Capítulo 8

Samarkanda

Agosto, 551

Xenos, Xenos! Úrian quiere agua, pero la mía está demasiado caliente —grita Fiblas para tener la certeza de que el tejedor le escuche.

Hace tres días que han dejado atrás el caravasar de las historias nocturnas y la situación ha cambiado de manera significativa. La extraña enfermedad de Úrian ha vencido su fortaleza juvenil y desde la noche anterior viaja en unas angarillas improvisadas.

La caravana sufre una transformación casi imperceptible. Su estructura natural —una hilera de animales y personas— se ha convertido en una media luna para albergar en su centro al caballo que arrastra las angarillas de Úrian. A su lado, como si quisieran construir un muro que le proteja del sol inclemente de agosto, se sitúan los monjes de Gundishapur, su padre y también Najaah; todos ellos cambian de lado según los recodos del camino. Mucho más cerca viaja Fiblas, que comprueba a cada paso el estado del enfermo. Son los soldados, comandados por Lysippos, los que mantienen el orden en el grupo.

Xenos atiende de inmediato la petición de Fiblas, deja a Rashnaw con la palabra en la boca y se acerca a su hijo.

—¿Cómo te encuentras, Unan? —pregunta, acercándole su calabaza llena de agua—. ¡Ya estamos muy cerca! Dentro de nada podrás descansar en un lugar fresco y limpio. Rashnaw asegura que en la comunidad nestoriana adonde nos dirigimos habrá un médico y podremos saber cuál es el motivo de tu fiebre.

—Lo sé, padre, pero tengo tanta sed que a veces lo veo todo borroso, como si el mundo estuviera a punto de desaparecer detrás de un cristal esmerilado.

—¡Tranquilo, Úrian, tranquilo! La ciudad está a la vuelta de la esquina, se pueden distinguir sus murallas. Llegaremos enseguida.

—¿La ciudad está cerca? —responde Úrian, reavivándose de repente e intentando incorporarse—. Padre, quiero verla, quiero subir con vos al caballo…

—Úrian, apenas te quedan fuerzas. Es mejor que sigas en tus angarillas, ya tendrás ocasión cuando mejores.

—No, padre, no entraremos otra vez en Samarkanda. ¡Quiero montar con vos, levantadme!

El tejedor sabe que no puede contrariar a su hijo. Entre él y Fiblas le ayudan a abandonar su improvisado lecho y, con gran esfuerzo, le sitúan encima del caballo.

Xenos monta detrás de él y le agarra con fuerza. Se siente satisfecho, orgulloso de que, pese a la enfermedad, su hijo haya querido vivir la entrada en la ciudad.

Tistrya, que ocupaba un lugar muy avanzado en la caravana, regresa hasta colocarse cerca y se muestra extrañado de la permisividad de sus compañeros de viaje. El joven monje hace días que ve a Úrian como un problema. Sin desearle ningún mal, entiende que la enfermedad del muchacho es un obstáculo para sus objetivos, que en algún momento llegarán a la ciudad donde desapareció su padre, pero si el joven empeora no podrán continuar; Xenos no lo permitirá.

El camino se hace cuesta arriba y los viajeros ven a cada paso una perspectiva diferente de las murallas. Las puertas se van perfilando despacio en la lejanía, pero Úrian no parece estar en condiciones de disfrutarlo. Se ha desmayado apenas fue montado a la grupa. Su padre le abraza con todas sus fuerzas mientras Lysippos anuncia que una delegación ha salido a recibirlos.

Najaah se acerca a muy poca distancia del caballo de Xenos y pone en manos del tejedor una piedra. Se trata del betilo que ella misma escondió entre las ropas del muchacho y que le acompaña desde que se encontró indispuesto. Acaba de recogerla del suelo.

—¿Qué intentas decirme, mujer? ¿De verdad crees que una piedra puede curar a mi hijo? Quizás tengas razón o tal vez, como asegura Rashnaw, esta piedra sea la morada de un Dios capaz de ayudarnos. Nuestros mundos no son tan diferentes para que comunicarnos sea tan difícil, en el fondo siempre dejamos un margen abierto a la esperanza.

