Capítulo 6
Wuhan
Mayo, 552
Los laberínticos jardines del recinto imperial han permitido a Úrian avanzar sin sorpresas. Pero al llegar ante la casa de paredes blancas, oculto tras unos setos, contempla una escena escalofriante. Un grupo de guardias arrastra el que parece a todas luces el cuerpo moribundo de una mujer. El muchacho siente las quejas apenas perceptibles y en un momento de lucidez contiene el deseo de salir en su ayuda. Un rastro de sangre indica que ha sido herida ante la puerta, pero intentan llevársela hacia algún lugar. Los hombres siguen gritándole como si la causa de su destino estuviera motivada por la realización de algún acto prohibido, pero a la mujer no le quedan fuerzas y su cuerpo inerte vence la voluntad de los soldados. Éstos, sin darle la más mínima importancia, deciden abandonarla.
Úrian observa cómo, lentamente, se voltea quedándose en posición fetal. El amasijo en el que se han convertido sus ropas le impide ver el rostro. Se abre paso entre los setos con intención de ayudarla, pero escucha un nuevo ruido a su derecha. Inmóvil, ve aparecer poco después a un hombre que se acerca a la mujer. Enseguida reconoce al personaje que, unas horas antes, les advirtió sobre el cariz que tomaba la situación. Fu Ming-Li se arrodilla frente a la desconocida y la toma entre sus brazos. El hijo del tejedor no puede resistir por más tiempo la espera y se le acerca.
—¿De dónde sales, muchacho? Os dije que era muy peligroso… —exclama el chino, mirando a su alrededor.
La mujer respira con dificultad, pero saca fuerzas para librarse del abrazo de Fu Ming-Li y se inclina hacia el suelo. Allí dibuja con su dedo índice unos caracteres incomprensibles para Úrian…
El hombre, que parece haber olvidado la presencia del joven, los contempla con angustia.
—Decidme que no se trata de la muchacha cautiva —ruega Úrian, dejando escapar parte del terror que siente.
—¿La muchacha cautiva? —responde el chino, visiblemente confundido—. ¡Supongo que te refieres a la pequeña Yù! No, no es ella…
Una duda cruza los ojos del hombre. Se levanta, indica a Úrian con la mirada que se quede a cargo de la mujer y desaparece en dirección al interior de la casa. Pero la moribunda ha usado su último aliento en la escritura de los signos. Úrian, al comprobar que su presencia allí es inútil, atraviesa el umbral en busca de Fu Ming-Li.
—¿Sois vos? —pregunta Yù con voz apenas perceptible.
—Sí, no sufráis. —¿Y Zhao?
—Mucho me temo que, al intentar huir, los soldados la han matado —explica el preceptor sin demasiada emoción tras cruzar unas palabras con Úrian.
—Le dije que no lo conseguiría… —La muchacha se sienta en la bancada del pequeño estanque y sumerge la mano en el agua hasta la muñeca.
—Antes de morir ha dejado escrito en la tierra un mensaje, quizás era para vos…
—¿Qué decía? —pregunta Yù, luchando contra su deseo de mirar fijamente a los dos hombres.
—Ha escrito «Perdón».
Yù se gira de nuevo hacia el agua. Adopta un ademán melancólico y el hijo del tejedor piensa que es como si la muchacha sintiera la tentación de zambullirse en ella para despertar de aquella pesadilla. Fu Ming-Li quiere saber más.
—Y vos, ¿os encontráis bien? ¿Os han hecho daño?
El chino siente que el corazón le late en la garganta. La muchacha no responde. Recelosa por la presencia que se esconde detrás de su preceptor, saca la mano del agua. Lentamente, se apacigua su danza trémula hasta que las imágenes se dibujan diáfanas en la superficie. El agua acoge sus contornos y una última flor de cerezo flota sin prisas. Por primera vez Úrian y Yù se reconocen.
Fu Ming-Li sigue hablando, pero ninguna de las dos figuras se mueve, como si tuvieran miedo de romper el encantamiento.
Úrian no comprende el idioma en que se comunican, pero de otra manera tampoco hubiera sido capaz de descifrar una sola palabra. La visión de la joven le mantiene atrapado. En medio del jardín, traga saliva y sigue en silencio.
El chino se acerca al muchacho y lo coge por el brazo.
