Capítulo 7
Wuhan
Mayo, 552
El día ha amanecido lluvioso. Yù mira la cortina de agua que cae de entre los tejados y escucha la melodía que componen los charcos al acoger la llovizna. De repente, tiene la sensación de que el cielo también quiere acompañar su pena.
Le ha sido imposible dormir. Se ha esforzado en convocar recuerdos de su niñez, como reencontrarse con la placidez que le transmitían los ojos de Navid, tan verdes como los suyos.
Escoge palabras oídas en pasados remotos y, poco a poco, va enhebrando sus significados. Recuerda el último mensaje que le dirigió Yuandi, con la rabia transfigurándole el rostro. Sucedió poco antes de ordenar su cautiverio.
—¡Diàn Yù!
Durante años ha querido conocer el porqué de aquel insulto: ¡Jade defectuoso! Ahora entiende que la apartara de su vida. Quizás ya sospechaba la verdad cuando la miraba con frialdad, casi con espanto, a medida que sus facciones se le hacían extrañas, enemigas.
Yù no puede dejar de pensar en su padre. Antes de que Úrian abandonara el aposento, le pidió que lo buscara. Necesita saber si está vivo. ¡Tiene tantas preguntas que hacerle!
Sueña que un buen día podrán sentarse uno al lado del otro y hablar de todo, quizás recordar a su madre. Añora sus manos blancas de dedos largos tocando la cítara, la melodía que guarda para sus peores noches, aquellas en que la nostalgia lo invade todo. Se sentaban sobre cojines de seda, con la música fluyendo en forma de energía invisible, llenando el espacio de una poesía apenas insinuada.
A lo largo del verano aquellos sonidos tenían la belleza del vuelo de las mariposas, y cuando hacía frío, a cobijo de la lumbre, eran suficientes para envolver la magia de las historias que explicaba Navid.
—¡Cómo debían de sufrir mis padres! —musita Yù, con un nudo en la garganta.
Aún escucha la voz de su madre explicando que la armonía de las cuerdas más gruesas te aproxima a la calma, mientras que la transparencia de las cuerdas más finas te transmite claridad. Todavía siente aquellas palabras que la invitaban a escuchar la música.
—¡Déjate llevar, pequeña Yù! Verás cómo, poco a poco, los sentimientos de malestar se disuelven y la sensación de desconcierto se desvanece.
Yù se pregunta qué hará para disolver el desconsuelo que la ahoga. Su mirada es triste, como hecha de niebla. Es una mirada capaz de contener todo el gris de la lluvia. En el exterior, el cielo empieza a teñirse de azul.
De pie, en el umbral de la puerta, deja caer la cabeza hacia atrás. Se llena el pecho con el aroma que emana del vientre tibio de la tierra al humedecerse. Observa las gotas deslizándose del cerezo y haciendo círculos concéntricos en los charcos del jardín. Una sonrisa leve se insinúa en su rostro.
—¡Parecen mandalas! —murmura al advertir cómo la naturaleza celebra la vida en cada una de sus manifestaciones.
Se acerca. Se desnuda de los sentimientos de angustia y se deja llevar. El pequeño espacio que pretende encarcelarla se diluye en su deseo de trascender.
De pronto nota una presencia en el aposento. Se gira y un cosquilleo la recorre de arriba abajo; busca un rostro…
Pero no es su nuevo amigo quien ha venido a visitarla. La figura de Fu Ming-Li parece esculpida en mármol bajo el umbral de la puerta. Los ojos de la princesa mudan de la luz al fuego, pero muy pronto regresan al agua del charco, bajo el cerezo.
El despecho se transforma en compasión y, sin prisas, recorre el camino que les separa. El hombre sigue con la cabeza baja mostrando una actitud de derrota. Yù le coge de la mano, andan unos pasos.
—Esperad a que caiga la gota. ¡Ahora! ¿Verdad que parece un mandala? —dice como quien reza una oración ante el movimiento ondulante en la piel del agua.
