Capítulo 14

Caravasar de Kashgar

Octubre, 551

Cuando se aproxima el atardecer, el caravasar hierve de gente. Van de acá para allá con los productos adquiridos en el mercado. Los viajeros que deben partir al día siguiente disponen las cargas, preparan los animales y buscan aliados para el camino. El otoño parece que será más riguroso que en años anteriores y buena parte de los hombres reflejan en sus miradas la preocupación que vienen arrastrando.

La comida y la bebida propician que tras la cena se caldee el ambiente con historias diversas; todas ellas giran alrededor de la etapa más temida. Los viajeros de Bizancio se reparten entre los grupos, se contagian de sus obsesiones al mismo tiempo que explican las propias. Cuando agotan el tema del temible desierto, comentan el precio a pagar por tal o cual artículo o su reacción ante alimentos desconocidos.

Desde los establos, un repique metálico acompaña el canto de un viejo laúd que anima la tarde. Los cuellos de los camellos parecen seguir el ritmo mientras las pequeñas campanas suenan alegres. Se diría que intuyen su partida inmediata. Tal vez han inventado un lenguaje propio, un código secreto más allá de los gruñidos habituales, graves y lastimeros.

Antes de acostarse, los componentes de la caravana van a ver a los animales. Úrian se fija en un mercader que acomoda la carga de lana. Por sus rasgos sospecha que es un compatriota, y no se equivoca.

—Es una lana increíble, ¿la habéis comprado en Kashgar? —pregunta Úrian, comprobando que realmente es resistente y de buena calidad.

—Tienes razón, muchacho, es de la mejor. Pero yo sólo vengo a venderla. La he trasquilado de mis propias ovejas y, créeme, las he escogido una por una —responde el mercader, como si se dirigiera a un posible comprador.

El muchacho todavía se queda un rato observando los movimientos del hombre.

—¿Queréis que os ayude? Estoy acostumbrado a tratar la lana, mi padre es tejedor, el más famoso de Corinto, y yo trabajo con él, conozco muy bien el oficio —dice Úrian con orgullo.

—¡Así que eres tejedor! Entonces me siento doblemente halagado.

—Pero ¿desde dónde la traéis? —pregunta el muchacho, lleno de curiosidad.

—Desde muy lejos, de las montañas Kumlum.

—Pero, entonces… ¡habéis venido a través del desierto del Taklamakán! —exclama Úrian.

—Sí, no hay otra forma. Pero no es la primera vez que me enfrento a sus peligros.

Úrian tiene muchas ganas de saber más cosas del viaje, mil preguntas que hacerle, pero el hombre parece tener prisa en finalizar su trabajo. El muchacho observa unos agujeros en las balas de lana que el mercader intenta disimular. Al cabo de un rato, ante la insistencia de Úrian, el mercader le confiesa, pidiéndole antes mucha discreción, su procedimiento. Entre aquellas aperturas se filtra la arena del desierto y, de esta forma, aumenta de peso la mercancía.

—Pero eso es muy peligroso… ¿y si lo descubren? —pregunta el joven tejedor, mirando a diestro y siniestro para asegurarse de que nadie sea testigo de aquello que acaba de escuchar.

—Tienes razón, un comprador experto se daría cuenta enseguida, exigiría ver él mismo la lana, olería e incluso amasar un puñado. Si realmente sabe lo que se trae entre manos, sería capaz de reconocer a qué tipo de ovejas pertenece, si han apacentado en los valles, en las montañas o en las estepas, y, siendo muy riguroso, si los pastos estaban orientados al norte o al sur. Ciertamente, hace falta ser muy cauto y saber con quién negocias.

—Entonces…

—El éxito radica en ofrecer una bala cerrada, sin agujeros, para que la examinen. Todo tiene sus riesgos, muchacho. La vida es difícil, ya te irás dando cuenta.

Mientras Úrian se aleja del tramposo mercader, con el afán de explicárselo todo a su amigo Fiblas, los otros viajeros también se retiran a descansar. Lysippos hace todo lo posible para quedar rezagado y, cuando se encuentra solo, llama a Najaah que apenas acaba de salir. Después la mira de arriba abajo.

—Tú y yo tenemos una conversación pendiente. Sabes a qué me refiero, ¿verdad que sí? —dice, adoptando un tono de voz que pone a Najaah a la defensiva.

