Capítulo 9

Comunidad nestoriana de Penjikent

Agosto, 551

El sol apenas se insinúa en el horizonte cuando tres jinetes atraviesan a caballo las tierras de Sogdiana. Uno de ellos no ha mirado nunca atrás desde que salieron de Samarkanda. Su único objetivo es conseguir que Explorador aumente el ritmo de su trote; quiere recuperar el pasado y, a la vez, dejar atrás todas las dudas que arrastra. Pero los soldados que le custodian están dolidos por perderse el descanso que disfrutan sus compañeros.

Tistrya quería hacer el camino en solitario, pero Lysippos se ha negado rotundamente a que ninguno de los hombres que tiene a su cargo viaje solo. De esta forma, flanquean el valle de Zerafshan por la cara sur, impulsados por las palabras del viejo monje:

—Cabalgad siempre en dirección al sol y, llegando al río, a poca distancia de la ciudad de Penjikent, cuando ya esté prácticamente a vuestro alcance, veréis un mojón de piedras en un cruce. Si cogéis el camino que sale en dirección al norte, encontraréis el monasterio.

Pronto distinguen a contraluz la silueta de la ciudad. El sol naciente deja a oscuras la parte frontal de las murallas, pero ya ilumina el resto del valle. La corriente salvaje del río atraviesa las tierras cultivadas, arrastrando el exceso de lluvia de los últimos días. Uno de los soldados predice que el calor será asfixiante en pocas horas, pero Tistrya se dirige hacia el cauce para que Explorador, siempre inquieto, encuentre un paso a través de las aguas.

Al llegar a la otra orilla le acaricia el cuello y le susurra unas palabras. Sabe que se acercan a su objetivo, confía en que en algún recodo del camino aparecerá el lugar que busca con impaciencia. Trata de acompasar el trote con el latido de su corazón, que ahora siente en las sienes. Por unos momentos le parece escuchar una campana y mira a su alrededor, pero no ve ningún animal que la lleve colgando del cuello para ahuyentar a los lobos. Quizás anuncie la ejecución de un criminal en el interior de las murallas. Sacude la cabeza, como si el gesto pudiera liberarle de los malos presagios, y mira al frente. Pocos minutos más tarde, uno de los soldados señala la construcción que se advierte al fondo del paisaje.

—¿Podría tratarse del monasterio? —pregunta con cierto desdén.

Tistrya tira de las bridas de Explorador y le indica que se acercarán con solemnidad, como se entra en un espacio que reverencias. Los muros de piedra circunscriben la modesta edificación de dos plantas y la azotea que la corona. Enfrente ven un pequeño jardín y un huerto; más allá, el verdear de unas rocas que la protegen de los vientos. Sólo una cruz, que se recorta sobre el cielo azul de agosto, les habla de la santidad del lugar.

Los tres jinetes se aventuran entre los márgenes interiores y bajan de los caballos. Nadie les impide el paso, ni tampoco les da la bienvenida. Tistrya intenta no perder la calma, ignorar aquella voz interior que se empecina en decirle que puede haber llegado tarde. Observa las plantas del jardín, los surcos que trenzan un pequeño espacio cultivado; alguien se hace cargo del lugar, está seguro. Un ruido le distrae de sus pensamientos, pide a los soldados que se detengan, que guarden silencio.

Cree escuchar el recitar de unos salmos, se acerca a la puerta y atraviesa el umbral. En el interior, se deja conducir por aquella voz. Pronto se le suman otras y un olor a incienso cada vez más fuerte. Los soldados marchan tras él a regañadientes. Ve a un grupo de monjes repartidos alrededor de dos ataúdes. Unas velas custodian las pobres cajas de madera. Tistrya, inmóvil, dirige su mirada hacia los féretros.

—¡No podéis ser vos, padre! —murmura el joven monje.