—Yo… Venía… No sé si podréis perdonarme… —titubea el preceptor, sin atreverse a mirarla.
—Mi abuelo y yo hacíamos mandalas. Recuerdo el día en que me trajo la arena. Durante mucho rato permanecimos el uno junto al otro en silencio. Luego me explicó que pueden escucharse las caricias del mar si cierras los ojos con fuerza. Y yo me lo propuse, yendo tan lejos como pude; pero no sentí nada. Con el paso del tiempo me instruyó en ese arte. La fuerza está en el círculo, me decía. A medida que nos alejamos del centro nos abrimos hacia la exploración del universo. Como esa gota expandiéndose hacia los extremos. ¿La veis? —pregunta la princesa, señalando el temblar de los círculos líquidos.
Fu Ming-Li la escucha con un silencio reverente.
—¡Pero todavía hay otra fuerza! Aquella que nos vuelve a convocar hacia el centro. Es el regreso hacia nosotros mismos. Hizo falta mucho tiempo para que fuera capaz de entender el alcance de su mensaje. ¿Os dais cuenta? Todo alrededor del círculo, ¡simbolizando el mundo entero!
El preceptor sigue con los labios cerrados, dispuesto a soportar cualquier reproche, a implorar el perdón. La actitud de la muchacha le desconcierta.
—Bien —insiste Yù—, ahora sé que el emperador Wu de Liang no era mi auténtico abuelo…, puede que no lleve su sangre, pero me infundió su esencia. ¿Sabéis? Fue el primero que me enseñó a mirar con otros ojos. Después vino Navid… Mi padre… —concluye Yù con voz rota.
La vergüenza hace que Fu Ming-Li se encoja de hombros. Querría estar en la piel de un caracol, para poder introducirse en el interior de su caparazón. Pero se encuentra frente a ella, de pie, a su merced.
—Ahora empiezo a verlo todo claro. Me hacían falta respuestas. ¿Me entendéis, verdad? —pregunta Yù.
Por toda confirmación, el chino hace un gesto casi imperceptible con la cabeza.
—¿Cómo rezaba aquella meditación sobre los pensamientos? Vos me la enseñasteis. ¿Cómo era? —La joven cierra los ojos y empieza a recitar—: Los pensamientos son…
—Los pensamientos son como nubes en el cielo. Sopla con ternura sobre ellos y verás con claridad la infinitud del universo —declaman juntos, a media voz.
Mientras se apagan los ecos de la revuelta, los viajeros se sienten seguros bajo la protección del monasterio nestoriano. Rashnaw no ha querido hacerles partícipes de sus dudas, compartir la sensación creciente que le invade. Todo será más difícil a partir de ahora. Esa incertidumbre empequeñece ante una complicidad inesperada. Fu Ming-Li les mantiene informados de lo que ocurre en palacio, e incluso después de interminables conversaciones con el monje, accede a clarificar el paradero del padre de Yù.
En una reunión de urgencia, la totalidad de los bizantinos se ponen de acuerdo en usar parte del dinero que tenían reservado para posibles eventualidades. El preceptor puede sobornar a los guardianes con el fin de bajar hasta las mazmorras más antiguas de Wuhan, donde todo parece señalar que se encuentra el nestoriano encarcelado desde hace siete años, los mismos del cautiverio de Yù. Tras atravesar túneles oscuros y pasillos inmundos, llegan al lugar indicado. Los murciélagos, con su vuelo indeciso, describen avisos de malos presagios en las tinieblas. A pesar de todo, Lysippos, Úrian y Rashnaw, por este orden, siguen andando. Uno detrás de otro, sin cruzar palabra; albergan la esperanza de encontrar con vida al padre de Yù. Pero algo les detiene.
—¡Esperad, he escuchado un golpe! —exclama Lysippos, pidiendo silencio con el dedo índice sobre sus labios.
El viejo monje y el muchacho de Corinto permanecen inmóviles con los ojos bien abiertos y la humedad en los huesos. Úrian se frota los brazos para vencer el escalofrío. Trata de no abrir la boca, de respirar tan levemente como puede; el ambiente infecto le provoca arcadas. Se traga el asco y aprieta los dientes.