Xenos aprieta con fuerza la piedra, la lleva en la mano que sostiene a Úrian encima del caballo. Intenta retener cada imagen, la extensión de las murallas, maltrechas por guerras y tempestades, el perfil de los edificios más altos, la buena disposición de los emisarios que han enviado a recibirlos.

Acercándose puede verse un carro pequeño que llega conducido por un monje que viste los mismos hábitos que Rashnaw. Éste, observado con expectación por el tejedor, es ahora quien da las órdenes. Úrian es trasladado con la ayuda de todos y desaparece en el interior de las murallas. El viejo monje extiende el brazo hacia el padre del muchacho y lo deja reposar sobre su hombro.

—No debéis tener miedo, amigo mío. Vuestro hijo está en buenas manos. Ahora nos separaremos. Ya he hablado con Lysippos y ellos se instalarán muy cerca, pero todos nosotros lo haremos en el interior de la comunidad.

—¿Estáis seguro de que los soldados no lo tomarán como un agravio? —pregunta Xenos—. Al fin y al cabo, a ellos les ha sido otorgada la responsabilidad del viaje.

—Tenéis un corazón noble, tejedor, pero estarán bien. Ahora vuestra única preocupación debe ser vuestro hijo. Enseguida encontraremos agua y comida. Recuperaos mientras los médicos atienden a Úrian; él os necesita entero y con ánimos suficientes.

—No he perdido ni una pizca de mis ánimos, amigo mío. ¿Estaréis vos a su lado?

—No me moveré hasta que vengáis, pero dejad que mis hermanos hagan su trabajo. Os prometo que harán lo que sea necesario por curarlo, y ya sabéis que un hombre de Dios no hace una promesa en vano.

Al entrar en el recinto que alberga a la comunidad de nestorianos, Xenos se convence de la veracidad de las palabras del viejo monje. El edificio, construido con ladrillos de barro y escayolado con arcilla fina, es de dos plantas, pero enfrente tiene una buena extensión de terreno. Algunos hombres observan a los recién llegados desde la terraza y sus figuras ocultan parcialmente una pequeña cúpula. El tejedor ya no tiene que hacerse cargo de nada. Le acomodan en un aposento donde hay agua y una gran cantidad de víveres, le hablan en griego y prodigan sus atenciones hacia todos los hombres sin excepción. El tejedor piensa que es como si hubiera llegado la comitiva real.

Pero no sucumbe a las tentaciones. Se lava la cara con agua fresca, coge una manzana de la cesta de frutos que casi le deslumbran con sus colores y se dirige seguido de Tistrya hacia la sala adonde han llevado a su hijo.

Lo que allí ve apacigua todos sus miedos. Unos cuantos monjes rodean la pequeña bañera de barro donde Úrian está siendo atendido. Le lavan el rostro y las manos, intentan revivirlo después de su desmayo. Al mirar a Rashnaw, quien se mantiene al margen pero expectante, recoge el gesto de confianza que le transmite. Uno tras otro, con la excepción de Lysippos y Najaah, se van reuniendo todos los viajeros.

—Ahora están buscando algún rastro del animal que nos ha indicado Najaah —comenta el monje al oído de Xenos.

—¿De qué animal me habláis?

—No estamos seguros, pero la mujer podría tener razón. Me ha contado el efecto que causan las garrapatas cuando se adhieren al cuerpo. Según dice, la palidez del joven le ha recordado un episodio parecido que tuvo lugar en su tribu. Puede que Úrian tenga una en su cuerpo.

—¡Una garrapata! Pero ¿y la fiebre? ¿No se tratará de una insolación? —responde Xenos, consternado por sentirse tan inútil en este caso.

—Dejemos trabajar a mis hermanos, querido Xenos. Nosotros llevamos tres días viajando bajo un sol abrasador.

Xenos comprende que el monje tiene razón. Se limita a observar cómo los nestorianos recorren cada parte del cuerpo de Úrian con un gran respeto, pero al acabar parecen decepcionados.

—¡Esperad! ¿Qué es esa mancha roja del brazo? —exclama uno de los monjes, dirigiéndose al tejedor.

—No se trata de nada importante. Es una mancha de nacimiento, su madre siempre decía que se trataba de un signo de buenos augurios…

Poco tiempo después su hijo empieza a reaccionar, pero gime por la altísima fiebre. El religioso de más edad ha participado activamente en la búsqueda y, de repente, se encara a Rashnaw con la tristeza reflejada en sus ojos.