La temperatura del lugar es fresca, o quizás es por el efecto del sudor helado, adherido a su cuerpo. Tistrya siente cómo un escalofrío lo atraviesa de arriba abajo y no se atreve a dar un solo paso sin la ayuda de su báculo. Se apoya en una pared mientras se aproxima uno de los soldados.

—¿Os encontráis bien? —pregunta sorprendido frente al hombre que tiene órdenes de proteger, sin saber cómo hacerlo.

Tistrya no responde, nota la garganta seca, es incapaz de articular una sola palabra, el miedo le vence.

El monje de más edad abandona el círculo cojeando y se acerca despacio.

—Que Dios sea con vosotros, hermanos. ¿Qué os trae por esta santa casa?

—Venía… Vengo… ¿Puedo saber el nombre de estos muertos que veláis? —acierta a preguntar Tistrya, sin apartar la vista de los ataúdes.

El monje les invita a añadirse a las plegarias, pero, ante la perplejidad del muchacho, les acompaña a un pequeño refectorio donde ya entra la luz del sol y la temperatura es agradable. Parsimoniosamente, les ofrece agua, fruta y un pedazo de pan. Tistrya da un trago, pide a los soldados que les dejen solos y suplica al hombre que tiene delante.

—¿Son monjes de vuestra comunidad los que han muerto?

—Uno de ellos era el hermano Urthul. Era tan joven como vos. Ha sido una pérdida que nos ha conmocionado a todos. Hacía tan sólo…

Pero Tistrya le interrumpe con brusquedad.

—¡El otro! ¿Quién era el otro? —pregunta con los ojos muy abiertos, las manos apoyadas en la mesa y el cuerpo abalanzándose hacia su interlocutor.

—El otro era un pobre hombre de edad avanzada. Le llamábamos Zeraf. Nadie sabía su verdadero nombre, quizás ni él mismo. Hacía muchos años que mendigaba por Zerafshan y así lo conocían en la ciudad. Un día llegó hasta el monasterio y se quedó con nosotros; nos era de mucha ayuda; fue un accidente. Arreglaban el techo y se les cayó encima. ¡Dios los tenga en su gloria!

—Pero ¿no sabíais nada más? ¿Hablaba persa? ¿Podría tratarse de un mercader? Tratad de recordar si alguna vez os habló de un hijo, de una mujer que…

Las palabras de Tistrya se diluyen lentamente al tiempo que los ojos se le llenan de lágrimas. El viejo monje entiende su tormento, le pone las manos sobre la espalda y le pide que se siente, mientras él también lo hace.

—El pobre Zeraf no es quien vos buscáis; podéis estar tranquilo, hermano. Si no me equivoco sois discípulo de nuestro querido Rashnaw. ¿Verdad?

—¿Conocéis a mi maestro? —pregunta el joven monje, levantando las cejas y cada vez más asombrado.

—Realmente, esperábamos vuestra llegada. Hace tiempo que un hermano venido de la Academia de Gundishapur nos la anunció. Vos sois…

—Perdonad, ni siquiera me he presentado. Tistrya, me llaman Tistrya.

—Sí, ahora que la luz os ilumina el rostro, diría que, en cierto modo, alguna de vuestras facciones recuerdan las de vuestro padre. O mejor dicho, las recordaban.

—Por favor, no me tengáis sobre ascuas. ¿A qué os referís al decir que las recordaban? ¿Es que también ha muerto?

—No, querido Tistrya. Vuestro padre está vivo, podéis encontrarle a menos de una hora de camino; si vais a caballo, llegaréis en muy poco tiempo.

—¿Está vivo? ¡Está vivo! —repite el muchacho, levantándose de un salto del banco donde descansaba, y añade—: ¡Decidme dónde está, os lo suplico!

