Capítulo 1
Wuhan
Marzo, 552
Se levanta. Más que andar, se desliza sobre el suelo. Se arrodilla y se lava la cara en un recipiente de cobre. Después se arregla los cabellos ante un espejo deformado por el mercurio y se pone una capa verde con piedras incrustadas que le llega hasta los pies. La figura se mueve con la elegancia del junco que se mece sobre las aguas de un riachuelo, respira con la ligereza de una libélula. Al finalizar, se acerca con pasos cortos a la ventana y, como cada día desde hace muchos años, se queda allí durante largo rato.
En el aposento que la acoge hay una cama de madera, una mesa, una sola silla, múltiples armarios y estantes con objetos que sólo se pueden reconocer tras una observación atenta. Inmóvil, con la mirada fija, se diría que espera el paso de las carretas, los proveedores de fruta que llegan del campo y trasladan sus fardos hasta el mercado. Pero es una conjetura imposible.
A veces abre bien los ojos, intenta penetrar con más fuerza en la escena exterior, con las agujas de jade blanco que dan forma a sus cabellos roza la luz que atraviesa la celosía.
La muchacha es muy joven y se esfuerza para ver más allá de las flores que habitan el espacio central de la casa. Es un patio rectangular, común a las cuatro pequeñas edificaciones que lo rodean. En este espacio hay un estanque donde nadan nenúfares y peces de colores; también hay un cerezo que empieza tímidamente a brotar. Todos ellos, con la ayuda de insectos y cucos, le van marcando las estaciones. A veces, entre tallos y capullos, entre piedras que forman arquitecturas imaginarias, saca la cabeza su tortuga, muda confidente de noches en vela. Este lugar, abierto al cielo del día y de la noche, es su único contacto con el mundo exterior.
Yù mira con frecuencia a través de la celosía de madera, un complejo laberinto que recorta su escenario. Desde su observatorio, escucha las voces de los criados del palacio que rodean la casa camino del almacén. Hace siete años que su padre la aisló en estos aposentos y ha desarrollado un sexto sentido que le ayuda a saber la procedencia de los ruidos, de las voces, de los olores, siempre bajo la referencia antigua de sus ojos de niña. Le parece que únicamente en otra vida le fue dada la libertad de ir y venir.
Otros ojos también observan el jardín desde el aposento contiguo, pero están pendientes nada más que de la sombra que delata la presencia de la muchacha. Esos ojos se esconden detrás de una ventana desnuda. Es Zhao Shigei, su dama de compañía, quien retuerce un pañuelo y deposita en el gesto parte de la rabia que soporta. No es vieja, pero su postura hace que lo parezca. Lleva los cabellos recogidos en la nuca y tiene la boca huérfana de lengua. Una amputación salvaje que mantiene su pecado en silencio.
Yù quiere elevarse más allá de las paredes que la enjaulan, formar parte de la realidad que recrea cuando cierra los ojos. Entonces libera recuerdos pasados que mezcla con sueños. Se concentra en dibujar rostros a las voces del otro lado de los muros, a construir situaciones que expliquen las escenas imaginadas. Su único contacto con el mundo son una dama de compañía y un preceptor; ellos cuidan de la muchacha prisionera.
A veces se pasa horas mirando a través de los listones de la ventana, sus formas se emborronan y esconden las posibles salidas de luz. Ha aprendido a considerar esta sensación como el símbolo de su cautiverio.
La magnificencia del recinto que alberga el palacio del emperador sorprende a los viajeros. Desde su entrada a la China marchan por caminos secundarios, atravesando aldeas y lugares marcados por la pobreza extrema de sus habitantes. Adentrarse en el palacio imperial es hacerlo en lugar sagrado, y ellos lo saben muy bien. El emperador es quien representa la divinidad en la tierra. Tistrya recuerda aquello que Confucio dijo de los emperadores: «El soberano que gobierna guiado por la virtud es como la estrella polar. Permanece inmóvil en su puesto, mientras todo gira a su alrededor». A él le corresponde mantener las buenas relaciones entre las fuerzas del cielo y los seres humanos de la tierra.
«¿Será éste un buen emperador?», se pregunta el joven monje.
Mientras tanto, Úrian sigue de cerca las huellas de Xenos y Rashnaw; los tres han sido elegidos a dedo por el emisario imperial para asistir a la recepción. Lysippos espera noticias en compañía de sus hombres, molesto por el desprecio que supone su exclusión. Lamenta no tener la oportunidad de defender el lugar que le corresponde, pero sólo triunfarán si toman todas las precauciones posibles.