—¡No le encontramos nada! —dice compungido quien parece el patriarca de la comunidad.

—No es posible —responde Rashnaw—, o quizá sí. Tal vez nuestra amiga árabe se equivoque.

—Pero nuestros médicos tampoco acaban de saber con claridad el origen de la fiebre; cada vez es más alta, pese al baño de agua fría al que le hemos sometido.

Casi de inmediato se escuchan en el exterior los gritos de Najaah. Los monjes parecen ofendidos por la interrupción, pero la mujer no se detiene en su súplica. Es Rashnaw quien reacciona; abandona la sala y sale a conocer los motivos del alboroto. Ha sido necesaria la intervención de dos soldados para conseguir que Najaah no entrara en el interior de la casa.

—¿Qué sucede, Najaah? ¿A qué vienen estos gritos? —le pregunta Rashnaw.

—¡Estos hombres no me dejan pasar! Me han dicho que no hay ninguna garrapata en el cuerpo de Úrian, pero no me lo puedo creer. Dad orden de que me dejen entrar.

—No sé si es posible, mujer. Yo no puedo dar órdenes en esta comunidad —le responde Rashnaw pensativo.

—Pero yo sí —les llega una voz desde el umbral de la sala donde los monjes han reconocido a Úrian—. Y si quiere examinar al muchacho, tiene mi bendición.

A su alrededor se escuchan las disputas del resto de los monjes y uno de los doctores se les acerca presentando su queja. Durante unos instantes todo es confuso. Najaah espera al lado de Rashnaw mientras aquellos hombres hablan entre ellos, pero enseguida el superior se adelanta dejándolos con sus discusiones.

—¿Alguien puede decirme que una mujer no es también una criatura de Dios? Porque si es así, yo puedo dejar mi cargo a su disposición. Mientras tanto, pido, más bien le ordeno, a nuestra invitada que pase al interior y prohíbo que nadie le impida su tarea.

Rashnaw transmite estas palabras a Najaah y los dos entran en la sala seguidos del resto de los monjes. Ella se dirige al muchacho, le hace cambiar de postura sobre la cama improvisada y le examina directamente la nuca. El abundante pelo hace muy difícil su tarea, pero al cabo de un rato todo el cuerpo de Úrian se contrae bajo una tensión inusitada. Najaah mira hacia atrás y coge el brazo de Rashnaw.

—Mirad, poned el dedo aquí, ¿notáis el pequeño bulto? Apenas es como un grano que se hubiera quedado en el interior —le pide Najaah.

—Lo noto, es cierto —asegura el monje—, pero ¿quieres decir que sólo por esto…?

—Debéis hacerme caso, es muy importante. Ahora tenemos que extraer este animal asqueroso del cuerpo del muchacho. Pedidles aceite, y además necesitaremos una mano firme. Será preciso practicar una pequeña incisión.

—¿Una incisión? —exclama uno de los médicos nestorianos al enterarse de los propósitos de la mujer—. ¿De verdad pensáis tomar en consideración las palabras de una infiel?

—Callad, buen hombre —dice Rashnaw autoritario—, y traed lo que os han dicho. Yo también he leído algo sobre garrapatas en un libro de Plinio el Viejo. El gran peligro de estos animales es que su cabeza se quede en el interior al desprenderlos. Si no hacemos esa pequeña incisión que dice Najaah, Úrian podría morir. —Y añade en árabe—: ¿No es así, amiga mía?

Najaah mueve la cabeza afirmativamente, pero no dice nada más. De pronto se gira hacia el tejedor y le interroga con la mirada.

—¡Yo lo haré! —Xenos alza la voz en medio de la sala—. Mis manos están acostumbradas a trabajar los tejidos y… Úrian ¡es mi hijo! Sólo necesito a alguien a mi lado que me guíe.

Uno de los médicos ha vuelto con un pequeño cuchillo muy afilado y agua caliente.

Najaah se acerca con decisión y apoya su mano en el brazo de Xenos. Da instrucciones mientras Rashnaw va traduciendo cada una de sus palabras. Los monjes ponen a disposición de Xenos todo aquello que ella pide. Pero a veces fruncen el ceño y dudan.