—Yo no oigo nada. ¡Sigamos! —dice finalmente Rashnaw.
El ruido se repite unos pasos más allá. Esta vez ha sido lo suficientemente fuerte para alertar a los tres viajeros.
—Creo que proviene de la derecha —opina Lysippos. A poca distancia de la posición que ocupan aparece ante sus ojos una bóveda que conecta con otro pasillo. El crujido ahora es más nítido.
—Nos han advertido que no abandonáramos el túnel principal, el camino de las antorchas. Debemos continuar —afirma el viejo monje.
—Pero quizás hay alguien al otro lado… —murmura Úrian, mirando hacia la dirección prohibida.
—No hay nada que podamos hacer, Úrian. Si no salimos antes de que los guardias vuelvan, no tenemos ninguna posibilidad. Sigue y no mires atrás —anuncia Rashnaw, enfatizando cada una de sus palabras.
El muchacho siente que se le acelera el pulso, que su ropa se le engancha a la piel con un sudor frío y le hace temblar. Piensa en Yù, en la promesa que le hizo. Se dice que sacará fuerzas de donde sea y continúa su camino con determinación.
Las llamas dibujan sombras en las paredes como una danza oscura que anunciara el infierno; es allí adonde se dirigen. Lo saben y cada cual se encomienda a su Dios.
—¡Es aquí! —exclama el soldado de la cicatriz, señalando un lugar preciso en la pared.
Rashnaw y Úrian se acercan mientras Lysippos palpa la superficie ennegrecida de la roca.
—¿Cómo lo sabéis? —pregunta el muchacho, sin acabar de comprender la certeza del soldado.
—Es por la piedra —responde Rashnaw, cogiendo una antorcha con intención de iluminarla. Decidido, pasa la mano por la superficie sucia de barro y polvo y deja a la vista la totalidad de una inscripción china—. ¿Ves la marca? ¡Es idéntica a la que nos mostró Fu Ming-Li!
—Tiene algún significado, supongo… —responde el muchacho, sin la seguridad de querer saberlo.
—Sí que lo tiene. En chino lo denominan pan. Representa la traición, Úrian —comenta el monje, rozándola con el dedo.
El joven, asustado, abre los ojos. Entretanto Lysippos hace palanca en una ranura de la pared con el báculo del monje, hasta que consigue abrirse paso. La piedra cede y una araña queda suspendida en el aire.
—Es una apertura demasiado pequeña, algo así como una ventana —anuncia el soldado.
Con la antorcha en la mano, Lysippos intenta iluminar la oscuridad, grita una y otra vez, pero nadie responde desde el interior de la madriguera. El silencio es absoluto.
Úrian nota un vacío en su interior. Se esfuerza en amortiguar la sensación para no ceder al vértigo. Acompasa la respiración en un acto consciente que le ayude a tranquilizarse.
—¿Qué haremos ahora? —pregunta como si no hubiera respuesta posible.
—Debemos encontrar una puerta, de alguna manera le sepultaron en ese calabozo. Seguramente hace mucho tiempo que no se abre… —masculla Lysippos, palpando el muro a ciegas.
—Este pequeño agujero sirve para introducir agua y alimentos, Úrian… Debemos encontrar la puerta. ¿Me entiendes? —pregunta Rashnaw ante la pasividad del muchacho.
—¡Sí, claro! —dice Úrian, intentando reaccionar. Minutos más tarde, es él quien descubre los surcos en la pared que parecen anunciar una entrada. El soldado de la cicatriz repite la misma operación.
—¡Cede! —exclama, imprimiendo toda la fuerza de la que es capaz.
Rashnaw mira al muchacho y lo aparta del paso. No añade palabras a la súplica escrita en su rostro. Quiere preservarle, no sabe qué les espera en esa celda con aspecto de tumba.