Tistrya es un saco de nervios. El superior de Penjikent intenta tranquilizarle y relata con prudencia una vieja historia. Ante el asombro del forastero, que no quiere perderse ningún detalle, le cuenta que una caravana recogió a su padre del desierto. Más tarde, le dejó en el monasterio, pero su voluntad siempre fue partir. Ésa era su gran obsesión. Endulzando la voz, para causar el menor daño posible, el viejo monje le explica todavía que su padre se pasaba las noches llorando, porque no sabía hacia dónde dirigirse. También cómo, durante los primeros días, se levantaba antes de salir el sol y gritaba algo así como Asthad.

Ante esa expresión, Tistrya no puede reprimir las lágrimas. El monje intenta consolarlo y añade que, como supieron más tarde, en persa dicha palabra significa «justicia».

—¡Asthad! También era el nombre de mi madre —murmura el joven entre sollozos.

Los dos monjes permanecen un tiempo en silencio. El padre prior intenta advertirle de la situación en la que se encuentra.

—Él es feliz a su manera. No hace daño a nadie y nosotros le cuidamos. Al llegar el invierno, regresa al convento y se queda aquí hasta que la nieve desaparece. Es como si fuera su casa, todos le respetamos. Ten paciencia cuando le encuentres, hijo, es muy probable que ni siquiera te reconozca.

Tistrya se despide del viejo monje profundamente trastornado. Nadie podrá detenerle, no dejará a su padre en una cueva como un animal salvaje, irá a buscarle y lo llevará con él. Ésa es su misión. Su viaje de ida ya ha finalizado; ahora tendrá que pensar en regresar a casa, allí se recuperará. Debe decidir si va a pie o monta en su querido Explorador; le han advertido de las dificultades para acceder a la gruta donde vive.

—No te dejaré, amigo mío, quiero que me acompañes. Quizás puedas ayudarme a traerle de vuelta —dice Tistrya al caballo que durante tanto tiempo ha sido su compañero de confidencias.

Se marcha solo, se niega a que los soldados vayan con él. A lo lejos ve cómo unos hombres siegan los campos; no hay ninguna sombra sobre la tierra y el sol vertical quema con fuerza. Tistrya se cubre la cabeza y musita una oración a medida que se aproxima al lugar indicado.

Cerca de la cueva, ata el caballo bajo un árbol y sigue a pie. Al llegar no llama a su padre por el nombre de pila. Le grita desde su corazón: ¡Padre! Primero lo intenta con una voz templada, luego con un aullido que parece venir de muy lejos. Como si durante mucho tiempo lo tuviera en sus entrañas y ahora lo vomitara, siente cómo la gruta amplifica su grito. Pero nadie se apiada de él. De vez en cuando, un pájaro se mueve entre las ramas o una serpiente cruza la tierra baldía del pedregal, obligando al monje a girarse repentinamente.

—¿Dónde estáis, padre? Soy Tistrya, vuestro hijo, ¿recordáis? He venido a buscaros. No tenéis nada que temer, yo cuidaré de vos. ¿Me oís, padre?

Algo se mueve a su espalda y él lo interpreta como unas pisadas. Tistrya se gira y nota cómo unos ojos se le clavan encima. El hombre lo mira unos segundos y le ofrece la mano con una sonrisa inocente en su rostro. Es una sonrisa sin dientes que casi le intimida.

—¿Padre? Soy Tistrya, vuestro hijo —dice el muchacho, inmóvil en la penumbra—. Es normal que no me reconozcáis, ¡ha pasado tanto tiempo! —Pero el hombre sigue ofreciéndole la mano, con la palma a la vista y la misma expresión en la cara. El muchacho intenta devolverle la sonrisa y añade—: Lo siento, no tengo nada. Quizás me confundís con uno de los monjes que traen la comida. Es natural, ¡llevamos los mismos hábitos! Pero yo… yo vengo a buscaros, padre. Os llevaré a casa. ¿Me entendéis?

