Capítulo 2

Kaymakli, Anatolia Central

Junio, 551

Mientras Lysippos da órdenes a sus hombres, solicita que uno de ellos le acompañe. Después avanza en dirección a un grupo que parece querer acercarse. El tejedor se sitúa entre su hijo y Fiblas con actitud protectora. El joven monje les mira, pero no deja aflorar la envidia que siente. Los viajeros observan a las personas que aparecen de la nada, como expulsados de aquellas montañas singulares. Ante el desconcierto, Rashnaw les pide que no pierdan los nervios…

—No debéis temer. Ellos tienen más miedo que nosotros. Son gente pacífica y no os harán ningún daño. Kaymakli es una ciudad subterránea. No se trata de un espejismo, podéis estar tranquilos. Lysippos no ha querido escucharme, pero estos parajes están llenos de casas excavadas en la roca, de pueblos enteros que viven bajo el suelo.

Rashnaw sabe que importantes volcanes inundaron la región con lavas y basaltos, en una época que ni siquiera podrían imaginar. La lluvia, el viento, la violencia de los ríos y los cambios de temperatura agrietaron, arrastraron y limpiaron las tierras configurando este horizonte inmenso y extraordinario. Luego llegó el hombre y descubrió que la excavación del adobe que forma los cerros podía llevarse a cabo sin esfuerzo. Así, le proporcionaba un lugar donde vivir a cubierto, un refugio seguro contra las temperaturas cambiantes, a menudo extremas; y también contra posibles enemigos.

El superior de Gundishapur no se equivoca. Unos minutos más tarde Lysippos regresa con buenas noticias: pueden pasar la noche en el pueblo. La caravana avanza lentamente, con la misma cadencia de un sol en el ocaso que carameliza el atardecer. Úrian siente que es una experiencia única, de aquellas que se graban en la memoria y te acompañan para siempre. Por un espacio breve de tiempo, deja de escuchar el alboroto de sus compañeros, se detiene en un pequeño cerro para saborear el espectáculo. Rashnaw pasa a su lado, pero no interrumpe su momento; sonríe para sí mismo y sigue adelante.

El muchacho de Corinto tiene la sensación de alternar un paisaje vivido y otro imaginario. No puede discernir la realidad de aquello que sólo en sueños habría sido capaz de divisar. Las pequeñas casas de tierra guardan un mimetismo absoluto respecto a las montañas que las amparan. Agujeros oscuros en paredes doblegadas, arrugadas o sinuosas, muestran el vientre de la tierra.

Del interior, desde una profundidad desconocida, emergen centenares de personas, como hormigas saliendo de sus nidos. Las procesiones, formadas por las pequeñas figuras desplazándose, dan vida a un lugar que recuerda una enigmática pintura o un sortilegio. No sabe el motivo, pero una dulzura de cerezas le viene a la boca. Quizás guarda relación con el color rosado de las crestas rocallosas que parecen fundirse a sus pies, o tal vez con los matices maduros de unos montículos redondeados. «¡Cerezas y albaricoques!», dice a media voz mientras cierra los ojos, traga saliva y busca en la túnica la cinta turquesa, aquella que un día trenzó los cabellos de su madre.

Con los ojos humedecidos, Úrian se añade a la caravana.

—¡Caramba, cuánto polvo! —dice a Xenos el joven tejedor; le espera a poca distancia, mientras se aclara la mirada con un pestañeo forzado.

—¡Ánimo, hijo! ¡Con un poco de suerte hoy podremos dormir a cubierto!

—¿Nos podremos quedar unos días, padre? —le pregunta Úrian, utilizando una melodía rescatada de su niñez, cuando en la lejana Corinto regateaba unos minutos más de juego antes de acostarse.

—Es posible. La otra caravana todavía no ha llegado y, cuando lo haga, tendrán que reponerse del camino —responde el tejedor, acompañando las palabras con un gesto que transmite confianza.

Padre e hijo aceleran el paso de sus caballos hasta confundirse con el resto de sus compañeros de viaje. Se distingue a Fiblas, quien, alborotado, corre en dirección a su amigo. Úrian sonríe mientras le ve acercarse. El turbante violeta, que estos días le ha protegido del sol, le cae sobre la cara y deja al descubierto unos rizos polvorientos y enredados.

—¿Dónde estabas, Úrian?

El hijo del herrero no espera respuesta, le obliga a bajar del caballo y, tirándole de la manga, le lleva hasta un rincón. Entonces le muestra un pequeño conducto vertical que puede abarcarse con ambas manos y que desaparece tierra adentro.

—¿Sabes qué es esto? Di, Úrian, ¿sabes para qué sirve?

—¿Cómo quieres que lo sepa? ¿Podría ser para succionar el agua de algún pozo?

—¡No, Úrian, no! ¡Esto que tenemos delante sirve para comunicarse con el exterior!

—¡Para comunicarse con el exterior! ¿De qué estás hablando?

—¡Es fascinante, Úrian! Aquí abajo vive un montón de gente, ¡una ciudad entera! Yo he descendido hasta el primer nivel, pero…

El joven tejedor interrumpe el discurso de su amigo y, poniendo las palmas de las manos sobre su pecho, le invita a proseguir su explicación con más tranquilidad…

—Espera, vamos a ver. ¿De qué primer nivel me hablas? Y ¿qué demonios quiere decir que sirve para comunicarse? ¿Para comunicarse con quién?

Fiblas coge aire y trata de poner en orden todo aquello que en pocos minutos ha descubierto y que todavía no acaba de entender.

