Capítulo 5
Khwarezm
Julio, 551
Hace tanto tiempo que la caravana busca una ciudad o un lago, un desierto o un gran río que pueda servirle de referencia, que los viajeros andan desorientados y con la esperanza mermada. Sólo pequeños grupos de personas se dejan ver en la distancia, y son los niños quienes se atreven a acercarse. Siempre que se topan con ellos, Rashnaw pregunta por la ruta a seguir; a menudo con la intención de establecer contacto y mostrar a los componentes de la expedición que no se han quedado solos en el mundo.
El monje intenta hablar en distintas lenguas. Se dirige a ellos en griego, la lengua usada en el imperio desde hace muchos años; en persa, el idioma de sus padres, y también en sogdiano. Sabe, por los nestorianos que regresan a casa tras sus periplos, que, más tarde o más temprano, entrarán en la Sogdiana. El conjunto de pueblos situados alrededor de la ciudad de Samarkanda le interesa de una manera especial. La posición de este territorio, en medio de la Ruta de Oriente, les ha convertido en excelentes mercaderes, además de desarrollar un notable grado de tolerancia hacia las personas de otras culturas y religiones. Dicen que Alejandro Magno había unificado la Sogdiana y su país vecino, la Bactriana; pero son informaciones leídas en los antiguos manuscritos y ya pertenecen al territorio de las leyendas.
Rashnaw espera comprobar sus conocimientos; piensa que sería un testimonio a gran escala del espíritu de concordia que él pregona, una actitud de amistad entre culturas como la que reina en la Academia de Gundishapur. La colaboración es la máxima a seguir, incluso entre sabios de tierras muy dispares.
Pero antes de pisar la Sogdiana, han de llegar a la antigua ciudad de Khwarezm, y ninguno de los interlocutores que van encontrando por el camino acierta a darles noticias del lugar. Lysippos parece buscar en su interior la virtud de la paciencia, pero un talante resolutivo marca su mirada con cierta desesperanza. Los días y noches carentes de agua fresca acentúan todavía más la sensación que viven los viajeros, como si fuesen en busca de un imposible.
Uno de los más afectados es Xenos, quien empieza a dudar no sólo del éxito de la expedición, sino también de sí mismo y del sentido de todo lo que están viviendo. Observa los grupos de gente que se esconden con dificultades en un paisaje áspero. Van y vienen, pero en ningún momento dan la sensación de pertenecer a un lugar concreto. Ve acercarse a Úrian seguido de su inseparable amigo y piensa que Fiblas ha sido de gran ayuda; su hijo se encuentra bien acompañado. Sin embargo, repite con frecuencia las mismas preguntas.
—¿Adónde va toda esta gente, padre? Parece que se hayan perdido.
Xenos no tiene respuestas, pero lo que más le cuesta comprender no tiene que ver con la incertidumbre del destino de todas esas personas; lo que verdaderamente le desasosiega es pensar que no tengan un sitio adonde regresar.
¡Regresar! El tejedor se entretiene en ese concepto y nota un pinchazo que no identifica, pero lo siente adentro, muy adentro, se apodera de sus sentidos mientras duerme o cuando observa preocupado las tierras hostiles que les rodean. A veces piensa que si retrocedieran o se desplazaran hacia cualquier otro punto cardinal, todo acabaría siendo exactamente de la misma manera. El horizonte siempre está lejos, siempre parece inalcanzable, como si a cada paso avanzaran hacia el abismo.
Rashnaw explica durante la cena que los fantasmas son hombres y mujeres de tribus nómadas, que entienden la vida como un viaje sin tregua, desde el nacimiento hasta la muerte.
El tejedor piensa que no tiene ningún sentido vagar. Interviene en la conversación para decir que son gente desarraigada, pero son palabras que no gustan a nadie, posiblemente porque también los viajeros llevan camino de serlo. Xenos se aleja del círculo que forma el grupo alrededor de la hoguera donde calientan los alimentos, cada vez más escasos, y esconde un gesto oscuro. Se queda con la imagen de los muchachos, que ríen y celebran las palabras del viejo monje. No desea un futuro nómada para ellos. Piensa si debe decírselo, pero no encuentra la manera. Considera que el viaje tiene sentido si vas en pos de algo: fortuna, gloria. Después se debe volver a casa, tener un hogar adonde sea posible regresar. Ésta es su filosofía y su ambición. Perdido en la oscuridad tan próxima de la noche, toma conciencia de ello.
Tistrya lanza pequeños troncos a las llamas, pero no dice nada.
Caminantes, esto es lo que son todos esos fantasmas, caminantes como él. Al menos es un pueblo que vive de acuerdo con sus creencias; él, en cambio, tiene la sensación de no haber escogido bien su destino. ¿Cuál es su hogar? Quizás cuando ponga fin a la misión que le empuja lo vea claro. Tal vez al encontrar respuestas a la desaparición de su padre dejará de ser un nómada más en ese transitar sin sentido.
