Capítulo 9

Palacio de Justiniano / Calles de Constantinopla

Abril, 551

Cuando dejan a Xenos en el interior de la gran sala de audiencias, éste recuerda la mirada de su hijo mientras los guardias le decían que no podría acompañarles. Es lo más importante para él en estos momentos. Avanza concentrado en las imponentes losas del suelo. Todavía no alcanza a ver a los curiosos personajes que se reúnen a los pies de un trono vacío.

De repente, las losas desaparecen bajo la alfombra púrpura que traza un sendero hasta la silla real. Xenos levanta la mirada y toma conciencia de la grandeza que le envuelve. Una figura se le acerca con paso firme, pero le cuesta reconocer a Belisario sin el atuendo militar que hasta ahora se ha interpuesto entre los dos. La túnica blanca que cubre su cuerpo casi le otorga la condición de inofensivo.

—Ha llegado el día, tejedor. Muy pronto se presentará Justiniano y conocerás tu destino.

Xenos descubre que en la sala hay otros personajes, semiocultos entre las sombras; se diría que intentan ausentarse de la escena. A medida que avanza por la gran alfombra puede distinguir los árboles artificiales de oro y plata que coronan el trono del emperador. Pronto se da cuenta de que los frutos son representados por piedras preciosas. Siente cómo unas gotas cálidas se deslizan por su piel, a pesar de la agradable temperatura de aquel recinto de techos altísimos y columnas de mármol. El tejedor sigue los pasos de un Belisario que se encuentra incómodo bajo unas ropas que le son ajenas.

Al llegar a la altura del resto de los convocados y advertir su condición religiosa, se acentúa la perplejidad de Xenos. Quiere dirigirse al general, interrogarlo sobre aquella reunión, pero el monje de más edad se adelanta con su báculo hasta situársele muy cerca. El tejedor piensa que le saludará, que se verá obligado a compartir con él su desconcierto. Pero cuando se vuelve hacia Belisario, éste ha desaparecido. Las tres figuras permanecen en pie, sin cruzar más allá de miradas furtivas, frente al trono, esperando el destino que ha anunciado el general.

Úrian, apoyado en la puerta, observa cómo Xenos se aleja en compañía de los soldados. Decepcionado, vuelve al dormitorio y se acomoda sobre la márfega donde reposan sus sueños. Tenía la esperanza de ser uno más en esta aventura que empieza, participar de un mundo que le sorprende a cada paso. Pero de nuevo se queda al margen, igual que en Corinto, cuando el tejedor marchaba a la taberna para resolver asuntos que le eran vedados.

Tampoco dispone de respuestas que satisfagan a la gente que se le acerca, extrañada por la prontitud con la que su padre ha sido convocado. Aquellos hombres y mujeres con los cuales comparten el espacio de acogida del palacio llevan mucho tiempo esperando, pero todavía tienen la oportunidad de ser recibidos por el emperador. Una esperanza que él ha dejado atrás.

Decide salir al exterior. Hace un día de sol que anuncia la primavera y camina por la ciudad imperial de plaza en plaza, sin rumbo. Le cuesta trabajo llegar ante la imponente Puerta Dorada, el único obstáculo que se interpone entre aquel espacio majestuoso y el ajetreo de voces y aromas que tanto le fascinaron el día anterior. Mira hacia atrás y observa con disimulo a los vigilantes que parecen seguirlo desde el principio. Es muy probable que no haya escapatoria, pero sí una posibilidad a la cual ampararse.

Sólo unos pasos más lejos, frente a los cuarteles de la guardia, hay soldados que discuten a gritos con el que parece un mercader indignado. No es capaz de entender ninguna de las palabras pronunciadas por aquel hombre, pero decide acercarse al lugar. En un acceso de cólera, el mercader apila unos sacos en su carro y se dispone a marchar. Los soldados dan orden de abrir la puerta y Úrian, de un salto, se introduce en el pequeño carruaje polvoriento escondiéndose detrás de los bultos.