Sólo han tenido que dar dos pasos para que respirar se convierta en un esfuerzo. Protegiéndose la nariz con las manos, escrutan la mazmorra a la luz de la antorcha.
Como un perro viejo y herido, abandonado al impulso de lamerse las llagas, el padre de Yù yace en el suelo infecto.
—¡Dios mío! —exclama Rashnaw, alejando la llama débil y temblorosa de la antorcha para hacer más soportable la visión del hombre.
—¿Está muerto? —pregunta Úrian con un hilo de voz.
—¡Acercadme el agua, rápido! —pide Rashnaw—. No… Creo que no.
Lysippos hace guardia en la entrada de la mazmorra, pero no pierde de vista lo que sucede en el interior; escucha con nerviosismo las palabras repetidas del viejo monje.
—¡Padre Navid, padre Navid! ¿Podéis oírme? Soy un amigo; vos no me conocéis, pero no os quiero hacer ningún mal. Venimos a ayudaros.
Cuando incorporan al hombre y le retiran los cabellos enganchados al rostro, Úrian se tapa la boca con las dos manos para no gritar. Nota que las piernas no le aguantan y se apoya en la pared. Lysippos entra en la celda para socorrerle.
—¿Te encuentras bien, Úrian?
El soldado de la cicatriz se saca la capa y le da aire. Si el joven pudiera ver la escena desde fuera, habría descubierto la ternura bajo el aspecto de ferocidad que le otorga aquella marca. Pero Úrian a duras penas siente las palabras que le dirige. Al recuperarse, sólo articula una frase nacida del horror.
—Le han sacado los ojos. ¡No tiene ojos, Lysippos, no tiene ojos! —balbucea desconsolado.
El gigante le abraza como hacía mucho tiempo que no abrazaba a nadie.
—¡Tranquilízate! ¡Tranquilo! Tranquilo… —le repite con insistencia, cada vez más cerca del susurro, al tiempo que seca sus lágrimas.
La serenidad regresa al cuerpo de Úrian con lentitud. Lysippos lleva el cuerpo del prisionero sobre sus espaldas y rehacen el camino hacia la superficie. Fu Ming-Li no les ha podido asegurar la ausencia de los guardias durante un tiempo determinado y no se fían de lo que pueda suceder. Pero nadie les sale al paso y llegan al monasterio sin más problemas.
Lysippos, que mientras lo cargaba ha sentido muy de cerca el estertor constante en la respiración del prisionero, les advierte:
—Preferiría equivocarme, pero creo que no le queda mucho tiempo de vida.
La hospitalidad de los monjes nestorianos con el padre Navid es incondicional. Saben que su presencia en el monasterio les compromete, pero esta circunstancia no les hace dudar en ningún momento.
Disponen una celda humilde, pero bien ventilada y próxima a la enfermería, para que el enfermo pueda disfrutar de las condiciones más favorables en su recuperación. Todos sospechan que hay pocas posibilidades de que eso suceda y le encomiendan a Dios en sus oraciones.
Rashnaw también se instala en el aposento del padre de Yù. Este hecho provoca un sentimiento añadido de soledad a Tistrya, quien se halla sin remedio más a merced de su suerte. El joven monje no acierta la manera de encajar. Mientras todos van arriba y abajo intentando ser útiles, él se siente desorientado. Se pregunta qué queda del joven de Gundishapur que suspiraba por salir al mundo. Tampoco se resigna a ser este personaje en el que se ha convertido; decepcionado, sin horizontes que trasciendan su hoy.
Dos monjes de Wuhan se disponen a lavar cuidadosamente al recién llegado antes de desinfectarle las llagas. El cuerpo del padre Navid presenta costras que parecen enganchadas a los huesos de tan delgado que está. Ninguno de sus antiguos amigos habría sido capaz de reconocerle. Dos cicatrices, medio enterradas entre arrugas mórbidas, se entrevén en el espacio que en otro tiempo ocuparon sus ojos.
—¿Por qué se los arrancaron, padre Rashnaw? —pregunta Jahan, el monje más joven de la comunidad, con un rictus de tristeza que acentúa su candidez.