También Tistrya, cada vez más nervioso por la duración del viaje, pasea su impaciencia por la sala donde les han recluido. Rashnaw le ha explicado los motivos para bajar tan al sur de la China. Han pasado meses evitando las rutas principales, luchando contra las dificultades del camino. Pero la comunidad nestoriana de Wuhan lo recomendó así y confían en que el emperador sea receptivo a sus demandas. No obstante, intuye que la misión sólo podrá llevarse a cabo con engaños, y eso le intranquiliza.
El grupo, flanqueado en todo momento por los hombres del príncipe de Yuzhang, es conducido sin contemplaciones al interior del edificio más alto del recinto. Los guardianes les amenazan sin palabras. No parece que la visita de los extranjeros les entusiasme, más bien al contrario.
—¿Serán ciertas las noticias sobre la inestabilidad política que hemos oído durante el viaje? —pregunta Xenos, quien procura no apartarse demasiado del estrecho pasillo que dejan los soldados.
—Sin duda —responde Rashnaw—. El emisario del emperador no parece complacido con nuestra presencia, pero tampoco debe de ser muy habitual que los mercaderes lleguen tan al sur.
—¿Y si nuestra propuesta no les interesa? ¿Cómo podremos convencerles de que lo único que queremos es comerciar?
—Es muy probable que se trate de una empresa difícil, tejedor, pero confiemos en que nos escuchen. Por supuesto, hay que contemplar la posibilidad del fracaso.
—¡De ninguna forma! Nunca aceptaré volver a Constantinopla sin el secreto de la seda. Justiniano no nos lo perdonaría —dice Xenos, mirándole a los ojos. Después, con voz más apagada y abandonando su altivez, añade—: Además, ya hemos pagado un precio muy alto para echarnos atrás ahora.
—Pues agudizad el ingenio, amigo mío. El emperador nos espera.
Úrian se mantiene al margen de la conversación entre el monje y su padre. Es cierto que han oído todo tipo de historias sobre la ambición desmesurada de la familia imperial. Se comenta que, desde la muerte del antiguo emperador Wu de Liang, las luchas entre sus hijos para hacerse con el poder han sido ensañadas. Finalmente, el trono ha recaído en el príncipe de Yuzhang, pero su hermano Yuandi no parece estar muy de acuerdo con esta decisión.
Los soldados cada vez se acercan más a los forasteros. Son hombres de aspecto poco amistoso. De cabello negro, rizado y recogido con un casquete oscuro, la barba y los bigotes completan un rostro de apariencia feroz. Llevan un hacha con mango de madera, tan alta como ellos. La hoja brilla sobre las cabezas de los recién llegados como una llamada a la obediencia. Bajo el sayo rojo, anudado a la cintura, lucen una coraza claveteada de materiales brillantes. En los pies, unas botas también rojas ribetean los límites de la gran alfombra que conduce al trono.
Los viajeros levantan prudentemente la mirada hacia el recinto que les rodea. Se preguntan si son de oro las olas, flores y guerreros representados; si son piedras de jade las que centellean en los ojos de las quimeras, colocadas estratégicamente para deslumbrar a los visitantes. El rojo de los cortinajes y estandartes, repartidos por doquier, tapiza las paredes con su refulgencia incendiaria.
Los mismos materiales adornan las ropas del príncipe de Yuzhang y su trono imperial orientado hacia el sur. Es el lugar del cual proviene el calor, el fuego; la dirección del sol, de la luz y del verano. Este hecho contribuye a su resplandor. Les espera sentado de manera displicente, como si la presencia de los extranjeros fuera un mal reparable. Rashnaw avanza unos pasos, se inclina hasta tocar el suelo con la frente y ensaya el discurso que tantas veces ha pensado durante el viaje. Le han advertido que no puede dirigirse al emperador; ése es un raro privilegio. Un emisario hará de traductor y portavoz.
—Os deseamos salud y una larga vida, señor de Wuhan y de todos los territorios que abarca el Imperio del Sur —dice el monje, pese a la risa contenida en el rostro del príncipe—. Soy Rashnaw, superior del convento nestoriano de Gundishapur; me acompaña Xenos, el tejedor más famoso de Bizancio, y su hijo Úrian. Hemos venido junto a otros mercaderes que aspiran a hacer negocios con el noble pueblo que regís y solicitan vuestra bendición. Es el mismo Justiniano, emperador de Bizancio, quien nos envía y os ofrece su amistad y respeto…
—Si queréis que transmita vuestras palabras al príncipe de Yuzhang, tendréis que ir más despacio —interrumpe el emisario—. De todas formas, no creo que le guste escuchar que venís de parte de un emperador. Él es el único que merece ese título.
