Capítulo 8

Wuhan

Junio, 552

La muerte del padre Navid altera la vida tranquila de los nestorianos de Wuhan. El superior de la comunidad tiene la sensación de que los últimos acontecimientos hacen peligrar la independencia del monasterio. Su filosofía, desde el mismo momento de la fundación, pasa por no inmiscuirse en los asuntos reales, por responder sólo en la medida que se les invita por su ciencia médica o por cuestiones de astronomía y matemáticas.

Ahora, en muy poco tiempo, han intervenido en dos episodios que afectan a la soberanía imperial. Por una parte han dado refugio a un grupo de bizantinos que albergan propósitos turbios; por otra, han acogido a una persona condenada a prisión. Sobre las malas artes usadas para sacar al padre Navid de las mazmorras de Wuhan prefiere no pensar.

A pesar de todo, los ánimos del superior nestoriano están lejos del arrepentimiento. Sea cual sea la reacción de Yuandi, aunque les cueste la vida a todos los monjes del cenobio, cree que la intervención de los religiosos en este asunto ha sido ad maiorem Dei gloriam. Su antiguo compañero se merecía un final compasivo y bendecido por Nuestro Señor, por encima de los innegables pecados del prisionero.

Que los monjes de más edad se opongan no ha amedrentado al superior en su decisión. El muerto descansará en el pequeño cementerio que la comunidad tiene detrás de la capilla. El entierro ha sido una ceremonia sencilla acompañada por todos los habitantes del monasterio. Así lo han creído los religiosos, pero la realidad es otra. Dos personas no estaban presentes mientras se cubrían para siempre los despojos mortales del padre Navid; Xenos, el tejedor de Corinto, y el hombre de la cicatriz a quien todo el mundo llama Lysippos.

Los dos se han puesto de acuerdo para desaparecer en medio del acto, siguiendo el plan elaborado días atrás. La idea partió de Xenos, convencido de su responsabilidad en la misión que les ha llevado hasta Wuhan. Después de pensarlo durante toda la noche, descarta a su hijo por los peligros a que pueden estar sometidos, a Tistrya por su falta de actitud y a Rashnaw porque, en este caso, con la filosofía no será suficiente. Decide que Lysippos es el único capaz de ayudarle en la aventura que se ha propuesto.

Es así como soldado y tejedor se escabullen del entierro para salir a las calles de Wuhan en busca de una entrada discreta que les permita inspeccionar los jardines del palacio. Tras dar muchas vueltas a la muralla del recinto imperial, encuentran su oportunidad al descubrir que una de las puertas sólo está guardada por dos soldados. Lysippos lo plantea sin el menor asomo de duda…

—Nos acercaremos como si estuviéramos borrachos y caeremos sobre ellos. Yo me hago cargo del más alto. ¿Lleváis un arma, tejedor?

—Por supuesto —responde Xenos, mostrando la empuñadura de la daga que oculta bajo su túnica—, pero ¡yo nunca he matado a nadie!

—Pues creo que os ha llegado la hora.

Xenos se queda mirando a los dos soldados. No dirá nada sobre el miedo que le invade. Piensa que no es el momento de debilidades como ésa, que lo único que debe importarle es el éxito de la misión.

La lucha es feroz. Lysippos se deshace con relativa facilidad del soldado más alto, pero no puede evitar un corte profundo en el brazo. Sin embargo, Xenos no es capaz de acabar con su oponente en el primer embate y queda arrinconado contra la muralla; la lanza en forma de hacha se aproxima peligrosamente a su garganta. El soldado está a punto de gritar advirtiendo del ataque, pero Lysippos carga contra él con la espada corta y se la clava en la nuca. El tejedor recibe sobre el rostro el líquido tibio de su oponente, se limpia la sangre de los ojos y siente cómo la lanza del chino le rasga las ropas antes de caer al suelo.

—¡Xenos! ¡Despertad! No es momento de venirse abajo —le reclama con energía Lysippos—. Hemos de esconder los cuerpos, de lo contrario nos descubrirán enseguida.

