan a devolver los golpes recibidos. Primero lo hacen con sorna, luego con la fuerza de quien se sabe superior en el juego. El muchacho de los animales y otro que casi no tiene dientes le inmovilizan y le conducen al interior de una casa cercana. Un tercero se dispone a arrancarle el cinturón. Cuando parece que todo está perdido, una figura se recorta en la puerta y le llama por su nombre. La aparición sólo tarda unos instantes en abalanzarse furiosa contra los agresores.

—Vosotros, Rashnaw, monje nestoriano, superior de la Academia de Gundishapur, y Xenos, maestro tejedor de la ciudad de Corinto, os halláis aquí con motivo de reparar una situación injusta. Si tenéis éxito, Bizancio podrá sacudirse la tiranía y los continuos chantajes de los persas —prosigue Belisario su discurso, mientras Justiniano les observa con indulgencia manifiesta—. Cada uno de vosotros ha sido escogido por su valía. Xenos se ha hecho famoso en todo el territorio por su habilidad en el oficio de dar color a las telas más exquisitas y por sus conocimientos sobre el arte del comercio. Rashnaw pertenece a una comunidad que se extiende desde hace tiempo más allá de las fronteras de Persia, en la Sogdiana y en la China, la Serinda de la cual tanto habla Procopio en sus escritos y que es el objeto de nuestra reunión. En ese país lejano se guarda el secreto más valioso del mundo que conocemos, el origen de la seda, hasta ahora inaccesible por la tenacidad con que ha sido protegido. Contamos con vuestra astucia y con vuestra sabiduría para desvelar ese misterio. El gran erudito Plinio nos explica que esta sustancia forma parte de la pelusa de unos árboles míticos, pero las informaciones que nos llegan de otros lugares son confusas. En la obtención de la seda virgen está el futuro, y tenéis en vuestras manos la realización de este sueño…

Al escuchar estas palabras Xenos entiende el esfuerzo que han realizado para conducirles a Constantinopla, la importancia que Belisario les otorgaba durante la travesía. Justiniano no daría órdenes de raptar a un pobre tejedor si no quisiera de él algo que justificara la empresa. El discurso de Belisario confirma sus sospechas, pero también sitúa su presencia en palacio muy cerca del absurdo. ¿Qué puede hacer él? ¿De verdad creen que un anciano monje y un tejedor pueden enfrentarse a los chinos y hacerse con su secreto, por más astucia que desplieguen?

Tistrya busca con la mirada a su maestro, le interpela sin palabras, insistentemente. Se pregunta si él ya sabía algo, si el destino del que habla el general confluye con el suyo. Sogdiana. Esta palabra le ha inquietado. Es el único dato que tienen sobre la desaparición de su padre, la única explicación que ha recibido tras siete años: «Su misión era en la Sogdiana, pero no hemos sabido nada más», decía Rashnaw cada vez que le preguntaba. Algunas tardes, Tistrya, tras cumplir con las tareas de la Academia, estudiaba los viejos mapas. Con tanto interés que podría reconstruir los contornos de aquellas tierras lejanas de memoria. Se había esforzado en el intento de situar a su padre en un lugar concreto; se aferraba a una posibilidad e inventaba historias que justificaran su ausencia.

Mientras el joven monje sueña con un viaje que poco antes le parecía imposible, Rashnaw se mantiene en un silencio cauto. Durante la larga explicación de Belisario, contempla, una y otra vez, la imagen de Teodora. Recuerda su último encuentro con la emperatriz, cuando le hizo prometer que respondería a la llamada de Justiniano; tiene la certeza de que ella preside la reunión, del mismo modo que fue su artífice. Su ademán es triunfal, piensa el monje, quizás porque ve desde su limbo cómo ha conseguido, de nuevo, salirse con la suya. Justiniano, sentado en el trono, justo a sus pies, parece una presencia menor. Pero el rostro del mandatario se muestra satisfecho; Belisario interpreta a la perfección los deseos de Teodora. A ella le habría gustado la visión de los tres hombres sometidos a la voluntad de un imperio, el mismo que durante mucho tiempo se rigió por sus normas.

—¿Fiblas? ¿Eres tú? ¡Fiblas!

El rostro del muchacho es la última imagen que Úrian recuerda antes del golpe en la cabeza que le dejó inconsciente. Después, todo fue oscuridad. Cuando despierta, se encuentra en palacio; duda, pero al comprobar que su amigo de Corinto le acompaña, se da cuenta de que no ha sido un sueño.