—¿Humo? ¿Se puede saber con qué finalidad quiere que hagamos humo? ¿No formará parte de una ceremonia de la tribu a la que pertenece? Imagino que no se atreverá a llevar a cabo un ritual de magia bajo nuestras miradas, ¿verdad? —pregunta uno de los monjes antes de salir con ademán altivo del aposento, dejando clara su oposición y desentendiéndose de lo que pueda suceder.

La mujer mira a Rashnaw y le pide permiso para continuar. No parece interesada en los motivos de esa actitud orgullosa. El viejo monje asiente con la cabeza y explica las maniobras que se van llevando a cabo.

—Según dice Najaah, el animal puede seguir vivo bajo la piel. Por eso unta con aceite la superficie y acerca el humo de una pequeña antorcha. La garrapata debe respirar, si taponamos los poros de la piel y no puede hacerlo, la obligamos a salir.

La espera es tensa, pero no se produce ningún cambio.

—No deberíamos descartar que se trate de la picadura de un insecto o de una araña. Perdemos el tiempo —masculla un monje joven, que no ha parado de pasear de un lado a otro del aposento mientras se acaricia la barba.

—Estas picaduras tienen un efecto rápido. El veneno que inoculan los escorpiones, las arañas y las serpientes es de una virulencia tal que el muchacho no habría podido resistir tres días de camino. Por otro lado, tampoco se observa ninguna parálisis. Sin duda no tiene los síntomas —opina el médico de más edad de forma categórica.

Úrian tose. El humo agrava su débil estado. Xenos le incorpora con delicadeza diciéndole algo en voz baja. Luego se dirige a la mujer en actitud de súplica, como si hubiera ido forjando la idea de que la suerte del muchacho está en sus manos. Ella le aguanta la mirada, se concentra en transmitirle todo aquello que no dicen las palabras. Por primera vez, se miran de igual a igual.

Najaah piensa por unos instantes en el efecto que le provocan aquellos ojos de colores tan distintos. Son como la tierra y el cielo, se dice, y se deja llevar por esa sensación. Cuando Úrian empieza a sufrir convulsiones debido a la fiebre, ambos se concentran de nuevo en su tarca. Le aplican compresas de agua fría mientras alguien resopla ruidosamente dejando entrever que las complicaciones eran previsibles. Rashnaw le mira de arriba abajo y se restablece el silencio.

—Está muerta, no tengo ninguna duda. Si no fuera así, ya habría salido. Preparémonos para extraer la cabeza del animal que ha quedado en el interior —afirma Najaah con firmeza.

Coge una tela, la dobla tres veces y se la ofrece a Úrian. Hace un gesto que quiere imitar el movimiento de apretar los dientes, para que la muerda. Rashnaw pide la colaboración de dos monjes, es necesario inmovilizar al muchacho.

—¡Un momento! —dice uno de los presentes, abandonando con urgencia la sala.

En unos minutos regresa con un vaso en la mano y se inclina sobre el muchacho.

—Toma, este vino lo hacemos nosotros mismos. No te hará ningún mal, sólo te enturbiará un poco. ¡Ánimo, todo irá bien!

Úrian bebe con dificultad y, mientras esperan a que le haga efecto, su padre le rasura la zona que rodea el lugar indicado, la limpia y respira hondo. El contacto con el cuchillo provoca una pequeña sacudida del joven. Cierra con fuerza los ojos y aprieta la tela entre los dientes mientras musita una oración. Mentalmente, su padre también eleva una plegaria.

Xenos reza pidiendo que el pulso no le tiemble, que la mujer árabe tenga razón. Ruega, traga saliva y le practica un corte en la piel. Con dos pequeños ganchos separa las dos secciones y la sangre brota sucia, mezclada con un olor desagradable. Najaah se le acerca y le da la mano para transmitirle confianza. Le ofrece unas pinzas, mientras empapa la sangre con unas telas preparadas por los monjes. Uno de los médicos, que no se ha perdido detalle, da un paso al frente.

—Es posible que esta mujer tenga razón. Si me permitís…

Una lágrima se desliza por la mejilla del tejedor, pero la espesa barba la absorbe con diligencia. Cierra los ojos para impedir el paso a la siguiente y, al abrirlos de nuevo, Najaah los contempla más limpios, como la tierra y el cielo tras la lluvia.