—Si es así —le concede Rashnaw—, podéis decir que venimos en nombre de Justiniano, señor de Bizancio.
El emisario no atiende al viejo monje. Empieza una conversación con el emperador que a todos los recién llegados les parece intraducible, pero la actitud que mantiene el orgulloso soberano transmite indiferencia. De pronto, algo le hace sonreír con malicia. Sólo Rashnaw ha sido capaz de reconocer la palabra «nestorianos» en aquel discurso ajeno, la ha oído a lo largo del viaje y ha aprendido su significado. El monje se pone en alerta; no sabe qué pensar.
—El príncipe de Yuzhang os da la bienvenida, noble monje. Sois bienvenido gracias a vuestra condición religiosa y todos los que os acompañan tendrán sus raciones de comida, además de una cama donde descansar de tan largo trayecto, pero si queréis comerciar, se tendrá que pedir opinión al Consejo de Sabios.
—Mis compañeros y yo estamos muy agradecidos al emperador. ¿Será el Consejo, pues, quien nos ayudará?
—Sí —responde el emisario, que parece divertido—, pero habréis de ser pacientes. El Consejo está muy ocupado preparando la festividad de las barcas del dragón.
—¿Las barcas del dragón? ¿Y cuándo tiene lugar esa fiesta? —pregunta Úrian, arrepintiéndose enseguida por haber intervenido en la conversación.
—Se celebra de aquí a dos lunas. Es todo un espectáculo al cual estáis invitados —explica sin demasiado entusiasmo el emisario—. Mientras tanto, seréis los huéspedes del emperador.
—¡Pero es mucho tiempo! ¡No hemos venido hasta aquí para asistir a fiestas! —interviene Xenos, dando un paso al frente y ganándose el desagrado del príncipe—. Quizá si el emperador escuchara la propuesta que hemos venido a hacerle…
—El emperador no cambiará de opinión; tiene cosas más importantes que decidir. Yo, de vosotros, no insistiría. Además, no es una buena idea rechazar su invitación, muy probablemente se lo tomaría como una ofensa —asegura el emisario, empujándoles con decisión hacia la salida.
—Pues esperaremos —acierta a decir Rashnaw, obviando la mirada de Xenos—. Podéis decirle a vuestro señor que aceptamos gustosos su ofrecimiento.
Úrian duda de que el emisario escuche al monje. Los soldados han vuelto a acorralarles y son conducidos hacia la salida. Xenos le da la mano y le murmura unas palabras al oído…
—Ven, Úrian. No debemos levantar sospechas.
A pesar de los buenos deseos del príncipe de Yuzhang transmitidos a través de su emisario, los alojamientos que han dispuesto para los bizantinos al extremo norte del recinto imperial quedan muy lejos de sus necesidades más básicas. En los dos aposentos de la casa hay tan sólo un montón de paja con el cual improvisar los lechos para la noche. Y el suelo muestra una suciedad propia de las cuadras de animales y el mal olor es insoportable. Los dos pisos superiores están destinados a almacén de herramientas inservibles.
Como tampoco les han ofrecido un lugar para los caballos que adquirieron en Xi'an, deciden colocar las bestias en uno de los aposentos y reservar el otro para improvisar las márfegas. Usan las mantas que les han acompañado durante todo el viaje, pese a que muchas presentan grandes agujeros y están llenas de piojos. Xenos no puede mantener en silencio su indignación.
—¡Ni siquiera nos han ofrecido agua para poder lavarnos! ¡Vaya una idea de hospitalidad la de esos orientales! —grita en medio de la resignación de los otros—. ¡Menos mal que nos han recibido bien!
—Yo no me quejaría de nuestra suerte, tejedor —le responde Rashnaw—. ¡De otra forma, ya no perteneceríamos a este mundo!
—¿No habría sido más fácil acogernos a la hospitalidad de los monjes nestorianos? —recuerda Tistrya, quien no entiende por qué se quedan en el recinto imperial en esas condiciones.
—Tú no has vivido la hostilidad de los soldados —replica Úrian—, ni has sentido la mirada furiosa del emperador. Yo también proclamo que la suerte nos acompaña.
Rashnaw mira a Úrian con agradecimiento mientras reflexiona sobre el gran cambio que ha experimentado. Del muchacho que partió de Constantinopla, lleno de dudas y temores, ha surgido ese otro, fortalecido por los peligros del camino y con una templanza que ni siquiera la muerte de Fiblas ha podido vencer. A pesar de todo, le preocupa. Se le acerca procurando que los demás no se den cuenta y le cita para encontrarse con él más tarde, al salir la luna, cuando todos duerman.