—No te muevas, Úrian. El doctor ha ordenado que guardes reposo —le alerta Fiblas, cogiéndole la mano con fuerza.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está mi padre? Y tú ¿qué haces aquí? ¡Tienes muy mala cara! ¿Te encuentras bien? —pregunta Úrian, desorientado, intentando incorporarse de nuevo. Pero tras una mueca de dolor, se deja caer sobre el lecho.

—Ya te he dicho que no debes moverte. Tranquilízate, tu padre viene de camino. No tienes nada grave. Los soldados de la guardia te iban siguiendo e intervinieron enseguida. Lástima que no llegaron a tiempo para evitar que te golpearan…

—¡Pero tú también me ayudaste! Igual que en los viejos tiempos, ¿eh? Esta vez no te esperaba. ¿Cómo has llegado hasta aquí? —dice Úrian, recordando las trifulcas de ambos con algunos muchachos de Corinto.

Fiblas le explica que él también le vio salir del recinto imperial y le siguió. No podía dejarle marchar sin saber cuál era su destino. Los dos amigos tienen muchas cosas que contarse. El hijo del herrero relata su particular viaje en barco, camuflado entre los marineros, cómo se convirtió en su sombra hasta que la comitiva de Belisario traspasó la gran Puerta Dorada y tuvo que esperar en el exterior.

Una vez en Constantinopla, se escondió en las cisternas donde viven los más pobres, buscando un lugar a cobijo de los guardias que patrullan por todas partes. Está desmejorado, casi en los huesos, y huele mal, pero eso no impide el abrazo en que se funden.

Belisario acaba su discurso con palabras que pretenden aumentar la confianza de los presentes. Lysippos será el jefe militar de una expedición con apenas doce hombres. Los monasterios nestorianos repartidos por la Ruta de Oriente ayudarán a llevar a buen término la difícil empresa. Los dos miembros de más edad, Xenos y Rashnaw, tendrán misiones importantes, que, sumadas, los llevarán al triunfo. El primero aprovechará su habilidad para comerciar, será uno más entre los mercaderes, tratará de ganarse la confianza de los chinos, de perseverar hasta llegar al centro del laberinto. El segundo aportará la serenidad que se espera de su condición ante una empresa que, según pensaba la emperatriz Teodora, necesita algo más que la fuerza de las armas.

Los convocados a la reunión albergan muchas preguntas que alguien debería resolver. Pero no son ellos quienes dan el primer paso. Justiniano levanta por primera vez la mirada del suelo y señala al monje más joven.

—¿Quién eres tú? —dice con desprecio evidente.

—Es mi discípulo, señor. Nos acompañará en este viaje —responde Rashnaw, dando un paso al frente.

—¿No os parece demasiado joven? —continúa el emperador mientras Tistrya se lleva la mano a la barbilla, todavía sin mácula pese a sus veinte años.

—Si me lo permitís —les interrumpe Tistrya—, Juan era el discípulo más querido de Jesús de Nazaret, le fue fiel hasta el final. Allí, al pie de la cruz, el gran Maestro, en su último aliento, le confió a su madre.

—Veo que no me he equivocado con vos, Rashnaw —dice Justiniano, visiblemente satisfecho por la agudeza de la respuesta obtenida, sin prestar atención al desafío que contienen las palabras del joven; todavía añade, dirigiéndose a Tistrya—: Espero que seáis merecedor de la confianza que se os otorga.

Rashnaw interviene para detener la que intuye que será una respuesta airada por parte de su protegido, pero la atención de Belisario se ha desviado bruscamente hacia el tejedor. Sus miradas se cruzan y el general entiende que le pregunta sin palabras por la suerte de su hijo. Xenos ve cómo la mano del militar le hace un gesto inconfundible pidiéndole que mantenga la boca cerrada…

No hay nada más que decir tras la sentencia de Justiniano. El emperador no les concede ni un minuto más de su tiempo y abandona la gran sala de audiencias con la misma lentitud inicial. Le sigue Belisario mientras Lysippos queda encargado de conducir a la pequeña comitiva al lugar que les ha sido destinado. Los tres albergan todavía más dudas que al comienzo. ¿Cuándo tendrá lugar la expedición que se les acaba de anunciar? ¿Quién les acompañará? ¿Será el mismo Belisario?

Uno de los guardianes de la entrada se acerca a Lysippos al verles salir y le dice algo al oído. El soldado de la cicatriz frunce el ceño y, visiblemente preocupado, pide más información. Ni Xenos ni los monjes se han dado cuenta, inmersos en sus propios pensamientos.

—Parece que vuestro hijo ha tenido un mal encuentro —le dice de manera repentina Lysippos al tejedor.