Capítulo 13
Kashgar
Octubre, 551
Cuando se ven juntos de nuevo, los componentes de la caravana se fortalecen. Han necesitado toda su energía para superar la última y más dura etapa del Pamir. Las nieves, que en la distancia parecían una frazada esponjosa, un manto protector de las montañas, aquellas flechas verticales dirigidas hacia el cielo, se convirtieron en el cuchillo que infligía la herida. El andar se hizo más lento, el frío entumeció las piernas y, en ocasiones, los ánimos de los viajeros. Pero se afirmaron en su propósito, madurando su ambición secreta y compartiendo sólo las que pueden confesarse en voz alta.
El otoño avanza y el temible desierto del Taklamakán les espera. Antes hacen una breve estada en Kashgar; deben prepararse física y psicológicamente antes de recorrer aquel paraje inmenso, uniforme, como un bravo océano de arena que ruge desde su silencio perturbador.
La ciudad de Kashgar es, a la vez, la puerta de entrada y salida de este infierno. Los que esperan el momento de cruzar el desierto escuchan las vicisitudes de los viajeros que regresan. Se acercan con devoción, atienden sus consejos, preguntan sin pausa. A los que emprenderán la Ruta de Oriente se les puede identificar entre los grupos por la extrema atención que prestan a cualquier suceso. Se muestran atemorizados, nerviosos, sus ojos reflejan el brillo que provoca un gran reto.
La ciudad es un escenario que gravita alrededor de la travesía Oriente-Occidente y a la inversa. Su situación estratégica también la convierte en un cruce obligado de pasajes entre la Sogdiana y la misteriosa e impenetrable China. Se compra y se vende, se intercambian productos, ideas, intrigas y noticias a un ritmo vertiginoso.
La urgencia es el factor más destacado de esta urbe. Constantinopla también es un hervidero de transacciones, un calidoscopio de culturas, pero el latido que le infunde la vida no palpita con la aceleración que imprime la fugacidad.
Kashgar tiene el ambiente de un gran puerto desde donde te despides de aquello conocido para iniciar la aventura, en busca de un sueño. No hay muelles donde atracar, pero la sensación de partida se mantiene viva sobre el polvo de sus calles. El viajero respira hondo, intenta no mirar atrás; los límites son invisibles, pero quienes los traspasan saben que hay un antes y ponen toda su fe en conquistar el después.
La caravana procedente de Bizancio es una más entre un enjambre. La enfermedad de Úrian le impidió vivir la diversidad y los colores del mercado de Samarkanda. Para él, pues, contemplar los tenderetes de tejidos de seda china que se ven por todas partes es como una fiesta de los sentidos que le lleva a la euforia. Su padre le promete que, una vez cumplida su misión, no sólo comerciarán con la seda, también serán los mayores productores del Mediterráneo.
—Mírala, hijo, admírala sin prisa. Es para conquistar esta delicia que dejamos Corinto, pero volveremos con el secreto que los chinos guardan con tanta cautela. Es nuestra oportunidad, somos los escogidos. Nunca más volveremos a mendigar a los persas y Justiniano será generoso con nosotros. Vivir en la corte imperial, ¿te lo imaginas?
Xenos no espera respuesta; deja volar su imaginación y, reteniendo el aire en su pecho, adopta un porte orgulloso. El muchacho le mira con actitud prudente, no se atreve a decir nada, y continúa escuchando al mercader.
—¡A vuestro alcance tenéis el objeto de tantos y tantos anhelos! La mejor seda del mundo, el artículo más sublime, un auténtico lujo. ¿Habéis visto nunca un tejido igual? Es brillante, casi transparente y, de manera incomprensible, más fuerte que la lana. También es ligero y a la vez cálido, como no encontraréis ningún otro; tan brillante como el metal pulido, de una suavidad extrema al tacto y, si prestáis atención, podréis, incluso, sentir el murmullo de su gemido al agitarse.