—Tal vez Yuandi se sintió trastornado por un verde tan transparente, quizás lo relacionaba con algo que no podía digerir. Pero ahora ya todo eso carece de importancia, seguramente se trata de una larga historia —dice el nestoriano, intentando dar por finalizada la explicación.
—Yo no lo conocí, pero los hermanos del convento aseguran que era un sabio y que el emperador le tenía en mucha consideración. ¿Qué puede haber pasado para castigarle de una manera tan cruel?
—Sólo Dios Nuestro Señor posee la potestad de juzgar. Nuestro deber es acercarnos a la miseria y las necesidades de los otros, para poder sentir compasión y socorrer a quien sufre —añade Rashnaw, poniéndole el brazo sobre el hombro con actitud paternal.
Jahan no hace más comentarios. Sigue cubriendo con bálsamos las heridas por donde fluyen sangre y pus, mientras la desvalida desnudez del hombre le provoca un profundo escalofrío.
Pero los dos monjes no están solos, alguien les mira sin osar acercarse.
—¡Tistrya! No te quedes ahí, pasa. Necesitamos manos —se apresura a decir Rashnaw.
El joven monje se aproxima con algo en las manos y, sin mediar palabra, se lo ofrece a su maestro.
—¿Qué es lo que me traes? ¿Estás bien? —pregunta Rashnaw, viendo la palidez de su discípulo y amigo.
—He pensado que lo podríais necesitar —responde Tistrya, desenvolviendo el presente y mirando al padre Navid. Ante los ojos inquietos de los nestorianos, aparecen unas hojas secas y desmenuzadas. Tistrya añade—: Son aquellas amapolas de color azul plata que recogisteis en Kaymakli, allá en Anatolia Central. ¿Lo recordáis? Entonces me explicasteis que de su vaina se extrae una leche de la que se obtiene un aceite soporífero; vos decíais que es una medicina muy poderosa.
—Sí, claro que lo recuerdo. Pero no las había vuelto a ver. Las busqué cuando Úrian enfermó, en Samarkanda…
—Las cogí yo —interrumpe Tistrya—. Pensaba que quizás mi padre las podría necesitar, pero su enfermedad no responde a las leyes del cuerpo. Ninguna hierba del mundo es capaz de librarlo de la locura.
Tras decir estas palabras y dejar sobre la mesa las hojas, Tistrya se dispone a abandonar el aposento con resignación y ademán avergonzado.
—Gracias, quién sabe si esta vez obrarán el milagro, querido Tistrya. Pero… ¡No te vayas! Puedes sernos de gran utilidad. ¿Por qué no ayudas al hermano Jahan mientras yo hago una decocción y probamos a dárselas?
El remedio parece provocar el efecto deseado. Durante un par de días Navid respira con menos aflicción. Incluso responde con movimientos casi imperceptibles a la voz de quienes le hablan.
Úrian le acompaña durante todo el tiempo que su padre se lo permite. La relación entre ellos no es muy fluida. El tejedor cree que los intereses empiezan a diversificarse. El motivo que les ha traído hasta Wuhan se diluye a medida que pasan los días y se multiplican los inconvenientes. Xenos va y viene del monasterio a la ciudad; también visita el lugar donde han alojado a Najaah, fuera del recinto habitado por los monjes, pero bajo su protección.
El muchacho de Corinto no ha vuelto a visitar a Yù. Entrar en el recinto imperial sin la compañía de Fu Ming-Li es del todo imposible y hace unos días que el preceptor no aparece. Hacerlo sería una imprudencia, dada la situación en la que se hallan.
Al atardecer, Úrian se sienta junto al enfermo. Observa el paisaje desde la ventana. El agua, atravesando los canales y reflejando el violeta del crepúsculo, convierte los valles en el sueño de un espejo antiguo. En las laderas, pequeños balcones de verde tierno acogen el arroz unos meses antes de la siega. La niebla se desperdiga en forma de senderos que serpentean entre los riscos.