—No es prudente que estés aquí, los soldados pueden regresar…
Pero nada de lo que diga el preceptor tiene más fuerza que la atracción de aquel espejismo.
—Supongo que ella es la persona por quien preguntabas, joven. Su nombre es Yù. Pero hazme caso, vuelve con los tuyos. Hablaremos más tarde, tu presencia nos pone en peligro. ¡Te lo ruego, vete!
Úrian permanece inmóvil, sorprendido de su propia mudez.
—Nunca he faltado a mi palabra; si realmente quieres ayudarla, debes confiar en mí —le incita el preceptor.
El muchacho da unos pasos atrás, sin girarse, después se pierde entre el revuelo que rodea la casa.
—¡Cierra la puerta!
Son las últimas palabras que escucha de Fu Ming-Li. Al cumplir la orden, el ruido de los batientes le produce angustia; es como un peso que le ahoga. Tuvo la misma sensación al apartarse de Fiblas, y mucho antes, cuando dejaron atrás a su madre en la lejana Corinto. Confuso, inicia el camino de regreso. La casa de paredes blancas se hace pequeña a medida que crece su desasosiego.
—¡Úrian! ¡Al fin!
Una voz conocida le devuelve a la realidad. Sin saber cómo siente los brazos de su padre abrazándolo. Najaah respira hondo y mira al cielo, como si diera las gracias por encontrarlo sano y salvo. Las preguntas sobre su huida se encadenan. Pero el muchacho sigue sin encontrar las palabras adecuadas, como si todas convergieran en una sola…
—¡Yù!
En definitiva, el derramamiento de sangre que ha tenido lugar en los aposentos de los viajeros sirve de bien poco. En el momento de conocer los hechos, Yuandi ha enviado el número de guardias suficiente para apresarlos. Ni Lysippos ni sus hombres se pueden enfrentar a un ejército y acaban de bruces en la misma sala donde les recibió el príncipe de Yuzhang.
Ahora la situación es distinta. Yuandi no parece dispuesto a establecer ninguna alianza con ellos ni, al parecer, a otorgarles privilegios que faciliten su estancia. No es difícil entender que les considera unos intrusos, que su presencia dentro del recinto imperial obstaculiza sus planes. El emisario toma la palabra después de una larga conversación con el nuevo emperador. Rashnaw no ha entendido prácticamente nada, pero tiene la sensación de que Yuandi usa el mismo portavoz porque no le queda más remedio, quizás porque es el único que sabe griego.
—El emperador dice que no sois bienvenidos, que no quiere presencias extranjeras en Wuhan. Ahora mismo debéis abandonar el recinto imperial.
—Pero su hermano prometió que nos ayudaría —exclama Xenos indignado.
—Ya os he dicho que la situación ha cambiado radicalmente. No conduciría a nada bueno rebelarse contra las disposiciones reales, consideraos afortunados. Tenéis mucha suerte.
—¿Suerte? ¿En qué consiste nuestra suerte? —pregunta Rashnaw casi con ironía.
—El emperador ya había dictado vuestra ejecución, pero algunos nobles le han hecho cambiar de idea. No sería bueno que en las rutas comerciales se hablara de su crueldad con los extranjeros.
—Sois valiente —dice el monje, sorprendido por la sinceridad de Fu Ming-Li.
—No tengo mucho que perder —responde mientras Rashnaw lee la resignación en su mirada—. Si no sigo sus órdenes seré ejecutado, pero soy un hombre que era leal al anterior príncipe y no espero que se respete mi vida, pase lo que pase.
—¿Y no habéis pensado en huir? —interviene Xenos, quien no se ha perdido ni una sola palabra de la conversación.
—No es posible huir de Wuhan. Más vale que os lo saquéis de la cabeza, si es que lo habéis pensado en algún momento.
El emisario detiene las confidencias al intuir que Yuandi empieza a desconfiar de la conversación que mantienen. Indica a los bizantinos que den unos pasos atrás, pero antes les da un último consejo.
—Podríais refugiaros en el convento nestoriano. El emperador quiere echarlos de la ciudad, pero algunos miembros de la familia real tienen en gran estima a los monjes por sus conocimientos de medicina.
Rashnaw le agradece el consejo e inmediatamente los guardias les acompañan fuera de la sala de audiencias. En el exterior les espera Úrian.