El rostro de Úrian se llena de felicidad. ¿Qué querrá decirle el monje? ¿Quizás compartir alguna confidencia que afecta al grupo? Mucho antes que el astro nocturno dé señales de su luminosidad, abandona su lecho y espera en el exterior. Su presencia alarma a algunos de los guardias imperiales, pero, al ver que se trata del muchacho que fue conducido a presencia del emperador, le dejan que se acerque a los muros que delimitan el recinto.
Úrian ni siquiera les ha visto, concentrado como está en sus pensamientos…
«¡Cuánto te extraño, Fiblas! Hago de tripas corazón; es lo que se espera de mí, supongo. Hoy, camino del palacio, he visto a unos niños persiguiéndose por la calle. Tendrían once o doce años. ¡Me he acordado tanto de nuestros juegos entre las barcas del puerto de Corinto! Los he observado largamente, pero ellos ni siquiera se han dado cuenta. He envidiado su alegría, su inocencia. Me pregunto qué queda de aquel chaval que soñaba con ver mundo. ¡Parece que ha pasado toda una vida! Hay ratos en que tengo nostalgia de aquel tiempo donde la rutina de un día me llevaba a otro. Ahora todo es incierto.
»Todavía no puedo sentir tu ausencia como un hecho irreversible, Fiblas. Me duele cada vez que pienso en aquella última noche en el desierto, cuando no fui bastante fuerte como para oponerme a mi padre y salir a buscarte. Por instantes tengo la sensación de que te veré en cualquier esquina, que me mirarás y nos saludaremos como si no hubiera pasado nada…
»A veces tomo conciencia de la forma en que mi padre me observa. Sé que algo le ronda por la cabeza. Quiere hablar conmigo de aquella noche, pero los dos sabemos que la conversación no llevaría a ninguna parte. Mi padre ya no es el mismo, Fiblas. Está tan obsesionado con esta misión que nada parece ser capaz de detenerle. Najaah tampoco consigue iluminarle la mirada como al principio. Desde que llegamos a Wuhan un único pensamiento guía sus pasos: la seda, el secreto de la seda. Ése es su único objetivo y su lucha.
»Hoy mi corazón late a un ritmo desconocido, amigo mío. ¿A quién se lo puedo explicar, sino a ti? Te imagino abriendo los ojos, preparándote para la confidencia. Recuerdo que, al hacerlo, las pestañas se te arqueaban hasta rozar los párpados. Después añadías algún comentario sensato y no te separabas de mí, por muy descabellada que te pareciera mi propuesta. Sé que ahora harías lo mismo, Fiblas.
»Mi sueño tiene que ver con la historia de la muchacha encarcelada. Desde que la escuché, no me ha abandonado en ningún momento. Me sirve como el faro que guía los barcos perdidos en la costa. Es increíblemente real, pese al aire de misterio que la rodea. Durante estos últimos meses ha sido el refugio que ha hecho más soportable tu ausencia. No conozco las razones de su cautiverio y, en realidad, todo el mundo tiene su propia versión. Para algunos es una leyenda, otros aluden a su belleza como si se tratara de un hecho extraordinario, incluso peligroso. Hay quien comenta que posee poderes sobrenaturales, como un ángel o una bruja… A mí me atrae como un imán, y su magnetismo me da a menudo las fuerzas que necesito para enfrentarme al nuevo día.
»Sé que hoy la tengo más cerca que nunca. Es como si la presintiera. Desde la pequeña muralla de este cercado puedo ver las paredes del recinto donde la tienen cautiva. Las voces del camino decían que el lugar era inconfundible, y tenían razón. Las paredes de la casa están pintadas de blanco, el blanco que los chinos relacionan con la muerte.
»Pero yo sé que está viva. Veo a la pareja de soldados que hacen guardia permanente ante una puerta minúscula. La gente, en su trajinar diario, evita pasar demasiado cerca; da la sensación de que la casa alberga algún espíritu maligno, la bordean como si fuera la morada de un fantasma. También hay voces que la consideran una invención y dicen que la tumba encalada está vacía.
»Se equivocan. Tengo la sensación, la certeza, de que su existencia me complementa, que da un nuevo sentido a mi vida».
Úrian está tan ensimismado en sus pensamientos que no oye los pasos de Rashnaw acercándose. Ni siquiera percibe su presencia hasta que el monje le pone una mano en la espalda, como si fuera un lugar de descanso. Siente el calor de su amistad y no se gira, pero se lo agradece con una sonrisa.
Pasan mucho tiempo juntos, como si las palabras no importaran, hasta que la luna pierde su fuerza detrás de los tejados de Wuhan.