La mujer intuye que algo no marcha bien. No ha entendido todas las palabras del soldado, pero adivina sus intenciones. Da dos pasos hacia atrás y niega con la cabeza en actitud de súplica.

—Tranquila, Najaah. No debes tener miedo de nada, estás conmigo y no quiero hacerte ningún mal. Relájate, ya verás cómo también a ti te gustará —murmura Lysippos, invitándola a aproximarse con un gesto.

Pero la mujer permanece inmóvil, su cuerpo se tensa, el pulso se le acelera. Le cuesta creer lo que está sucediendo. La pesadilla se repite de nuevo. El soldado se aproxima, le mira los pechos, se humedece los labios. Ella le observa jadear y, cuando la distancia se hace más corta, le escupe en la cara y pronuncia una palabra gutural que Lysippos no conoce.

Najaah intenta correr hacia la puerta, pero el soldado le da caza antes de que consiga dar un solo paso. Entonces la sujeta del cabello y ella siente en la mejilla un contacto áspero. Es una barba sin rasurar que le irrita la piel. Mientras, al oído, como si disfrutara de su presa, Lysippos murmura:

—¡Quieta, fiera! Si tienes ganas de jugar, jugaremos. He domado potros más bravos que tú. Si quisiera una fulana, iría al burdel, pero no me satisfacen, tú eres una pura raza y estoy caliente —dice, sujetándola con fuerza por las nalgas y restregándole su miembro, erecto bajo la capa—. ¿Notas cómo crece? Es todo para ti.

Najaah se subleva, intenta gritar, pero Lysippos le tapa la boca.

—Te hablaré despacio para que me entiendas. ¡No me muerdas, estúpida! Te saltarían los dientes antes de que yo notara el dolor. Los dos sabemos que te han reconocido. Me sería muy fácil entregarte a los árabes que te buscan e incluso repartirme con ellos la recompensa. Pero a mí el oro no me interesa, tendré suficiente cuando finalice esta misión. Ahora, tú eres mi trofeo.

Mientras le confiesa su propósito, la mujer suda por el esfuerzo realizado, por la impotencia y la rabia de sentirse sometida. El soldado la mira complacido y, después de tenerla tendida en el suelo, la aprisiona con la parte interior de sus muslos. Con la mano que le queda libre, le aparta la ondulada y negra cabellera del rostro mientras remarca su perfil con el índice.

—Pareces una pantera, ¡no sabes cuánto me gustas! Los gritos ahogados de la mujer se desperdigan por los establos. Se amortecen entre el forraje de los animales, se suman al tintineo de las campanas que bailan suspendidas en los cuellos de los camellos. Es una sinfonía macabra de instintos superpuestos, notas desafinadas engullidas en la concavidad de la noche.

Pero se puede escuchar otro murmullo en torno a la puerta. Úrian viene acompañado de su amigo para curiosear en las trampas del mercader, le ha contado sobre los agujeros en las balas de paja, la travesía por el desierto del insólito personaje. Los muchachos se adentran en los establos. Rápidamente son alertados por los gemidos de la mujer y el ajetreo de la lucha que tiene lugar en el mismo escenario. Al acercarse, Lysippos les manda salir, alegando que el asunto no es de su incumbencia, pero Najaah profiere un grito ensordecedor al que no pueden permanecer indiferentes. Mientras Úrian, movido por su instinto, se acerca atónito a socorrerla, Fiblas grita el nombre del tejedor por todo el caravasar.

Xenos, alertado por los hechos, emprende una carrera frenética hasta los establos. No hay ningún enfrentamiento entre él y el soldado. De un empujón y sin previo aviso, le deja fuera de combate sobre los haces de leña. Nunca hasta entonces Úrian había visto desplegar tanto coraje a su padre.

Najaah tiembla en los brazos del tejedor y siente su fortaleza. Todavía mira con desconfianza hacia Lysippos, que sigue conmocionado. Xenos, con los ojos cerrados, la aprieta contra su pecho. Mientras, va repitiendo su nombre una y otra vez, con una dulzura acabada de estrenar, como una canción, como una promesa.

La figura de Najaah reencarna todas las mujeres que él ha amado.