—Contadme. ¿Qué ha pasado en palacio?
—Debemos salir del recinto imperial. Las cosas se ponen difíciles para nosotros; el nuevo emperador no sólo es un tirano sin escrúpulos, sino también un asesino.
—Te espero a la hora de la rata, junto al sauce situado a los pies del puente de hierro —dice furtivamente Fu Ming-Li al joven tejedor, antes de desaparecer a buen paso.
Úrian no dispone de tiempo para pedir explicaciones. No sabe de qué hora se trata, tampoco ha visto nunca el puente de hierro, pero se las arreglará para no faltar. Cueste lo que cueste.
El día en el monasterio pasa más lento que de costumbre. Rashnaw le ha explicado que aquella hora con nombre de animal marca la medianoche, que el puente de hierro cruza el río y la zona puede ser peligrosa. Y cada vez más convencido de que el ser humano es responsable de su propio destino, añade:
—¡Que Dios te bendiga, Úrian!
Y mirándole amorosamente, no pregunta por sus motivos.
Xenos está nervioso, malhumorado. A quien quiere escucharle, le dice que las cosas van de mal en peor y reniega con cualquier excusa quejándose de su suerte. Mientras tanto, Tistrya pasa las horas muertas con Explorador. El caballo parece recuperarse poco a poco de su apatía, o quizás es el joven monje quien se cura en su compañía.
La luna creciente ilumina el camino del muchacho de Corinto. La única que ha advertido su partida es Najaah y sonríe con complicidad. Úrian siente que el sudor le humedece las manos. Su nerviosismo aumenta a medida que avanza y le hace respirar de manera acelerada. Camina por calles desiertas. Los habitantes de Wuhan se han encerrado en sus casas por miedo a la revuelta. Sólo unos guardias ebrios se mueven con torpeza alrededor de las tabernas.
Mientras baja en dirección al río, ve el sauce asomar por encima de los tejados; unos pasos más allá escucha el murmullo suave del agua.
—El puente no debe de estar lejos —piensa Úrian, y estira el cuello en busca de algún indicio.
No se equivoca. Sus ojos admiran un puente colgante que brilla bajo la luz de la luna. Úrian nunca ha visto nada igual.
—¡Si Fiblas pudiera contemplarlo! —exclama al darse cuenta de que está fabricado con cadenas, como aquellas que montaba el amigo desaparecido en la herrería de su padre.
Ese pensamiento le entristece y, por unos instantes, la visión del paisaje se enturbia. La silueta del chino al borde del sauce, recortado en la noche, le da ánimos para continuar.
—No tenemos tiempo que perder, muchacho. Sígueme y no digas nada, pase lo que pase. ¿Te queda claro? —advierte Fu Ming-Li, echándole sobre los hombros una capa de seda y pidiéndole que se cubra la cabeza con un sombrero propio de la nobleza china.
—No os preocupéis, haré lo que vos me digáis.
—Bien, pues para empezar no te separes de mí. ¿Estamos de acuerdo? —El preceptor mira a Úrian con ademán serio, como si para seguir avanzando necesitara una seguridad plena sobre el pacto que han establecido.
—¡Estamos de acuerdo! —responde el muchacho ceremoniosamente.
A las puertas del recinto imperial, Fu Ming-Li cruza unas breves palabras con los guardias. Segundos después, ya sin obstáculos, los dos personajes entran en el lugar prohibido. Caminan en silencio, bordeando los jardines durante largo tiempo. El joven tejedor conoce el espacio por donde se mueven, sabe que la casa de las paredes blancas no está demasiado lejos. Cuando se enfrentan a una calle empinada, Úrian se detiene de inmediato.
—¿Qué te pasa? —pregunta el chino, mirando inquieto a su alrededor.
—Perdonad, pensaba que íbamos a…
—¿No has dicho que confiabas en mí? —pregunta el preceptor.
—Sí, claro. Lo siento, sólo me preguntaba si… —No te detengas o podemos tener problemas. ¿Me dijiste tu nombre?
—Úrian, señor. Me llaman Úrian.
—Pues camina, Úrian. Nos jugamos la piel.
Fu Ming-Li y el joven tejedor dejan a un lado la casa de Yù para adentrarse en otra de pilares rojos como las tejas que en dos niveles superpuestos configuran una edificación de madera con celosías verdes. Una vez en el interior, el chino coge una lámpara de bronce y la enciende. Tiene una forma muy original, a los ojos de Úrian; es la imagen de una vaca con los cuernos vacíos y curvados que unen el área de la llama con la base de la lámpara.