Xenos sale de su letargo, ve la sangre que riega la tierra y se pregunta si deshacerse de ellos será suficiente. Cualquiera que pase por el lugar advertirá el rastro que ha dejado la lucha. Pero sólo puede obedecer las indicaciones del soldado de la cicatriz. Hoy es su compañero, el hombre en quien debe confiar.

Poco tiempo después se encuentran en el interior del recinto, escondidos detrás de unos setos. Cuando residían en la casa cedida por el príncipe de Yuzhang, habían subido a la terraza para observar los numerosos jardines que les rodeaban. Ahora, tras la descripción dada por el superior del monasterio explicando la forma de los árboles que llaman moreras, no tienen dudas sobre dónde pueden encontrar los gusanos.

Pero su sorpresa es enorme. No parece haber ningún guardián que proteja el lugar. Las facilidades que se les presentan hacen dudar a Xenos, piensa si no se habrán equivocado en sus apreciaciones.

—No tiene sentido que nos dejen pasar sin más —exclama Lysippos, que desconfía de las apariencias.

—Entremos a echar un vistazo. Si no es el lugar que buscamos, ya tendremos tiempo para decidir el siguiente paso —responde Xenos, traspasando el umbral de una arcada de madera con numerosas inscripciones.

Caminan a la sombra de unos árboles de copa redonda, arrancan unas hojas y se sorprenden por la blandura de su tacto. De pronto, ante sus ojos, unos peldaños descienden hacia una sala protegida del sol y del frío. Allí descubren un entramado construido con cañas de bambú abiertas.

—¡No veo ningún gusano, ni ningún huevo! Yo diría que hemos venido al lugar equivocado.

—No estáis en lo cierto, amigo Lysippos. Observad, ¡la cuenca de estas cañas está repleta de ellos! Recordad que son pequeños como un grano de polen. Mirad las pequeñas manchas grises…

El tejedor no acaba su discurso. Una bestia furiosa se interpone entre ellos y las cañas. Es enorme y parece surgida de la nada con la intención de hacerles frente.

—¡Atrás! —advierte Lysippos, empujando al tejedor.

—¿Qué es eso? —pregunta Xenos despavorido, incapaz de mover un solo músculo—. ¡Por el amor de Dios! ¿De dónde ha salido?

El animal emerge de la oscuridad. Se mueve rabioso, como si estuviera herido, y estira el cuello hasta llegar muy cerca de sus víctimas. Los forasteros nunca han visto nada igual. El cuerpo recuerda el de una serpiente, pero tiene la cabeza de un camello y cuernos de ciervo. Los amenaza con unas zarpas tan afiladas y fuertes como las de un águila gigantesca.

—¡Es el mismo demonio!

—Podría serlo. ¡El monstruo diabólico que guarda los gusanos! —exclama Xenos.

—Tenemos que deshacernos de él. Le arrojaré la espada.

Antes de que el soldado pueda hacer ningún movimiento, el ser apocalíptico ruge con la fuerza de un trueno en plena tormenta. Acto seguido, abre la boca y proyecta unas llamaradas que por poco no los quema vivos. El animal se dispone a repetir la operación, pero los asaltantes huyen horrorizados. Heridos, con el espanto dibujado en el rostro, no dejan de correr hasta considerarse a salvo.

Muy cerca del monasterio recuperan el aliento e intentan serenarse.

—¿Os encontráis bien, Xenos? —pregunta el soldado.

—Creo que sí. Sólo tengo unas quemaduras superficiales en la mano. Me las ha hecho al intentar protegerme el rostro. Nada importante. Pero… ¿habéis visto vuestro brazo, Lysippos? ¡La sangre os sale a chorro! ¡Debemos apresurarnos! ¡Hay que detener esa hemorragia!

Una vez en el monasterio, los monjes atienden a los dos viajeros. En pocos días se recuperan de las heridas, pero no de la incredulidad de sus compañeros. Les resulta muy difícil explicar el terror a que han sido sometidos, describir aquella figura espantosa, justificar la inútil muerte de los guardias.

El padre superior les confiesa su escepticismo en relación con las leyendas locales, sobre todo aquella en que un dragón se erige como guardián de los gusanos de seda.