El joven monje se esfuerza en hallar algún indicio que confirme la identidad de aquel hombre. Los cabellos le cubren la cara; su barba gris, enredada, le cae sobre el pecho. Como única vestimenta lleva unos calzones atados al vientre; de ellos cuelgan sus piernas delgadas. La piel, quemada, es de un color más oscuro que el barro, la suciedad se le adhiere a ronchas. Desea cogerle la mano, que todavía muestra tendida. Le gustaría acortar la breve distancia que les separa y abrazarle, pero algo se lo impide.

Ninguno de los dos reconoce al otro. El hombre se dispone a enseñarle su morada; lo hace con gesto de niño, tomando de la mano a Tistrya. Un escalofrío recorre el cuerpo del joven monje con el contacto de aquellos dedos huesudos. Mira a su alrededor.

Observa un lecho al fondo y unas márfegas cuidadosamente dobladas. Muy cerca hay una pared baja que alguien ha levantado para proteger la singular habitación. Un par de calderos cuelgan del muro; a ras de suelo todo está preparado para encender el fuego.

El hombre se planta ante el visitante como si esperase recibir algún elogio, poco después corretea por la sala dibujando círculos concéntricos y ríe, ríe a carcajadas.

—Tenéis razón, vuestra casa es increíble, pero ahora me debéis una visita a la mía. ¿Querréis venir conmigo? ¡Os gustará, estoy seguro! —acierta a decir Tistrya.

Como única respuesta, el hombre repite con torpeza algunas de las palabras que pronuncia el joven. Pero parece hacerlo al azar, sin orden, sin otorgarles ningún significado.

El joven monje intenta explicarle de dónde viene. Le habla de las penurias del viaje hasta llegar allí, del caballo que les espera, de la caravana en la que viaja, también de Rashnaw. El hombre atiende con las piernas cruzadas y la cabeza entre las manos, igual que un niño al escuchar un cuento. No formula preguntas, sólo parpadea de vez en cuando con la misma sonrisa en los labios. Tistrya coge aire, se acerca y, en voz baja, como si alguien les pudiera oír, le dice:

—Asthad. ¿Recordáis? Asthad era el nombre de mamá.

El viejo mueve los labios. Intenta imitarle, pero su voz es incapaz de emitir ningún sonido. Repite la operación sin conseguir un resultado satisfactorio.

—Asth… Asth… —acierta a murmurar después de ahogar un gemido.

—Asthad, padre, ¡Asthad! —repite Tistrya, masticando cada palabra, como si así pudiera ayudarlo.

El hombre se incorpora y coge al joven de los brazos; parece conectar de pronto con la realidad. Por un instante se encuentran repitiendo aquel nombre al unísono.

Una sola vez, tan sólo una. Después el hombre vuelve a acurrucarse y, ausente, muestra de nuevo la sonrisa benévola que acompaña su balanceo.

El joven monje ha decidido pasar allí la noche. Sale de la cueva para dar de comer a Explorador y buscarle acomodo. Al cabo de un rato, vuelve a donde se encuentra el hombre y le observa moverse ligero. Es hábil llevando a cabo sus pequeñas rutinas. Muy pronto comparten la cena que él ha preparado con presteza. Antes de irse a dormir le ve arrodillarse y rezar, después abre una pequeña bolsa de cuero y saca alguna cosa de su interior. Le da un beso y la vuelve a guardar, como si de un tesoro se tratara.

Tistrya se asegura de que el viejo duerme y se acerca al lugar donde ha guardado la bolsa. La abre y, con delicadeza, vacía su interior. Ante sus ojos aparece un colgante, pero es imposible reconocer la imagen gastada por el paso del tiempo. Sin embargo, en el reverso hay una inscripción: una fecha de nacimiento que el joven monje reconoce. Con manos temblorosas devuelve el objeto a su sitio. Se aproxima sin hacer ruido y le aparta los cabellos de la cara. Después le besa en la frente mientras le susurra:

—Buenas noches, padre.