—¿Te gusta? —pregunta Fu Ming-Li, que advierte la curiosidad en sus ojos.
—Es extraña —responde Úrian, sin saber si es o no de su agrado.
—Mira, el humo va por el interior de los cuernos hasta la base, entonces se disuelve en el agua. Así no se ensucian los aposentos con la fumarada.
El joven tejedor asiente con la cabeza mientras avanza por un pasillo hasta llegar a la habitación del fondo. Entonces, bajo la luz tenue de la llama, el preceptor le pide que se siente y escuche atentamente.
—Sé que Rashnaw te ha confiado el secreto que envuelve a Yù. Yo nunca me habría atrevido a revelarlo si no estuviera muy preocupado por los últimos acontecimientos. Según mi parecer, la situación actual puede cambiar nuestras vidas.
—Creo entenderlo —dice Úrian.
—No, no tienes ni idea de la crueldad que puede albergar Yuandi. Piensa que ha sido capaz de matar a su propio hermano. Ahora tiene el imperio bajo sus pies, y nada ni nadie puede detenerle.
Úrian va abriendo los ojos a medida que Fu Ming-Li avanza en su exposición. Se resiste a creer el alcance de las palabras del chino.
—Pero ahora que su padre ha accedido al trono, Yù es princesa, ¡su lugar está en la corte imperial! —exclama el muchacho con voz firme.
—Querido Úrian, si no hubiera sido por su abuelo, que la protegió mientras fue emperador, Yù… —Fu Ming-Li baja la cabeza y no es capaz de acabar la frase.
—Hace un año que murió el sabio emperador Wu de Liang y Yù ya ha cumplido dieciséis. ¡No se ha llevado a cabo la promesa de liberarla! —dice el muchacho, visiblemente contrariado.
—No lo han hecho, es cierto. Al hermano de Yuandi le importaba poco el destino de Yù, tenía cosas más importantes en las que pensar. Ahora…
—¡Debemos explicárselo! ¡Yù debe saberlo! —interrumpe Úrian. Después en voz baja añade—: Me gustaría poder ayudarla.
—Quién sabe si vuestra presencia en Wuhan no estaba escrita en las estrellas.
Fu Ming-Li aparta un cortinaje que cubre la pared, ante él aparece una pequeña puerta.
—Entra, ella te espera.
—Pero… ¿vos no me acompañáis? —pregunta el muchacho con la boca abierta.
—No, Úrian. Yo he callado durante todo este tiempo. Esperaba que la liberaran. Pero, de alguna forma, también siento que he traicionado su confianza. No quise poner en peligro los privilegios que se me otorgaban… Ahora, quién sabe qué será de mí y de mi familia. Entra y explícale, confío en que sabrás cómo hacerlo. Puedo adivinar la nobleza de tus actos. Tienes algo que te hace distinto…
El chino abre la puerta e invita a Úrian a traspasarla.
—Pero ¿cómo nos entenderemos? ¡Yo no hablo vuestra lengua!
—Ella conoce el griego; de muy pequeña se lo enseñaron. ¿Recuerdas?
Úrian ata cabos con dificultad y penetra en un espacio que se le antoja sagrado. Fu Ming-Li abre los batientes de una celosía que corona la puerta.
Una brisa suave hace bailar las piezas del instrumento musical que días antes habían instalado. Alguna de ellas golpea las otras y libera un tintineo dulce. Es el primer sonido que escucha Úrian. El olor perfumado de incienso le invita a cerrar los ojos. Respira profunda y largamente.
Desde el aposento ve la habitación de Yù y, al fondo, el patio. Ella permanece sentada al borde del estanque, donde la descubrió por primera vez. Es una visión que todavía le trastorna.
Se acerca en silencio. La observa con la calma que le otorga el secreto de su presencia. Lleva una túnica de damasco verde que le llega hasta los pies; sobre ella se superponen tres camisolas de seda que muestran diferentes longitudes. Son de color malva como las flores de ciruela.