Pasan los días y Yù empieza a preocuparse por la suerte de Úrian. Quizás no le debería haber pedido que buscara a su padre, que corriera el riesgo de caer prisionero de los soldados de Yuandi. El preceptor le ha dicho que no le dé más vueltas, que pronto tendrá noticias del bizantino, pero no sabe hasta qué punto puede confiar en él. Yù duda si realmente puede confiar en alguien.

Y, sin embargo, cree en Úrian, se siente próxima a ese extranjero. Posiblemente porque le habla en una lengua que, en una época terriblemente lejana, había escuchado en boca de su padre.

Yù no sabe que el preceptor huye de sus preguntas, que ha prometido al muchacho dejar que sea él quien le explique toda la verdad. Pero el momento es complicado. Los guardias de palacio se hacen más omnipresentes que nunca; atravesar las puertas que dan acceso al recinto imperial se ha convertido en una empresa difícil, incluso para un hombre conocido y respetado como Fu Ming-Li.

Pese a todas las dificultades, el preceptor convence a su primo, encargado de los carreteros de palacio, para que Úrian sea uno de los hombres que transporten el pescado fresco, aquel que llega cada mañana del río Yangtsé para deleite de la familia imperial. Fu Ming-Li explora la posibilidad de que sea una vía abierta y permita en el futuro la entrada del joven al recinto, pero el comerciante le responde con palabras ambiguas.

Sea como sea, el plan ha dado el resultado que esperaba. Fu Ming-Li respira aliviado cuando Úrian llega a la casa que durante tantos años sirvió de observatorio al anciano emperador Wu de Liang.

—¡Que la paz sea contigo, Úrian! Entra. Te avisaré cuando mi primo se disponga a salir con los otros trabajadores. Volverás con él, del mismo modo que has venido. Pero ten cuidado, no debemos comprometerle.

—Así será. Le estoy muy agradecido…

—No nos entretengamos hablando, ¡Yù te espera! Tal y como te prometí, en ningún momento le he desvelado nada que haga referencia a la suerte de su padre. Ten valor y el tacto suficiente, te lo ruego.

Cuando cruza la puerta secreta que da paso al aposento, ve a la joven que le espera de pie. Va cubierta con una gasa blanca y, al recibir la luz del jardín, le otorga una aureola etérea, tal y como hace la niebla con el paisaje.

Yù no tarda en advertir su presencia, se le acerca y escruta en el fondo de sus ojos. Se queda un momento interpretando las señales, tal y como actuaría un augur. No le hace ninguna pregunta, tampoco le pide aclaraciones. Úrian tiene la seguridad de que no puede adivinar los detalles, pero sí la esencia. El muchacho de Corinto deja caer la cabeza, como si soportara de pronto una carga pesada o pidiera perdón por no haber sido capaz de llevarle buenas noticias.

En compañía de Yù, el silencio toma otra dimensión. Úrian nunca había vivido un vacío tan lleno de significado. Es un aliento que permite escuchar los latidos del propio corazón y mirar de frente a los fantasmas y a los sentimientos, los unos junto a los otros.

La tristeza planea sobre ellos, pero también lo hace una emoción suspendida en el aire. Aquella que les acerca, que conecta su espíritu y que, de alguna forma, les estremece.

Intentando encontrar las palabras más adecuadas, Úrian va recubriéndolas de ternura y le relata los hechos.

—Pasamos juntos las últimas horas, Yù. ¡Y estoy seguro de que podía entenderme! Mientras estaba en la cama, le explicaba el paisaje que se veía a través de la ventana, pero también cosas mías, nuestras… Le hablé del lago Guanqiao, de cómo se transforma con el cambio de las estaciones, y su rostro parecía recuperar la placidez. No sé cómo explicártelo…

Yù le mira amorosamente. En sus ojos se puede leer la gratitud que le profesa, sus labios se entreabren para volverse a cerrar sin decir nada. Unos instantes después, Yù intenta explicarse.

—La imagen de ese lago es un recuerdo vivo en mi memoria, Úrian. Puedo imaginar la expresión de mi padre al escuchar tus descripciones. Me llevó al lago cuando todavía era una niña. El agua parecía cosida con flores, y entre las hojas anchas de los nenúfares se instaló una mariposa, ¡la más bella que he visto nunca! —Yù se recoge y, como regresando de un sueño, añade—: Durante estos años de cautiverio, también el recuerdo de Guanqiao ha sido un tormento. Soñaba que yo era el mismo lago y, encarcelado entre dos montañas, reflejaba en mis aguas serenas la sombra del acebo; también los árboles y las nubes. Pero era del todo incapaz de encontrar una salida que me llevara hasta la mar.

