Capítulo 2

Palacio de Justiniano, Constantinopla

Abril, 548

No podemos engañarnos; los médicos han dicho que me queda poco tiempo. Me muero —dijo Teodora, quien, sin la corona y con los cabellos sueltos enmarcando la blancura del rostro sobre el cojín, parecía haber perdido buena parte de su fortaleza.

—Vos no os rendiréis, Teodora. Os conozco. He mandado llamar a un médico persa, famoso por su sabiduría. Dicen que ha curado enfermedades que otros muchos doctores daban por mortales. Sólo hay un detalle que no será de vuestro agrado. Es un seguidor de Nestorio… —respondió el emperador.

Justiniano iba de un lado a otro del aposento. De vez en cuando, con la mano que dejaba libre su lujosa túnica, disponía los cojines del triclinio donde ella se debatía.

El general Belisario esperaba de pie, visiblemente desmejorado; sus ojos azules hundidos mostraban la indignación por el tratamiento recibido. Había pasado más de un año desde su demanda de nuevos hombres que pudieran aumentar la escasa guarnición que quedaba en Roma, donde estaba sufriendo un asedio largo y trágico. Cuando llegaron las dotaciones que reforzarían la antigua capital, el eunuco Narsés iba al frente, como general del ejército bizantino y persona de confianza del emperador. Belisario, que no entendió absolutamente nada de aquella estrategia, había enviado una misiva a Constantinopla pidiendo explicaciones a Justiniano.

—¿Cuál es exactamente la función de Narsés? —le preguntó.

Para entonces ya había entendido que el emperador sospechaba de una posible conspiración. Sabía que su lealtad estaba en entredicho y que Justiniano, que tanto había celebrado sus victorias, se mostraba receloso de su capacidad estratégica y de la estima que todo el imperio le proclamaba. Algunos ya le habían insinuado que el general, envanecido por el éxito, era capaz de postularse al trono.

No podía dejar que aquella ignominia tomara cuerpo. Necesitaba regresar a Constantinopla, declarar su fidelidad al emperador e intentar recuperar el gobierno de sus hombres. Lo que no tenía previsto era encontrar a Justiniano destrozado, incapaz de detener la agonía de la persona que más amaba. Al conocer la enfermedad de la emperatriz, entendió que su misión era casi imposible.

La ciudad no entendía aquel silencio de sus dirigentes. Se mantenía expectante ante las noticias sobre la salud de Teodora, y también dolida por el cierre del hipódromo, huérfana de los perfumes que las cortesanas desperdigaban en su ir y venir, desposeída de los colores que a diario se mezclaban en los bailes.

Mientras, en palacio, se vivía a media voz. Todo el mundo se esforzaba para no molestar a la orgullosa emperatriz. Ella no se abandonaba a su destino y todavía le quedaban fuerzas para responder visiblemente alterada…

—¿Nestoriano? ¡Qué más me da que sea nestoriano…! —exclamó, reflexionando sobre cómo había provocado la expulsión de la corte de los seguidores de Nestorio varios años atrás—. Si es capaz de curarme, ¿a qué esperáis? ¡Hacedlo pasar!

—Está de camino, querida. Los mensajeros han traído noticias de su paso por Esmirna.

—No llegará a tiempo, de la misma forma que vos tampoco habéis sido capaz de conseguir el secreto de la seda, tal y como me prometisteis —añadió la emperatriz, mientras un gesto de dolor la obligaba a apretar los dientes y aferrarse al vestido que la cubría.

—Vos sabéis que nunca he renunciado a esa empresa. Conocéis todas las expediciones que han partido con el objetivo de poner el secreto en vuestras manos —dijo Justiniano, pensando asimismo en otros deseos de su esposa; por primera vez se había dictado una ley que protegía a las mujeres, al mismo tiempo que la reconstrucción de la iglesia de Hagia Sofía se convertía en una realidad.

—¿Os referís al ridículo príncipe abisinio con el cual habéis querido controlar el comercio de la seda asiática? ¿De eso habla vuestra majestad cuando menciona su gran hazaña?