Najaah no llega a entender todas y cada una de estas palabras, pero por la actitud del tejedor y de su hijo interpreta que la seda es para ellos un tesoro. Entiende que es eso lo que han venido a buscar los bizantinos. ¿Pero qué quiere ella? ¿Es, quizás, el fin de su viaje? Este pensamiento la inquieta profundamente. Debe hablar con el monje. Hoy, ahora si es posible. Huir del alcance de sus perseguidores era su objetivo, escapar de aquel grupo de árabes del sur que intentaban darle caza en la ciudad de Numidllkat. Kashgar es un lugar peligroso y el corazón se le acelera en cada esquina al descubrir que alguien la mira, que tal vez pueda reconocerla.
Al final de la calle, sobre una tarima de madera, se negocia el precio de las esclavas. Son muchachas jóvenes como ella. No se atreve a mirarlas; conoce bien la sensación de asco, de vergüenza, de humillación. Un escalofrío le recorre el cuerpo de arriba abajo cuando piensa en ello. Puede sentir las manos sobre las nalgas valorando su firmeza o estrujando sus pechos, la risa dantesca y la mofa compartida con los otros compradores. Recuerda cómo le abrían la boca para examinar su dentadura, introduciendo los dedos, groseramente, mientras con señas se le indicaba que los chupara reproduciendo una felación. Las arcadas contenidas, la rabia ahogada o la muerte. Y luego el regateo, embruteciéndolos más, si ello es posible, y el aliento putrefacto que les recuerda la nueva marca de su amo.
Éste también fue su periplo, parte de su historia; ahora la abofetea de lleno. Durante los días que ha pasado con los bizantinos, Najaah ha tenido la sensación de recuperar la dignidad perdida. Recuerda los hechos, aquella tribu enfrentada que exigió venganza para reparar la muerte de uno de los hombres de su clan. Tras proclamar que su hermano era un asesino, regidos por la ley del Talión, negociaron el «precio de sangre» por un presente, y ella fue la ofrenda. Nunca sabrá si se trataba de una calumnia. ¡Hacía tantos días que no pensaba en ello!
Instintivamente busca cobijo al lado de Xenos, se le acerca como un gato buscando una caricia. El tejedor la mira y, sin tener conciencia del alcance de su temor, la coge por la cintura mientras siguen andando entre barbas bíblicas, pastores kirguises con sombreros blancos llegados de los valles nevados de Tien Shan, uzbecos de bonete dorado y bigotes espectaculares, mendigos o predicadores.
Lysippos pide al tejedor que le acompañe; hay que negociar el precio de los camellos. Los muchachos de Corinto también quieren presenciarlo, por nada del mundo se lo perderían; Tistrya los sigue sin entusiasmo. En el mercado de animales Úrian ve de nuevo yaks, pero ya no le asombra su presencia. Observa las vacas, cabras, burros, camellos o gallinas que se suceden con quejidos distintos y olores mezclados.
Cuando se forma un nutrido grupo de hombres alrededor, los mercaderes dejan probar los caballos a los posibles compradores o exhiben galopadas imposibles y los obligan a detenerse de golpe para impresionar a los curiosos y elevar la cotización de la mercancía. Tistrya mira los animales con la certeza de que Explorador les gana en casta y valentía.
El sonido de las campanas colgadas del cuello llama la atención sobre la inmensa parada de camellos. Los viajeros de Bizancio ya han visto diferentes ejemplares a lo largo del camino, pero nunca se habrían imaginado nada igual, ni siquiera en Samarkanda contemplaron un espectáculo como el que tienen ante ellos.
—Úrian, ¡mira qué hace este muchacho! —exclama Fiblas con los ojos abiertos como platos.
—¿Cómo es capaz de dar una voltereta encima de la joroba del camello?
El soldado de la cicatriz se ríe y les explica la historia que tanto ha repetido a lo largo de sus viajes. Hace muchos años le hablaron de un general chino que llevaba a la batalla un camello cargado con un gran depósito de agua lleno de peces para alimentar a sus hombres. La idea era mantenerlos vivos durante toda la campaña, y sólo esta clase de animales tenían la fuerza y la estabilidad suficiente para el éxito de una empresa de esta índole.
—Yo he oído a los viejos comerciantes de Corinto explicar que, en tiempos de guerra, los ejércitos los utilizaban para instalar sus armas giratorias. A veces se podían contar más de doscientos camellos —comenta Xenos.