La operación se prolonga en el tiempo. Extirpan el pequeño cuerpo extraño, limpian y queman la herida. Úrian emite un grito agudo y todos los presentes aprietan los puños, como si con el gesto pudieran compartir su dolor o evitarle parte del sufrimiento. El olor a piel quemada se extiende por la sala y Úrian pierde el conocimiento.

Mientras el joven de Corinto duerme, todos recobran fuerzas en la noche de Samarkanda. La felicidad que produce haber llegado a una ciudad civilizada, sin pensar en imprevistos, con un techo donde protegerse, y saber que Úrian está en buenas manos, les permite bajar la guardia. Tienen la sensación de haber cumplido una etapa. Saben, no obstante, que sólo se trata de un preámbulo, que la magnífica ciudad donde se encuentran no es más que un lugar de descanso para coger fuerzas.

Les llegan noticias de la dureza de las etapas venideras. Sabían que el viaje a través de las estepas del Pamir y el desierto del Taklamakán sería muy difícil. Pero los testimonios en primera persona de algunos monjes resultan impactantes. Hablan de hombres que han desaparecido en el intento de cruzar esos infiernos de hielo o de fuego. Cuentan que otros han enloquecido para siempre. Cada viajero se concentra en el goce del anochecer como un regalo, posiblemente como un recuerdo donde acogerse cuando respirar se haga insoportable. Inspiran la noche, la licúan y se la beben como un elixir.

Un personaje se mueve en la oscuridad. El continuo golpear del báculo de Tistrya mientras camina alrededor del patio anuncia al viejo monje que ha llegado el momento.

—Tendremos que quedarnos algunos días en Samarkanda, amigo mío. ¿Te preocupa? —pregunta Rashnaw, aprovechando el momento de más proximidad.

—Durante todo el viaje, incluso antes de iniciarlo, hemos hablado de que llegaría mi hora. He sido paciente; cada paso que daba lo hacía con la íntima convicción de estar más cerca de mi objetivo. Ahora viviré este aplazamiento como un lastre más insoportable que la blancura opaca de la niebla. Ya sé que la enfermedad de Úrian nos obliga a quedarnos unos días, pero no puedo evitar este desasosiego. ¡No sé qué hacer!

—Los caminos de Dios son inescrutables. Él no deja nada al azar. En los planes que traza para cada uno de nosotros, todo tiene un sentido. Sólo debemos disponer el espíritu y escuchar sus designios. Quizás este aplazamiento marque un nuevo comienzo.

—Debo entender que estamos cerca de… —La voz de Tistrya queda suspendida en un espacio de incertidumbres, no se atreve a formular la pregunta que lleva en su interior desde hace tanto tiempo.

Los segundos que preceden a la respuesta del viejo monje se le antojan eternos.

—Sí, estás muy cerca. Sólo a unas horas de viaje. Si coges el camino que se aventura hacia el norte poco antes de Penjikent, encontrarás una pequeña comunidad nestoriana. Me consta que son conocedores del destino de tu padre. Mañana, al salir el sol, te indicaré la manera de llegar. Trata de descansar un poco y de prepararte espiritualmente. Yo rogaré por ti.

—Pero ¿no vendréis conmigo? Me habéis dicho que Úrian retrasará nuestra partida, podríamos ir y después reunirnos con el grupo. Siempre he pensado que estaríais a mi lado, es importante para mí. Sois mi maestro, ¡os necesito!

—La labor de un maestro es precisamente enseñar a volar; igual que un buen padre, querido Tistrya. Hay caminos que nadie puede hacer por nosotros, la soledad es una vieja compañera con quien hemos de aprender a convivir. Tómate el tiempo que necesites, nos encontraremos en Penjikent. Allí acogeré al nuevo Tistrya.

El joven monje se queda mirando cómo Rashnaw marcha hacia un merecido descanso. Ya está acostumbrado a su manera de hacer las cosas, como el sembrador que esparce el grano sin mirar atrás, sin esperar a ver nacer los frutos.

Sabe que esa noche será la más difícil desde su partida de Gundishapur, pero también el necesario preludio al final de su incertidumbre.