—Yo iba con los demás, al lado de Lysippos; te he buscado pero no te he visto por ningún lado. Cuando estaba a punto de entrar, he descubierto a un hombre que hablaba utilizando este agujero. He oído cómo anunciaba nuestra presencia y, poco después, pegaba la oreja al orificio como si esperara una respuesta. ¿Recuerdas la forma en la que hablábamos tú y yo a través de una caña perforada? Es muy parecido, ¡pero este conducto es mucho más largo!

—¿No te lo estarás inventando? ¿Y con quién se supone que hablan, con los topos?

—No te hagas el gracioso, ¡me lo ha explicado todo Rashnaw! Se pueden contar dieciocho o veinte niveles. Quiero que bajemos juntos, porque ¡lo poco que he visto es increíble! Así, desde el interior, a más de noventa pies bajo tierra, se informan de lo que pasa en el exterior y a la inversa. ¿Te imaginas? Venga, ¡manos a la obra!

Los dos muchachos levantan la vista hasta localizar a Xenos, quien se muestra impaciente reteniendo al grupo que les acompaña. Entran juntos en una casa sencilla, a través de una abertura. La sala está lóbrega para esa hora del día. Sin desmontar de los caballos observan curiosos cómo unos hombres hacen rodar la gran piedra redonda, de color y textura diferente al resto. Todo indica que esconde una entrada secreta.

Ante sus ojos se muestra un corredor iluminado por antorchas. Se adentran en él cautelosos. La temperatura es agradable y, en contra de lo que podría pensarse, el ambiente no se percibe enrarecido. De un lado a otro se reparten edificaciones de diferentes tamaños y de techos altos. El grupo avanza con la misma facilidad que en el exterior. Rashnaw traduce aquello que un guía, con amabilidad, le va explicando. Les muestra los pozos de ventilación repartidos por la insólita ciudad. ¡Pueden contarse más de cincuenta!

La sensación de claustrofobia se desvanece a medida que la apariencia de normalidad de sus habitantes contagia a los viajeros. Pronto llegan a unos establos donde dejan los caballos y las mulas, los descargan de su peso y les proporcionan forraje. Unos muchachos los desudan y cepillan. Desde allí siguen a pie, interrumpiéndose los unos a los otros, en el afán de comentar todo aquello que descubren.

—¡Mirad los almacenes, aquí a la derecha! ¿Notáis ese olor?

—Viene de allá, es una prensa de vino. ¡A lo mejor hay también una taberna!

No se equivoca. Pero no sólo dan con la taberna. También hay cocinas, comedores, cisternas de agua y todo aquello común a cualquier urbe que albergue miles de habitantes. Alguien habla sobre la existencia de tres entradas estratégicas y un túnel larguísimo, que la comunica con la ciudad de Melengubu.

Los viajeros, tras andar un buen rato y bajar dos niveles más, llegan a un área destinada a las habitaciones colectivas y les indican dónde pueden ir a cenar. El comedor es ancho y la comida abundante: carne acompañada de verduras y un arroz con especias. Hace días que no disfrutan de un manjar como éste ni beben un vino tan delicioso. Al finalizar, todavía permanecen un buen rato alrededor de la mesa.

Un hombre fuerte, de cara ancha, cejas pobladas y ojos hundidos de color verde, les invita a beber algo que lleva en una pequeña jarra. Al olería sienten que es una bebida ligeramente alcohólica. Rashnaw comenta que el personaje es un turco uigur que viene de tierras lejanas, próximas a aquellas a las que ellos se dirigen. Parece que este licor de color claro se obtiene de la fermentación de leche de yegua. Beben juntos y luego se retiran a descansar.

Al levantarse, los muchachos están impacientes por seguir descubriendo el lugar. Tistrya se añade a la expedición que custodia Xenos. Los cuatro bajan hasta el último nivel, donde se encuentra el cementerio, donde rezan unas oraciones por las almas de los difuntos. Entretanto, Rashnaw pasea solo; baja y sube escaleras, atraviesa pasillos y cruza espacios laberínticos.

Allí, en las entrañas de la tierra, descubre una grandiosa estancia; su planta tiene forma de cruz e irradia una luz cálida y acogedora. Admira los techos pintados con exquisitez, la cúpula y las bóvedas de un color más azul que el cielo en un día claro. Toda la escena está presidida por un Cristo sentado en el trono, con dos ángeles a su lado. El monje, conmovido, piensa que seguramente es más fácil encontrar una maravilla cuando no la buscas y que algo parecido sucede con el amor o la felicidad.

Los viajeros se han acostumbrado en apenas dos días a la vida del lugar, pero alguien recuerda la necesidad de la partida. La caravana procedente de la vieja Antioquía ya ha cumplido con el descanso obligado y se dispone a marchar hacia Astracán. Lysippos da la orden y se despiden de sus nuevos amigos; repasan por última vez los lugares que más les han conmocionado o admirado.

Ya en la superficie, Rashnaw observa cómo unas mujeres recogen leña para las hogueras. Andan despacio, tranquilas, como llevadas por una melodía que sólo ellas pueden escuchar. Reflexiona sobre ello, quizá sea ése el latido que armoniza el tiempo y la vida. Acto seguido, acompasa el sonido de su báculo a un ritmo que le acerque a esta percepción. Todavía se detiene a coger una flor. Es una amapola azul plata. Según ha estudiado en la Academia de Gundishapur, contiene un líquido lechoso en su vaina y, por decocción, se obtiene aceite con virtudes soporíferas. Es una medicina muy poderosa. El camino es muy largo, piensa, nunca se sabe…