Yù se cubre las espaldas con un tul de gasa blanca, parece una diosa. Úrian tiembla de pies a cabeza. Abre la puerta secreta. No quiere asustarla, intenta pronunciar su nombre en voz baja, pero ninguna palabra sale de su boca. Lo intenta de nuevo con toda la ternura de la que es capaz.
—¡Yù!
La muchacha se gira extrañada y dice algo que Úrian no puede comprender.
—Perdona, no entiendo…
Yù sonríe y se ruboriza ligeramente, después se dirige a él en griego.
—¡Oh! Lo siento. Es la costumbre. Decía… ¿Por dónde has entrado?
Las palabras quedan suspendidas sobre el cerezo rebosante de frutos verdosos. La muchacha avanza unos pasos y se sientan al borde del estanque. Úrian se esfuerza para encontrar las palabras y finalmente le habla del escondrijo desde donde su abuelo la vio crecer. La muchacha no le mira, una lágrima humedece el vestido de seda sobre el regazo.
—¿Cómo sabes todo eso? —dice con la cabeza baja.
—Tu preceptor…
—¿El lo sabía? Cómo puede ser que nunca…
Por primera vez, Yù clava sus ojos en Úrian y a él se le queda grabado en la retina el verde más luminoso que nunca habría podido imaginar.
—Es el color del jade —murmura, y es como si el mundo se parara de repente en torno a esta reflexión.
—¿Cómo dices? —pregunta Yù.
—Perdona… —contesta él, turbado.
—Te preguntaba el porqué del silencio de Fu Ming-Li —continúa ella.
—Quizás eso no sea lo más importante, Yù…
—¿A qué te refieres? ¿Todavía hay más? —interrumpe ella, impaciente—. ¿Te ha dicho…? ¿Acaso él sabe el motivo de mi cautiverio?
—Verás, no es sencillo. Tu madre te dejó una carta antes de morir.
—¿Una carta? ¿Dónde está? ¿Por qué nadie me la ha hecho llegar?
Los ojos rasgados de Yù centellean como esmeraldas, los grillos cantan en algún lugar del jardín. Úrian daría cualquier cosa por cambiar la realidad, por ahorrarle el dolor que sabe que le infligirá escuchar aquella historia, su historia.
—Por favor, sigue —ruega la muchacha a media voz.
—La carta estaba, igual que su diario, escrita en lenguaje Nü Shu.
—¿Lenguaje Nü Shu? ¿De qué me estás hablando?
—Es un idioma muy antiguo, un idioma secreto. Lo utilizaban las mujeres de clase baja que no tenían derecho a aprender a leer y escribir. De esta manera se comunicaban entre ellas; lo camuflaban como si fueran dibujos decorativos, en jarras, abanicos y pinturas. A menudo lo usaban para dar consejos y recomendaciones a sus hijas preparándolas para el matrimonio.
—¡No entiendo qué quieres decir! Mi madre no era de clase baja, ¡estaba instruida en las mejores disciplinas! ¿Por qué…? —El rostro de Yù parece a punto de romperse.
—Tu madre tenía un secreto, Yù. A su muerte, Zhao lo desveló para ganarse un lugar de privilegio en la corte, pero Yuandi castigó su traición…
—¿Zhao? También ella… Por ese motivo le cortaron la lengua… Ahora entiendo por qué pedía perdón. —Yù se sujeta la cabeza con ambas manos, como si el gesto fuera capaz de amortecer el dolor—. Pero ¿cuál era el secreto de mi madre? ¡Dime!
—Navid…
—¡Mi primer maestro! ¿Qué tiene que ver él?
—Navid, tu maestro y consejero real, el monje nestoriano, es… —Úrian nota la boca seca, trata de endulzar la voz tanto como puede y prosigue—: Es tu padre, Yù. La muchacha siente como si el cielo bajara del pequeño firmamento que les guarece y toda la oscuridad de la noche se convirtiera en su tumba. Se acurruca sobre ella misma y se columpia, como si el balanceo fuera capaz de adormecer la pena que la ahoga. Úrian querría abrazarla, pero no se atreve ni siquiera a rozar sus ropas. Pasados unos minutos, Yù le mira suplicante.
—¿Tú sabes dónde está ahora mi padre? ¿Lo sabes?
—Sé lo que explican los monjes del monasterio nestoriano en el que estamos acogidos. Por lo visto, tras ser castigado, le encerraron en unas mazmorras. Nadie le ha vuelto a ver.