—Te sacaré de aquí, Yù —murmura Úrian.

Se lo asegura con la misma intensidad que si le hubiera dicho que la amaba. Pero la princesa sigue acurrucada y niega con la cabeza. Hecha un ovillo, su perfil de luna se acentúa todavía más. Úrian le aparta con suma delicadeza los cabellos del rostro. Para él, la joven es como un libro, cuyas páginas intenta entender y le cautivan, pero tiene la sensación de que nunca podrá acabar de leerlo.

Yù le coge la mano y nota un estremecimiento.

—¡Úrian, un pájaro de luz! —exclama con la mirada fija en la mancha que el joven presenta en el brazo derecho.

—¿Cómo has dicho? —pregunta extrañado.

—Es un Feng-Huang, ¡el ave de la luz por naturaleza! Navid…, mi padre lo llamaba Fénix.

—¿Un Fénix, dices?

—¿No lo ves? —pregunta la princesa, siguiendo con la punta de los dedos cada una de las líneas que configuran aquella mancha de nacimiento—. Es roja como sus plumas, aquí en la cabeza tiene dos más largas, como si fuera una cresta. Parece a punto de levantar el vuelo…

—Nadie le había encontrado nunca el sentido. A medida que iba creciendo, ella también lo hacía. Cuando se lo preguntaba a mi madre, respondía con una sonrisa. Pero una vez me dijo al oído: «Cuando llegue el momento, alguien te revelará su mensaje». Dime, ¿qué tiene de especial esa ave? ¿Por qué la llamas de luz?

—¿Qué tiene de especial, dices? ¡Todo en ella es especial! ¡Es única! El resto de los pájaros se elevan en el intento de embriagarse con su resplandor. ¿Quieres que te cuente su historia? ¿Te gustaría escucharla?

Los dos jóvenes se acercan un poco más y, cogidos de la mano, ajenos a todo aquello que no sea su momento, se adentran en la leyenda. La princesa le explica que el ave es gentil, bella y amable y que todas las otras le adoran.

—Es grande como un águila y tiene el plumaje de púrpura y oro. Pero también luce rojos, naranjas, verdes… Y es más brillante que el arco iris. Cuando le llega la muerte, construye un nido con ramas de roble sobre las palmeras de un país lejano. Lo rellena con sándalo, nardos, canela, mirra y hierbas resinosas. Abatido, abriendo las esplendorosas alas, la luz consume pájaro y nido, mientras el Fénix canta la canción más bella y todo se convierte en cenizas perfumadas. Pero entre los restos del incendio aparece un huevo, que el calor del sol se encarga de incubar, y vuelve a nacer el ave Fénix, brillante como la luz del sol y alimentado por ella. Cuando ha crecido lo suficiente, el joven pájaro recoge las cenizas maternales y vuela hacia tierras sagradas para desperdigarlas sobre un templo. Entonces, durante mil misteriosos años, el nuevo Fénix cuida del mundo y de sus criaturas hasta la hora de su muerte.

Úrian está asombrado. Tras escuchar esas palabras, no se siente digno de llevar una marca parecida. Tan sólo es capaz de dedicarle una sonrisa inexpresiva que no se extiende más allá de sus labios. Tiene los ojos llenos de cosas inexplicables.

Yù le levanta la barbilla y se le acerca tanto que el muchacho puede sentir su aliento.

—¿Lo entiendes, Úrian? ¿Entiendes que esta ave es el símbolo de la esperanza? —añade la princesa sin dejar de mirarle.

Lysippos y Xenos se muestran pensativos y poco comunicativos. Si en un primer momento necesitaban poner palabras a la incursión fallida, ahora son del todo contrarios a hablar. Si no fuera por las heridas, todavía evidentes, podrían pensar que todo ha sido una terrible pesadilla. A veces se buscan y, sin testigos, comentan su gran fracaso; en otras ocasiones, les parece intuir un cierto escepticismo, especialmente cuando deben responder a las dudas de sus compañeros sobre la peripecia que les llevó a los aposentos prohibidos del palacio. Pero, en el fondo, se sienten cuestionados.