Cuando atraviesan la Puerta Dorada, desde la barandilla de madera donde se agarra con fuerza para no caer, respira aliviado. Permanece durante mucho tiempo admirando el espectáculo que le abduce. Pero algo le hace volver a la realidad. Juraría que ha escuchado gritar su nombre. Mira en todas las direcciones, estira el cuello tanto como puede. Por segunda vez le parece escuchar una voz que le reclama. Se pone de puntillas sobre los sacos, consciente de que su movimiento ha de ser rápido. Nada.

Pensándolo bien, es una idea absurda.

Baja la mirada y se deja caer sobre los sacos.

Xenos se recrea en la contemplación del trono, de los pájaros mecánicos que anidan en los árboles de oro y plata. Se pregunta si será posible que muevan sus alas doradas, los imagina gorjeando entre las cúpulas, desperdigando sus cánticos por la enorme estructura de mármoles y bronces. Al fin y al cabo, añaden un punto de calidez a un espacio noble, pero frío, y tal vez muy lejos del corazón de los habitantes de Bizancio. Dadas las circunstancias, después de haber atravesado los muros de la Constantinopla que los viajeros idolatran, de imaginar con la visión de sus calles y plazas lo que fue su querida Corinto, es capaz de creer en cualquier fantasía.

Por el contrario, los dos monjes parecen concentrados en la espera; el de más edad descansa ambas manos sobre el báculo y a veces se acaricia la barba de forma maquinal. El más joven también queda expectante, pero su inmovilidad es traicionada por el baile continuo de sus dedos en el interior de las sandalias.

Ellos son los primeros en darse cuenta de la llegada de Justiniano. Rashnaw se fija en el rostro visiblemente demacrado del emperador, en la ligera curvatura que marca su espalda bajo la gran capa dalmática de seda, más amarilla que los campos de trigo a media tarde. El monje se sorprende de la diadema persa, engalanada de perlas y esmeraldas. Piensa que ni siquiera la joya más preciada es capaz de iluminar aquella figura de andar lento y vacilante. Xenos abandona su estado pensativo justo a tiempo de observar cómo Belisario y Lysippos entran siguiendo al emperador. A su vez, el joven Tistrya da unos pasos atrás.

El general espera a que el gran mandatario de Bizancio ocupe el trono antes de levantar la vista en dirección a los convocados a la anhelada reunión. Le gustaría ver un ademán de desafecto en aquellos hombres, reprimirles para que adopten actitudes más respetuosas, pero los tres mantienen la rodilla derecha flexionada y la cabeza baja. De pronto, un ruido inesperado hace que abandonen su recogimiento. Lysippos descorre los cortinajes que cubren la pared del fondo y la imagen omnipotente de Teodora invade el recinto, invitándoles a sentir el peso de la majestuosidad que les rodea.

—Estáis aquí por orden del emperador y por deseo expreso de nuestra querida emperatriz, que en el cielo esté —dice Belisario, extendiendo los brazos para abarcar mosaicos y pinturas—. Habéis sido escogidos para cumplir su última voluntad. La misión para la que se os reclama no está exenta de peligros, pero tampoco de gloria. Llevarla a cabo significa un servicio muy valioso al imperio y la historia os recordará tanto o más que a los ganadores de las más insignes batallas. Durante mucho tiempo el pueblo de Bizancio ha sido sometido a los caprichos de los mercaderes. Nuestro maestro tejedor bien sabe que el comercio de la seda debe soportar fuertes gravámenes. La frecuencia de las guerras fronterizas supone grandes dificultades para las caravanas. Tanto es así que el estado ha tenido que ceder ante las exigencias de los persas y aceptar sus servidumbres de paso. Es cierto que controlamos la distribución en el interior del imperio, pero comprar la materia prima a precios imposibles es un problema para todos…

Xenos comprende las dificultades expuestas por el general. Él también ha tenido que sufrir la codicia de los mercaderes extranjeros. Por otro lado, no puede olvidar las palabras peligro y gloria. Todavía desconoce los planes del emperador, pero desea que Belisario acabe su discurso y se materialice una propuesta que no es capaz de imaginar. Por unos momentos se siente confundido, como si de alguna manera todo formara parte de un absurdo. ¿Qué puede hacer él? ¿Y su hijo? ¿Cómo arrastrarlo a una aventura que se adivina peligrosa de antemano? La palabra gloria también hace mella en su corazón.

¿Será ésta la gran oportunidad que siempre ha soñado?