—Me han asegurado que a veces parecéis entender lo que os dicen, padre Navid. Yo creo en ello, aunque vuestra debilidad no os permita mostrármelo. Querría presentarme, ahora que estamos solos y no hay prisas. Soy Úrian y vengo de Corinto. Hace muchas lunas que emprendimos un largo viaje hasta Wuhan, ¡tantas que a menudo me pierdo al intentar contarlas!
»Hoy hace un día espléndido y hemos acercado la cama a la ventana para que podáis sentir la caricia del sol.
El médico dice que os resulta muy beneficioso. ¡Si pudierais ver la magnífica vista desde este rincón! La torre de la Grulla Amarilla parece de oro cuando el sol resbala sobre sus paredes. Desde que me explicaron su leyenda, siempre que la veo imagino al monje… Pero quizás vos no la conocéis.
»Según cuentan, había en la ciudad un joven a quien todos llamaban Xin. Regentaba una taberna a orillas del río Yangtsé, con gran satisfacción de sus clientes. Una mañana se presentó un monje taoísta pidiendo vino. El generoso Xin le ofreció todo el que quiso y, agradecido, el monje pintó en la pared una grulla amarilla que bailaba cuando el público aplaudía. Así empezaron a llegar miles de visitantes que querían ver el aleteo del ave, tantos que el tabernero se hizo rico y famoso. Diez años después el monje regresó al lugar y utilizó la grulla para salir volando hasta perderse en el firmamento. Dicen que el origen de la torre de la Grulla Amarilla se basa en esta historia, ya que habría sido construida en homenaje a su memoria. ¡Quién sabe! A mí me gusta pensar que sucedió, ¡cosas más raras se han visto!
»Pero hay más detalles que merecen nuestra atención, padre Navid. Al otro lado del Yangtsé, se puede adivinar el lago Guanqiao. Seguramente vos habéis tenido la suerte de estar allí. Dicen que según las estaciones presenta un color distinto. También, que en primavera sus alrededores parecen nevados por la floración de las orquídeas. He podido averiguar que en verano sus aguas se engalanan con los nenúfares y que, al llegar el otoño, el aire transporta el aroma del acebo. El rojo de los ciruelos incendia el paisaje durante el invierno. ¡Cómo me gustaría ir! Siento que este entorno me armoniza. Cuando pienso en que debemos marcharnos…
»Todavía hay otro asunto del cual querría hablaros. Un hecho que se me ha presentado de improviso, invadiéndolo todo con una fuerza nunca sospechada. Se trata de Yù…, de vuestra hija…
Úrian hace una pausa y mira al hombre, como buscando alguna señal de su atención.
—La he visto, padre Navid. La he visto y siento que me ha despertado a la vida. Hay algo en sus ojos… Le he hablado de vos, ayudándole a rehacer su historia. Es una joven increíble, con una belleza que te abruma. ¡Estaríais orgulloso de ella! Yù guarda vuestro recuerdo con gran admiración, fue ella quien me pidió que os buscara. ¡La hará tan feliz saber que seguís con vida!
Un movimiento leve en los dedos del hombre alerta a Unan. El se apresura a cogerle la mano y siente una presión minúscula sobre la suya. Los dedos largos y huesudos parecen querer aferrarse a la vida por primera vez. El muchacho se le acerca y grita su nombre, casi le implora.
Al esconderse tras las cumbres, el sol deja de acariciarle la piel. El hombre parece buscar el rostro del muchacho. Úrian siente cómo su mirada, huérfana de ojos y de luz, le busca, tal como haría el pájaro con sus alas rotas, entre rosas y espinas. Abre la boca, pero ya no le queda voz. Unos instantes después, expira.
El joven tejedor no llora desconsoladamente, como habría hecho unos meses antes. No se deja llevar por el pánico o la impotencia, ni sale al pasillo pidiendo auxilio a gritos. Se limita a tragarse parte de su dolor y deja fluir el resto con mansedumbre en un luto íntimo que se desliza, en silencio, rodando en sus mejillas.