Los viajeros, inmersos en una espera angustiosa e incómoda, mastican su propio fracaso. Huérfanos de un líder capaz de empujarlos a continuar la lucha, se zambullen en sus miserias. ¿Dónde está la fuerza que les hacía avanzar pese al viento gélido del Pamir, el impulso que se convertía en decisión, a pesar de la sed que les atormentaba durante su paso por el Taklamakán? ¿Qué les queda del coraje que les empujaba a enfrentarse con las dificultades y multiplicar su valor? ¿Dónde se esconden los poderosos titanes que se movían al son de los objetivos trazados en el horizonte?

Sienten que en el fondo de esas preguntas se encuentra la paradoja más empobrecedora, la sensación de que no hay un mañana en el cual se puedan proyectar. Han logrado el final de su ruta, como los viajeros que a poca distancia de la cumbre no encuentran la forma de abordarla y, a la vez, comprueban que el camino se ha desvanecido a sus espaldas.

Poco queda del joven monje que se había hecho una promesa: demostrar su capacidad al emperador de Bizancio. Justiniano había dudado de su madurez para enfrentarse a los peligros y responsabilidades de la expedición.

Ahora, el sueño de Tistrya ya no es reencontrarse con su padre y que al abrazarlo le manifieste su añoranza, la gran alegría que supone tenerlo de nuevo a su lado. La figura del viejo loco ha hecho pedazos las fantasías que, hasta donde le llega la memoria, han formado parte de su vida.

Najaah permanece al lado de Xenos, como el perro que espera una caricia de su amo. La ferocidad y la intensidad de su mirada, la arrogancia de su gesto, se han difuminado hasta convertirse en una caricatura. Ha apostado por aquel amor y ahora es prisionera de sus sentimientos. Al perder su libertad, se ha disipado toda la esencia que la conformaba.

Rashnaw hace días que observa el estado ausente de Úrian. En más de una ocasión su padre se lo ha reprochado de malas maneras, pero eso tampoco provoca el efecto deseado. Cuando el ambiente se caldea con discusiones, no suele tomar partido y se le ve suspirar; a menudo ante escenas simples como la contemplación de una flor.

—¿Qué es lo que cantas, Úrian? —le pregunta Rashnaw.

—¿Cómo decís? —responde el joven, visiblemente turbado.

—Me ha parecido oírte cantar.

—¡Ah! Es posible. No es nada…

—Me alegra que en medio de tanta crispación alguien mantenga el corazón alegre.

Úrian sabe que la perspicacia de Rashnaw no pasaría por alto sus quebraderos de cabeza. Por una parte, le gustaría confiarse a él, compartir la sensación agridulce que le asalta, pedirle consejo… Pero algo le frena. ¿Le asusta poner nombre a un sentimiento que ni él mismo puede explicarse? ¿Teme acaso la respuesta del monje?

Sea como sea, se mantiene en silencio. Imita el recorrido de los dedos de Yù, el trazado del pájaro de luz que lleva tatuado en el brazo. Sabe que ni siquiera Rashnaw puede descubrir el rastro invisible que la muchacha le ha grabado.

—¿Conocéis la leyenda del ave Fénix? —pregunta al monje sin mirarlo.

—¡Sí, claro! Pero hay muchas. Cada pueblo tiene una. En Gundishapur se escuchaban distintas versiones a personas llegadas de cualquier parte del mundo.

—¡Yo también sé una! Puede que no sea la misma…

—¿Estás interesado en esta ave, Úrian?

—Sí, me parece que sí.

—Dicen que en el Edén, bajo el árbol del bien y del mal, floreció un rosal. Con la primera rosa nació un pájaro, de un plumaje increíble y un canto magnífico. Fue el único que se resistió a comer la fruta prohibida. Cuando Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso, cayó sobre el nido una chispa de la espada de fuego de un querubín; el pájaro se quemó al instante. Pero de las propias llamas surgió una nueva ave, el Fénix.