Dos días después llegan a Khwarezm. Por el aspecto de los viajeros, cubiertos de polvo y suciedad, con los caballos exhaustos tumbados en una tierra no menos áspera que la ya pisada, nadie les presta demasiada atención.
Los dos muchachos de Corinto despliegan de inmediato su curiosidad. Comentan las historias que el viejo monje ha ido explicando bajo el manto de estrellas que les cubría cada noche. Según una leyenda, Sem, hijo de Noé, andaba por estos contornos. Exhausto, se adormeció a orillas del camino y tuvo un sueño: trescientas antorchas alineadas señalaban un lugar. Al despertarse creyó que había sido una revelación y de inmediato se puso a cavar en el lugar indicado. Para sorpresa de todos, comenzó a brotar agua y, desde entonces, se los conoce como los pozos Keivah. En aquel paraje árido se desarrolló un complejo sistema de regadío.
Fiblas y Úrian no dan crédito a sus ojos. Posiblemente todas las conquistas de las que han sido objeto, según explicaba Rashnaw, han cambiado aquel sueño, y entre los griegos, los árabes y los mongoles se han repartido sus riquezas. La visión que les asalta no se corresponde con la magia de las palabras. Se adivina una muralla de piedra, pero de los treinta pies de altura y once puertas que según el monje había tenido, únicamente queda noticia de algunos tramos. Ahora, las casas de adobe se extienden sin orden. A lo lejos, entre la dispersión y la bruma que conforman el calor y el polvo, se divisan algunos edificios destacados.
Lysippos organiza a sus hombres con autoridad y despierta los recelos del tejedor.
—Si ponéis tanta energía, alguien se dará cuenta de que ésta no es una expedición de mercaderes —le reprocha sin demasiado énfasis.
—No creo que sea de vuestra incumbencia; mi misión es mantener la moral de los hombres —responde el soldado de la cicatriz, autoritario.
—Puede que sí, pero os recuerdo que los dos estamos al frente de esta caravana y, pase lo que pase, tendremos que responder ante el emperador.
—Vos ya tenéis bastante trabajo preocupándoos de conseguir el dichoso secreto de la seda. Dejad en mis manos las cuestiones militares.
Lysippos cambia la dirección del caballo y se aleja de Xenos. El tejedor se siente nervioso por la disputa, pero, a su vez, no puede dejar de enorgullecerse por su atrevimiento; necesita recuperar la confianza en sí mismo.
Cuando mira de nuevo al frente, percibe la mirada fija de Rashnaw. Se diría que algo le preocupa. A pesar de todo, se siente apoyado, pero de pronto el monje da media vuelta y le deja entre los muchachos, que han empezado a perder el miedo.
Ni siquiera encontrarán un lugar cómodo para descansar en Khwarezm; después de un mes de viaje, no les dirigen ni una sola palabra que les deje un buen recuerdo de su merecido descanso. La caravana se pliega sobre sí misma a las afueras de la ciudad y espera órdenes. Las pocas conversaciones que han sido capaces de entender hablan de hordas del norte que asuelan la ciudad con insistencia. Nadie, pese a las penurias pasadas, piensa que sea una buena idea permanecer allí.
Sólo tienen que esperar dos días para que Xenos, tras un breve paseo por las calles desiertas, vuelva con lo que parece una buena noticia.
—He podido hablar con un griego que vive en estas tierras desde hace muchos años. Me ha comentado que la gran ciudad de Numidllkat se encuentra a nueve días de camino. A lo mejor Dios la ha puesto a nuestro alcance para que no desfallezcamos —explica al grupo, sin tener en cuenta los preparativos que se llevan a término.
—¿Dónde os habíais metido? —le interroga con brusquedad el soldado—. Hace tres horas que he dado orden de partir. Rashnaw ya nos había informado de la proximidad de Numidllkat, sólo teníamos que esperar el momento oportuno.
El tejedor mira al monje mientras éste acomoda sus pertenencias en el caballo; piensa que su autoridad queda de nuevo en entredicho ante Úrian. El muchacho permanece a su lado con una sonrisa insegura en los labios.
—¡Tranquilo, padre! No le hagáis ningún caso. Es un soldado y ha nacido para combatir, está acostumbrado a la acción, pero vos sois el mejor tejedor del imperio.
Xenos se da cuenta de que, más que consolarlo, las palabras de su hijo lo devuelven a una condición olvidada. Debe hablar con él, transmitirle su ambición, hacerle comprender que no es un pobre hombre, pero no sabe si encontrará el momento ni la manera de hacerlo.