—Si me permitís —intervino Belisario—. Quizá deberíamos organizar una expedición; dispongo de los hombres adecuados y han demostrado suficientemente su capacidad en múltiples empresas.

—Vos, Belisario, pensáis en guerras y en el honor de las grandes batallas. No siempre las victorias pasan por las armas. Miradme; en mí tenéis la prueba. Hace falta convocar la astucia, provocar el ingenio y usar la inteligencia.

—Ya sabéis, Teodora, que el general ha demostrado ser un gran estratega. Necesitaremos muchos soldados si queremos traer hasta Bizancio los árboles de la seda —dijo Justiniano, defendiendo a regañadientes al hombre que tanto había contribuido a la reunificación del imperio, mientras Belisario se mostraba cada vez más inquieto.

—Todos los intentos que habéis hecho han sido un fracaso. La China no está a las puertas del Mediterráneo —exclamó Teodora, incorporándose y apoyando una mano sobre el reposacabezas de bronce, y protegiendo con la otra el pecho en el que se había instalado el mal. Todavía, con un tono más íntimo, como si ninguno de sus interlocutores merecieran la confidencia, añadió—: Ni quizás la seda crece en los árboles…

—No pretendía contradecir a la emperatriz —dijo Belisario, intentando imponerse sin provocar más tensión de la necesaria—. Me consta que conocéis las palabras de Plinio en su Historia natural, donde explica que la seda se extrae de la pelusa blanca de determinados árboles. No podemos ir en contra de nuestros clásicos… Sería como creer…

—¿Que una prostituta no puede llegar a ser emperatriz de Bizancio?

Al pronunciar estas palabras, los ojos de Teodora llamearon. Su voz altiva llegó a todos los rincones del aposento. Con aire aristocrático se apartó los cabellos caídos sobre el rostro. Y presa de una dignidad rescatada del dolor desafió al general.

—Belisario no ha querido decir nada parecido, querida. Seguro que encontraremos la manera… —se apresuró Justiniano, salvando la incomodidad de la situación; a Teodora le gustaba recordar aquella vieja historia.

Lejos de avergonzarse, la emperatriz se tomaba su pasado como un motivo de superación. La mujer que reinaba con mano firme sobre Bizancio, de quien Justiniano admiraba su competencia, nunca habría sido posible sin aquella bajada a los infiernos del hambre, sin la humillación y la degradación. Tampoco sin la risa frenética del circo, su cuerpo insinuado entre plumas y el latido de saberse la más deseada.

—¡Escuchadme los dos! Esta vez seré yo quien diga cómo conseguir el secreto de la seda —dijo Teodora en un estallido de lucidez y determinación—. Ya sabéis que mis días están contados y ésta es mi última voluntad. Los nestorianos posiblemente no llegarán a tiempo para salvar mi vida, pero serían hábiles en la misión que os propondré. —Los dos hombres escuchaban a Teodora sin atreverse a interrumpir su discurso—. Mi plan tiene más en cuenta las ventajas de la astucia y la felonía que las de una acción bélica. Hace años que los herejes nestorianos han instalado sus monasterios en la Ruta de Oriente. Incluso dicen que muchos de ellos disfrutan del favor de los emperadores chinos.

—¿Acaso proponéis que sean ellos los que lleven a cabo esta misión? —preguntó Justiniano, visiblemente extrañado.

—¿Cómo podemos poner en manos de unos monjes un objetivo tan elevado? —exclamó Belisario.

—Es mi última voluntad —insistió Teodora—, y estoy segura de que encontraréis la manera de complacerme.

Mientras Justiniano pensaba en la propuesta de la emperatriz, ella se dejó llevar por el cansancio. Se había esforzado en gran manera para defender su deseo. Cerró los párpados mientras sus brazos seguían el movimiento de los ojos hasta reposar sobre su vientre. Apoyó de nuevo la cabeza sobre el cojín inmaculado. Sus pupilas, empapadas por el rojo de la túnica de Justiniano, se mostraban ausentes. Belisario salió de la estancia, en silencio.