—¡Es cierto! Las armas giraban montadas sobre un marco de madera y podían disparar en todas direcciones con una rapidez impresionante —completa eufórico Lysippos, como si ya se viera inmerso en la contienda.
—Pues a mí, en Gundishapur, me explicó un viajero que había visto a un príncipe viajando en camello. En él iban sentados sobre una enorme silla de madera un conjunto de ocho músicos —dice Tistrya, mientras los muchachos contrastan las historias con la realidad que les rodea.
El soldado, aprovechando la perplejidad de Fiblas y Úrian, todavía añade un último comentario con la intención de echar más leña al fuego:
—¿Sabéis que también se los comen y que la joroba se considera la parte más exquisita?
—¡Qué asco! Tendría que tener mucha hambre para… —Fiblas no acaba la frase, frunce el ceño y estira la comisura de los labios haciendo una mueca que divierte a los presentes.
Durante mucho tiempo escuchan con atención las explicaciones de los vendedores, todos aseguran que sus ejemplares son los más preparados para cruzar el desierto.
—Son los que necesitáis, creedme —insiste el comerciante—. Ya he visto que preguntabais en otras paradas, pero si son animales de una sola joroba, dromedarios como los que vende aquel árabe, no os los aconsejo. Mirad, aunque también tengan doble párpado y la capacidad de cerrar los orificios nasales para protegerse de la arena del desierto, los camellos bactrianos que os muestro son más pequeños, más robustos, y ahora, a las puertas del invierno, les crece un pelo más largo y grueso que les permite aclimatarse al frío.
Finalmente se deciden por los bactrianos de dos jorobas. Saben que son de andares lentos, sólo cuatro millas romanas a la hora, pero son los mejores para rastrear el terreno, buscar agua y detectar tormentas, una virtud que les puede llegar a salvar la vida.
—Podéis iros tranquilos, habéis hecho una buena compra.
Así los despide el mercader uigur, contando las monedas de oro y sonriendo satisfecho. Le gusta hacer tratos con los occidentales; los chinos suelen pagarle con piezas de seda, mucho más apreciadas que la moneda con la que negocian, que no es de oro sino de cobre. Mientras tanto, un comerciante ha seguido la compra con interés y observa la disparidad del grupo. Pero es una mujer de apariencia árabe la que despierta su atención.
Se sube en unas cajas para comprobar que está con ellos y recuerda a los hombres que el día anterior iban por todas las paradas haciendo preguntas. No ha olvidado la recompensa que ofrecían, mucho más generosa que si hubiera cerrado la venta de los camellos. Sin pensárselo dos veces, el comerciante avanza hacia Najaah con la intención de cerrarle el paso. Lysippos, muy cerca de la mujer, se da cuenta del movimiento del hombre y se interpone en su trayectoria.
—¿Ves esta daga? —le indica el soldado, levantándose la capa—. He dado muerte a demasiados cerdos como tú y no me sería difícil repetirlo. Más vale que no vuelva a ver tu rostro asqueroso, porque mi cicatriz será sólo una muestra de las que tendrás tú de por vida.
Lysippos coge a Najaah y marchan al encuentro de los demás. Xenos y los muchachos vuelven con los camellos nuevos al caravasar. Han dejado a Rashnaw hablando con monjes budistas, una religión que, según les han contado, parece instalarse con fuerza más allá de la India.
De camino, Úrian quiere detenerse al lado de un grupo de hombres que alborotan. Su altura le permite ver cómo todos llevan en sus bolsas, o en fardos, piedras de tamaños diferentes y esperan cobrar el precio de su mercancía. Alguien en el centro del corro las examina, las pesa en unas balanzas y las cambia por unas monedas.
Se trata de jade, los chinos dicen que trae suerte, y es muy preciado por ser un mineral duro y bello, perfecto para cortar joyas y ornamentos de toda clase. Al joven tejedor le gustaría pararse, preguntar, tener entre las manos una de las piezas, los matices del verde le han fascinado, pero no es posible. Camina con sus compañeros de viaje, las riendas de los camellos en la mano, girándose con frecuencia como si un magnetismo especial le atrajera hacia el lugar. Fiblas le llama y acelera el paso, pero tiene el presentimiento, casi la certeza, de que, de alguna forma, volverá a entrar en contacto con aquel material misterioso.