—Que se convirtió en inmortal, ¿verdad?

—Sí. Ése fue su premio a la fidelidad del precepto divino. Con otras cualidades, claro está, como por ejemplo el conocimiento, la capacidad curativa de sus lágrimas o su increíble fuerza.

—¿Y cuál es su misión?

—¿La del Fénix, me preguntas?

—Sí…, ¡claro! —exclama Úrian, sonrojado.

—Pues transmitir el saber que atesora desde su origen y servir de inspiración a los buscadores de conocimiento…

—Pero… ¡está muy solo! —dice el muchacho, mirándole como si pidiera ayuda.

—Sí, Úrian. Sí que lo está.

La melancolía que invade al grupo también afecta a Úrian. Las conversaciones con los compañeros de aventura se vuelven extrañas y repentinas, como si sólo pudieran responder a las necesidades cotidianas. Pero su espíritu respira libre cuando piensa en el próximo encuentro. Yù es el bálsamo que desde hace semanas cura todas sus heridas.

Mientras Rashnaw se aleja, una señal que marca con sabiduría el final de sus conversaciones, el muchacho va siguiéndole con la mirada. A punto ha estado de hacerle aquella pregunta que le inquieta, pero finalmente no se ha atrevido. Era fácil, y seguro que habría recibido una respuesta, pero incluso ante el viejo monje siente un extraño pudor que le detiene. Poco importa que conozca su secreto, que lo intuya desde su experiencia.

Le habría preguntado qué sabe de Fu Ming-Li, por qué durante tantos días no ha dado señales de vida. Tiene el camino libre, sabe que puede hablar con el mercader y entrar cuando quiera, pero los consejos del preceptor, su vigilancia mientras él y Yù se abandonan a un conocimiento mutuo le dan la seguridad que necesita.

Durante un rato duda sobre el paso que debe dar. Pero no se entretiene demasiado en conjeturas. Debe aprovechar la visita diaria del mercader al recinto imperial, de lo contrario pasará otro día sin verla y la sola idea le parece insoportable. La urgencia, pues, le obliga a tomar decisiones y la persona que busca sólo puede estar en un lugar del convento, los establos.

—Necesito que me hagas un favor, Tistrya —dice Úrian antes de explicar al joven monje su problema.

—Ya me parecía a mí que tus ausencias estaban motivadas por una causa de fuerza mayor —responde Tistrya, con una sonrisa de oreja a oreja.

—Bien, a lo mejor no ha sido una buena idea, no importa.

El muchacho de Corinto se siente frágil ante la sonrisa del monje; piensa en otras opciones, en Lysippos, o en Rashnaw de nuevo, pero en el fondo considera que es un problema muy pequeño para sus compañeros de viaje, que sin duda tienen cosas más importantes que hacer.

—¡No te enojes, amigo mío! —exclama Tistrya inesperadamente—. Tal vez sea un buen momento para demostrarte mi aprecio. Tú y yo no empezamos demasiado bien en la lejana Constantinopla; esperaba que durante el viaje tuviéramos más ocasiones de conocernos, pero ha sido muy duro.

—No entiendo qué quieres decirme, Tistrya…

—Poca cosa, sólo que me hace feliz saber que has encontrado algún motivo para renacer en esta tierra extraña. Yo admiro tu curiosidad por la gente y los lugares que hemos ido visitando, tu disposición para compartir. Sin duda, Fiblas se ha ido con la certeza de que no podía haber tenido un amigo mejor.

—Quizás exageres atribuyéndome esas cualidades, pero tu sinceridad me conforta. Yo también admiro la entereza que has demostrado ante la enfermedad de tu padre. Seguro que él, en algún instante de cordura, ha entendido la ventura de vuestro reencuentro. Yo… no sé los motivos que me han llevado a pedirte ayuda, pero ahora sé que si alguien nos guía, lo hace con una bondad y sabiduría infinitas.

—¿Cómo piensas entrar al recinto imperial, joven Úrian?

—Todo está previsto. Sólo espero que la ausencia de Fu Ming-Li no haya hecho cambiar las cosas.

—Si es así, no debemos perder ni un segundo —dice Tistrya acariciando el lomo lustroso y leal de Explorador.